A
propósito de la muerte de Raúl Alfonsín
Del
panegírico a la verdad histórica
“Dicen
los radicales que son la vida, que son la paz, pero dejan a
todos los asesinos en libertad”
(canto de la izquierda
revolucionaria en la década del 80).
El
martes 31 de marzo murió Raúl Alfonsín. Los medios de
comunicación entraron en cadena nacional resaltando su
“figura” como “padre de la recuperación democrática”.
Cientos de testimonios, reportajes y artículos periodísticos
han destacado estas y otras supuestas “bondades” del ex
presidente. Estamos asistiendo a un verdadero panegírico
que tiene como objetivo trasmitir una interpretación de
la historia argentina legitimadora del régimen político de
democracia de los ricos imperante en el país. Este panegírico,
lógicamente, está lejos de la verdad. Porque el hecho es
que las libertades
democráticas se
conquistaron con la lucha de los explotados y oprimidos y
no por una graciosa concesión de parte de algún “padre
de la Patria”…
Un
operativo de mistificación histórica
Contrariamente
a esta nueva historia oficial, la verdad es que a la salida
de la dictadura, radicales y peronistas con Alfonsín a la
cabeza, encabezaron un basto operativo para evitar
que la bronca popular contra los militares pudiera dirigirse
hacia el cuestionamiento a la Argentina capitalista como tal. Esto se
encarnó inicialmente en una institución de la transición
“democrática” llamada Multipartidaria que integrada por
los principales partidos patronales del país, negoció
directamente con los milicos genocidas la salida electoral
de octubre de 1983.
Este
operativo de desvío tuvo entre sus principales objetivos el
cuidar a las FFAA en
tanto que institución decisiva del Estado, evitando
afectar a la mayoría de los genocidas concentrando el
juzgamiento sólo en las Juntas Militares (y aun así en
condiciones benignas, siempre protegidos por las mismas
Fuerzas Armadas).
Precisamente,
la actual apología alrededor de la figura de Alfonsín
tiene el objetivo de escamotear
una verdad histórica elemental: se trata de la construcción
de una “historia oficial” donde lo que queda fuera del
campo de observación de las jóvenes generaciones (y de las
demás) es el
protagonismo de los de abajo en la derrota de la dictadura
militar.
La
pretensión es legitimar (o relegitimar) no las libertades
democráticas conquistadas duramente al costo de 30.000
compañeros desaparecidos, sino el mismísimo régimen de la
democracia de los ricos. Régimen que al no solucionar ningún
problema elemental dado su carácter capitalista y
semicolonial, terminó
llegando a un punto muerto en oportunidad del Argentinazo
del 2001.
Precisamente,
no ha sido casual que prácticamente no se hayan escuchado
voces que aborden la trayectoria de Alfonsín desde este ángulo
crítico: el de aquéllos que lucharon realmente contra la dictadura militar y por
una sociedad sin explotación ni opresión. Este
editorial tiene ese objetivo: ofrecer
un
punto de vista socialista revolucionario, el de aquéllos
que sí supimos luchar realmente contra los militares.
La
generación de los 70
No
se puede dejar de partir de los 30.000 compañeros
desaparecidos para reconstruir la verdad histórica de la
Argentina contemporánea. La realidad es que Alfonsín (y
los radicales y peronistas de la época) eran el reverso de su pelea. No fueron ellos los que “recuperaron la
democracia”: la
cuota de sangre por la lucha y el golpe militar lo pusieron
las distintas organizaciones y compañeros de la izquierda.
Y
aquellos anónimos jóvenes compañeros obreros y
estudiantes de izquierda que ofrendaron su vida en los años
70 lo hicieron no simplemente “para recuperar la
democracia” sino
con la perspectiva de erradicar la raíz de los problemas
del país: el carácter capitalista semicolonial de la
Argentina.
Por
el contrario, es conocido que a la vera del golpe de estado
del 76, el líder del radicalismo de aquel momento, Ricardo
Balbín, había declarado “no tener soluciones” dando así
–de hecho– el apoyo tácito del radicalismo al golpe
militar. Golpe que venía en camino ante el temor al
desborde anticapitalista del proceso de lucha en curso desde
el Cordobazo y que el gobierno de Isabel Perón y López
Rega no lograban parar ni aun al precio de las Triple A.
