Por José Luis Rojo
“Todo pronóstico es una posibilidad histórica, es una batalla de clases por darse y su corrección no se mide por el triunfo o no de esta última. El problema es la posibilidad de esta batalla, lo demás, la historia, la hacen las clases con sus luchas. Un pronóstico no es correcto o incorrecto por su éxito, sino si cumple ciertas condiciones para que sea científico y revolucionario” (Nahuel Moreno, “Las revoluciones de China e Indochina”).
A propósito de los recientes conflictos liderados por la izquierda surgió el interrogante acerca de cómo evaluar cuándo finalizan dichas peleas. Aunque a primera vista esto parezca simple, no es así. Es que sus determinaciones son muy complejas: el “micromundo” de la empresa, el gremio y la rama de la producción se combinan con el “macromundo” del gobierno y la política nacional, de manera tal que son tantas las variables que entran a jugar en cada caso que no queda otra que abordar sus circunstancias concretamente.
Varios son los factores que pueden influenciar el resultado de una lucha para un lado o para el otro. De todas maneras, en algún momento el conflicto termina, y se trata de hacer el balance del mismo.
El resultado de una lucha depende de la lucha misma
Arrancaremos con una sentencia aguda de un dirigente reformista. El subcomandante Marcos solía señalar que “muchos mundos caben en el mundo”. Una afirmación que, como buen reformista, se orientaba para el lado de una separación mecánica de los diversos planos que constituyen la realidad (el reformismo y el etapismo en política requieren de esta construcción de la realidad como caracterizada por “compartimientos estancos”).
Pretendemos ensayar aquí una utilización revolucionaria de esta intuición, esto para clarificar la complejidad que entrañan los conflictos obreros. Es que el “micromundo” de la empresa y el “macromundo” de las relaciones externas a ella se combinan de una manera compleja que debe ser abordada concretamente.
Cada empresa tiene sus coordenadas específicas vinculadas al tipo de patronal, al gremio del que se trate, a las características de la base y la vanguardia, a la coyuntura industrial por la que se está pasando; por no olvidarnos de las relaciones de fuerzas más generales entre los trabajadores, la burocracia y los empresarios.
Todos estos elementos hacen a la complejidad de cada lugar de trabajo; de ahí que hablemos del “micromundo” en que se sustancia toda lucha; un “micromundo” que debe ser conocido al dedillo, de manera tal de poder acertar en la política y la orientación.
Sin embargo, sería un error de leso marxismo evaluar dicho “mundo” desgajado del marco general en el que opera: el escenario político y económico del “macromundo” de las relaciones de fuerzas más generales entre las clases (la coyuntura política de la que se trate, la situación del gobierno, así como el contexto económico en que se va a sustanciar dicha lucha).
De ahí que el análisis del escenario de cada lucha sea, repetimos, complejo: debe combinar ambos “mundos”, que lejos de guardar una relación mecánica, se articulan dinámicamente dando lugar a la resultante de la situación del lugar de trabajo en cada momento determinado.
En ese escenario, la lucha comienza. Hay varias cosas que se pueden señalar al respecto. Por ejemplo: que cualquiera sea la situación (más o menos favorable) por regla general los trabajadores no están en condiciones de elegir cuándo desatar una pelea. Hay que evitar las provocaciones, el “pisar el palito” o salir a un enfrentamiento apresurado si la circunstancia no es favorable. Pero también es verdad que muchas veces los trabajadores no pueden elegir cuándo salir a la pelea; la misma se les impone.
Esto plantea otra cuestión de importancia: el resultado de una lucha depende de la lucha misma, nunca está predeterminado. Por más adversas que sean las condiciones, si la lucha debe darse, hay que darla; nunca considerar que su resultado puede estar definido por anticipado.
Como digresión recordemos la ubicación de la corriente menchevique respecto de los bolcheviques en el sentido de que su “asalto al poder” habría sido “prematuro”: las condiciones no habrían estado “dadas”. Se trataba del tipo de argumento que estamos criticando aquí: las revoluciones no tienen fecha cierta, llegan “adelantadas” o con “retardo”. El tema es que cuando arriban, no puede decirse “gracias no fumo”: hay que “jugárselas” y ver qué sale como resultado de la pelea.
Si la lucha es finalmente derrota (a pesar de haberse sostenido una política correcta), podrá explicarse este resultado por las adversas condiciones en las cuales se salió a pelear. Pero nunca hay que olvidar que cada conflicto está caracterizado por una serie de alternativas y clivajes complejos que siendo afrontados con una política correcta, quizás cambien el curso de la historia.
La verdad es revolucionaria
Hay algo más: cuando las condiciones lo exigen, siempre es mejor ir a una lucha consecuente que quedarse a mitad de camino. No hay peor derrota que la lucha que no se da. Esta era la definición que había dado Trotsky a la catastrófica derrota de la clase obrera alemana cuando la ascensión del nazismo en 1933. Por responsabilidad del estalinismo, la clase obrera había sido derrotada sin luchar.
Por el contrario, si la lucha sale derrotada pero se llevó adelante de manera consecuente, lo que queda en materia de enseñanzas estratégicas, históricas, de recuperación de los métodos de lucha de los trabajadores, tiene un valor impagable.