El
propio Balbín ya había cargado las tintas contra la
“guerrilla industrial”, una manera de deslegitimar y
criminalizar la resistencia obrera en las fábricas. Balbín
estaba llamando –lisa y llanamente– al
aplastamiento de la resistencia obrera.
A
Raúl Alfonsín, que había constituido dentro de la UCR una
corriente opositora a Balbín en el año 1972, no
se le recuerda haber dado pasos concretos ante la
complicidad con el golpismo de parte de la dirección
oficial de la UCR.
Luego
del golpe del 76 y andando el tiempo, fue emergiendo una resistencia obrera a los militares, así como un creciente malestar
entre los sectores populares.
La clase media, que tanto había pedido el golpe, comenzó a
sentirse molesta, emergió una crisis económica, trascendió
la realidad de las desapariciones forzadas de personas y
finalmente la derrota de Malvinas terminó detonando su caída.
Fueron
estos procesos desde
abajo los que impusieron la salida de los militares y no
Alfonsín u otro político patronal. Como no señalar
incluso que radicales, peronistas y “socialistas”[3]
pusieron cientos de
intendentes y funcionarios bajo el gobierno genocida. La
pura verdad histórica es que tanto peronistas como
radicales fueron cómplices
de la dictadura militar.
Claro
que, al mismo tiempo, y ante la situación cada vez más
insostenible del régimen militar, fueron parte esencial del
montaje de la “salida democrática” por la cual se
canalizó el creciente descontento por
la vía de una salida política dentro del marco del
capitalismo argentino. Justamente Alfonsín fue quien
mejor encarnó
y encabezó desde el nuevo gobierno este desvío democrático
del odio popular contra los genocidas, salvando a las FFAA
de un descalabro total.
Cuando
se habla de Alfonsín como “padre de la democracia” se
desconoce entonces que los
verdaderos padres y madres de las libertades democráticas
del país fueron los 30.000 desaparecidos y que
radicales y peronistas fueron los autores del salvataje del
sistema y no otra cosa.
La casa
no estaba en orden
Para
el año 1982, el conjunto de la clase dominante del país
estaba cada vez más preocupada por la crisis del régimen
militar (desastre de Malvinas mediante) y se dio un
objetivo: el odio
creciente a los militares debía canalizarse detrás de una
“restauración democrática” que no tocara los cimientos
del sistema. El antagonismo debía ser “dictadura
versus democracia”, así dicho, “abstractamente”, es
decir de manera independiente del cuestionamiento a las
bases sociales de las relaciones de explotación del país.
Porque
el hecho cierto es que Alfonsín llegó al gobierno para salvar al sistema, lo mismo que a instituciones claves del mismo
como las FFAA. Claro, había que hacerse cargo de su crisis
y deslegitimación casi mortal, y había que castigar a
algunas figuras más sobresalientes para salvar a la
institución. Además, había que vérselas con una enorme
lucha democrática que se encarnaban en bastas áreas de la
sociedad de aquel momento y que tenía su punto de
referencia en la Madres de Plaza de Mayo y otras
organizaciones de derechos humanos.
Precisamente
para desviar ese
inmenso proceso de lucha popular es que se ideó el juicio a
las Juntas Militares, el llamando “Nüremberg” argentino
(por el juicio a los nazis al final de la II Guerra
Mundial). Claro, lo común con el juzgamiento a los nazis es
que en éste tampoco se cuestionó a la clase capitalista
alemana que estuvo detrás del régimen nazi, pero al menos
a algunos de los jerarcas de ese régimen se les cortó el
cogote… Aquí, el juicio a las juntas comenzó un proceso
de idas y vueltas de la “justicia” que tuvo puntos
salientes de impunidad bajo el propio Alfonsín (Obediencia
Debida y Punto Final), luego otro momento culminante con los
indultos de Menem e incluso hoy se siguen viviendo las
dilaciones de la “justicia” bajo los K.
Tal
juicio del año 1985 condenó a las máximas figuras del régimen
militar. Sin embargo, desde las FFAA surgió una presión en
el sentido de garantizar
la impunidad de todo el resto de los genocidas. De ahí
las leyes de Punto Final y Obediencia Debida
y la desmovilización por parte del gobierno de Alfonsín (y
también de los peronistas y los demás partidos del régimen
incluyendo al PC)
de la inmensa movilización de masas que se puso en
movimiento en respuesta al levantamiento carapintada
liderado por Aldo Rico.
Es
conocido que en aquella oportunidad –Semana Santa de
1987– 500.000 personas marcharon a Plaza de Mayo
amenazando con desbordar
y quebrar a las FFAA en medio de una inmensa movilización
democrática y popular. Temeroso ante la posible evolución
de este proceso, Alfonsín
pactó secretamente con los carapintadas la impunidad para
los genocidas y mandó a la multitud a su casa afirmando que
la “casa estaba en orden”… Pero esta era una lisa y
llana mentira: el gobierno radical había entregado así la
lucha contra los genocidas.
Estos
acontecimientos fueron la máxima expresión –en este
terreno– de todo lo que vino después: la
absoluta incapacidad de las instituciones de la democracia
burguesa para dar cumplimiento a la mínima tarea democrática
de juzgar, condenar y castigar a los genocidas. Hoy
mismo, 25 años después, el problema es la “lentitud”
de una justicia que siquiera logra poner entre las rejas a
genocidas octogenarios.
Un
perfecto radical
“Con
la democracia se come, se educa y se cura”
(Raúl
Alfonsín en la campaña electoral de 1983).
En
el terreno económico, la obra del gobierno alfonsinista fue
un prácticamente completo continuismo
de lo que había iniciado la dictadura y finalizado el
gobierno menemista en los 90.
En
este terreno es conocida la frase alfonsinista: “con la
democracia se come, se educa y se cura”. Frase famosa si
las hay. Con ella Alfonsín buscaba durante la campaña
electoral del 83 canalizar
los
reclamos de los trabajadores detrás de las promesas de la
democracia.
Esta
es otra de las tantas promesas que nunca se cumplió: con la democracia capitalista nunca se resolvieron las más elementales
necesidades de las masas trabajadoras del país ni bajo el
gobierno de Alfonsín ni bajo los posteriores.
Aquí
hay un segundo andarivel que tiene que ver con el rol del
gobierno de Alfonsín: el
sometimiento al FMI. Es que los militares dejaron otra
pesada herencia: una inmensa deuda externa fabricada en
oportunidad de la crisis capitalista de los años 70. Después
de algunas dubitaciones iniciales, Alfonsín asumió el
compromiso de atar la economía del país al duro fardo de
la deuda:
su
Argentina era una Argentina capitalista y semicolonial que
“cumpliría con sus obligaciones internacionales”.
En
este sentido ya Milcíades Peña había hecho una aguda
caracterización del gobierno de Irigoyen que se podría
aplicar al de Alfonsín: “gobernar y no cambiar nada”.
Se
trataba de un esquema económico que tenía como
consecuencia una economía inflacionaria y que colocaba en
el centro de los problemas la constante depreciación de los
salarios y el nivel de vida de los trabajadores. Varios
planes económicos se sucedieron, uno tras otro
–independientemente de su fracaso– con
características inequívocamente propatronales y
antiobreras.
Frente
a las huelgas obreras Alfonsín fue un
perfecto radical. Es decir, bajo su presidencia honró
la tradición de los presidentes radicales anteriores
(Irigoyen, Alvear e Illia) de enfrentar y reprimir las
luchas obreras. Quizás con métodos no tan represivos, no
había condiciones para algo así. Pero el hecho es que
Alfonsín no dio ninguna concesión particular hacia la clase obrera. En sus
primeros meses de gestión intentó una reforma sindical, la
Ley Mucci, que buscaba debilitar el poder sindical peronista
en función de hacerse de una rama sindical radical (no de
alguna idea real de democracia de las bases obreras) pero
este operativo rápidamente le fracasó.
En
el año 85 lanzó su “economía de guerra” lo que se
concretó en el uso de tanques (si, oyó bien, ni más ni
menos que tanques) para reprimir la ocupación de la Ford por parte de sus obreros. Esta
derrota abrió paso a una serie de medidas de ofensiva
antiobrera.
Tampoco
hizo mayores concesiones a la que ha sido la más grande
huelga docente en la historia del país, el “Maestrazo”
(principios de 1988), huelga traicionada por la burocracia
que daría lugar a la actual CTERA.