Pero cuando no se va hasta el final en una pelea, cuando no se asumen las exigencias que la misma lucha coloca, las conclusiones serán siempre a mitad de camino, timoratas, parciales, nunca revolucionarias.
Esto nos lleva a otra cosa: las conclusiones de toda lucha siempre deben ser la verdad por amarga que sea, jamás se les debe mentir a los trabajadores. Los que pasan triunfos por derrotas son las burocracias, no los revolucionarios. Porque su centro es cuidar el prestigio como aparato, nunca que las peleas se ganen.
Como segunda digresión, podemos volver a Trotsky. Éste subrayaba que el estalinismo se caracterizaba por el empirismo, por criterios que nada tenían que ver con las exigencias de la lucha: lo que le importaba no eran las exigencias de la pelea, sino cuidar su propia “infalibilidad”.
Señalemos de paso que ninguna dirección revolucionaria puede ser infalible: es imposible no equivocarse. Lenin enseñaba que el problema no es errar, sino no sacar rápidamente las conclusiones de dicho yerro, corrigiendo rápidamente el curso equivocado.
Los revolucionarios nos jugamos a ganar las peleas, y si esto no se logra, nuestra obligación principista es hacer un balance claro, limpio, honesto de por qué se perdió.
Claro que es mucho más difícil decirles a los trabajadores la amarga verdad, que pintarles el mundo de rosa. Pero la verdad, por más amarga que sea, es el núcleo de la política de los revolucionarios, la única que permite hacer avanzar la conciencia de clase.
Ni siquiera el triunfo da derechos
Nos interesa presentar otro aspecto de la cosa: por razones que nos exceden, un conflicto puede haber sido derrotado y sin embargo nuestra política haber sido la adecuada para las circunstancias.
Pasa que entre el resultado de un conflicto y el balance de la política para el mismo tampoco hay una relación mecánica; esto se debe analizar en cada caso concreto. No es verdad que el éxito sea el único rasero para evaluar una política: puede que se tenga “éxito” y que esto sea a costa de una mala educación de los trabajadores y la militancia, cuyas consecuencias negativas se pagarán más adelante.
Si así no fuese, el criterio de evaluación sería estrechamente pragmático; no dialéctico marxista. Una tercera digresión a este respecto: que la estrategia guerrillera haya triunfado en la Revolución China de 1949 (o en la cubana diez años después), y que haya teñido a la juventud que se radicalizaba en aquella época, no quiere decir que fuera correcta, ni que hubiera llevado a la clase obrera al poder. Como vimos en la cita que antecede esta nota, Moreno criticaba correctamente el enfoque empirista basado en los “éxitos” a la hora de hacer balances.
Sobre la base de este tipo de enfoques, existieron corrientes del trotskismo que en los años 60 afirmaron que la dirección de Castro y el “Che” Guevara era “más revolucionaria” que la de Lenin y Trotsky…
Volviendo a nuestro punto, se trata de relaciones dialécticas que no pueden ser evaluadas mecánicamente; ni en la “guerra de guerrillas” de los conflictos de todos los días, ni en las grandes revoluciones históricas: ambas expresiones de la lucha de clases requieren del análisis concreto de la situación concreta.
Así las cosas, siquiera el triunfo da derechos; se trata, siempre, de una evaluación acerca de si ese triunfo fortalece la posición de los trabajadores, su educación y organización independiente.
Una lucha sin fin
Veamos, finalmente, otro elemento complejo: la evaluación de cuándo finaliza un conflicto. Muchas veces una lucha parece estar “finiquitada” y luego se obtiene un triunfo. Esto remite, en última instancia, a la combinación dialéctica de los “micro” y “macro” mundos de los que hablábamos arriba. Es que, quizás, los factores “internos” en el lugar de trabajo ya se encuentren agotados, y sin embargo los “externos” vienen al rescate y permiten alzarse con un triunfo.
Esto requiere de una evaluación objetiva, no de decirle cualquier cosa a los compañeros. Vivir en un mundo de especulaciones creando falsas expectativas no es de políticos revolucionarios, desarma a la base obrera para las condiciones reales de la lucha.
Yendo al punto, la cosa es así: un conflicto se termina cuando las consecuencias a las que dio lugar se hacen irreversibles. Puede ser que la patronal no logre evitar que las reivindicaciones obreras se impongan y deba cederlas: evidentemente, los trabajadores se alzan con un triunfo. Pero también puede ser que los despidos sufridos, o la destitución de los delegados o lo que sea, se hagan una hipoteca ilevantable, no haya condiciones para ser revertidos; dicho conflicto se salda, al menos en lo inmediato, con una derrota.
Claro que siempre queda una carta para jugar: la lucha de clases es un proceso “sin fin” hasta que se acabe con la explotación del hombre por el hombre. Y esto quiere decir que la historia nunca acaba. Más concretamente: que todo conflicto que se acaba como tal, que no logra revertir sus efectos, puede sin embargo apelar a otras instancias (como la legal o la política) para paliar sus consecuencias. Es ahí cuando decimos que la lucha se transforma en una “campaña”; un round termina, otro comienza: ¡la lucha de clases es una rueda que nunca acaba hasta terminar con la explotación capitalista!