En
ese contexto es conocido que la CGT, a la cabeza de Saúl
Ubaldini, se vio obligada a realizar una serie de paros
generales, paros sin embargo siempre controlados por la
burocracia peronista y mayormente “domingueros” (no podían
afectar la estabilidad del sistema ni arrancar serias
concesiones).
Hay
una conocida anécdota de Alfonsín. Recorriendo el interior
del país ante un manifestante que le reclamaba por salario
y comida le respondió: “a vos gordito no te va tan
mal”… Se trataba, en definitiva, de un político burgués
abiertamente defensor del capitalismo y que no dudó en ir
contra la clase obrera cada vez que hizo falta.
Los límites
de clase de la “democracia”
La
historia de la “democracia” de las últimas décadas es
una de inevitables
frustraciones como subproducto del mantenimiento de la
explotación capitalista en el país así como de la
subordinación al imperialismo. Ninguno de estos gobiernos (Alfonsín,
Menem, De la Rúa, Duhalde y los K), aunque con matices
entre sí, acabó con estas lacras. Ninguno la emprendió
contra el capitalismo ni tan siquiera recogió
consecuentemente el elemento emancipador y de unidad
latinoamericana que viene desde el fondo de la historia de
la región.
Es
que estas tareas sólo podrían expresarse contemporáneamente
de mano de los explotados y oprimidos y no por ningún político
patronal por más “democrático” o “progresista” que
se precie.
Los
medios hablan –a este respecto– también del Alfonsín
“fundador del Mercosur” como si éste fuera algo más
que una unión aduanera al servicio de las grandes
multinacionales de la región que ningún beneficio tangible
ha traído a los trabajadores.
Estos
límites de clase se expresaron tanto en la Semana Santa del
87 (con un Alfonsín que se negó a ir hasta el final con la
movilización de masas contra los carapintadas por el riesgo
de quiebra de las FFAA que podría haber implicado un
desborde popular), lo mismo que los K, que no han sido
capaces de ir hasta el final en su lucha contra la derecha
campestre de hoy.
Esto
tiene que ver con la lógica
de clase capitalista de todos estos gobiernos que les
impide resolver siquiera las tareas democráticas, económicas
y sociales más elementales colocadas por las lacras del país.
Es
que los partidos políticos del sistema están comprometidos
hasta los tuétanos con una clase capitalista que está
imbricada de manera inextricable con el capitalismo mundial
y con el lugar subordinado del país en el mercado mundial.
Cualquier paso mínimo que pudiera cuestionar esto es
rechazado, o sólo puede significar una suerte de
inconsecuente gatopardismo como fue el de Alfonsín en los
80 (en el terreno democrático) o ha sido el de los K hoy.
De ayer
a hoy
En
fin, la oda a Alfonsín también tiene que ver con las
actuales necesidades de los capitalistas. La “democracia” sería el régimen
“universal”, un límite infranqueable más allá del
cual no se podría pasar. Una democracia de los ricos que
sirve como “carcaza” para sostener –política e
institucionalmente– la vigencia de la explotación
capitalista en nuestro país.
Pero
en las condiciones de una cada vez más cierta nueva Gran
Depresión del capitalismo mundial, cuando se vive en el país
una división persistente entre los de arriba sobre el
trasfondo de un deterioro creciente de la situación económica
y social, cuando este deterioro ya está presionando hacia
la emergencia de un nuevo ciclo de luchas obreras, el panegírico
a Alfonsín sirve como para negar una verdad histórica que
hoy podría apuntar a emerger nuevamente: que
en la Argentina hubo toda una generación que luchó no
simplemente por la “democracia” sino por acabar con el
capitalismo en la perspectiva del socialismo. Esta
perspectiva podría comenzar nuevamente a colocarse en la
agenda cuando se está viviendo la más grave crisis de la
economía capitalista en décadas. De ahí que los
capitalistas hayan elegido la muerte de Alfonsín como para
curarse en salud, aprovechando las circunstancias para
seguir sacando a la “democracia” del fango en el que había
caído en el 2001…
[1]
Entre ellos está el destacadísimo caso del PST
(“Partido Socialista de Trabajadores”), organización
socialista revolucionaria antecesora del nuevo MAS que
reivindicamos críticamente y que tuvo más de 100 compañeros
desaparecidos.
[2]
En general se desconoce que bajo la dictadura militar no
dejó de haber huelgas obreras, algunas incluso de
importancia.
[3]
Nos referimos aquí al PS (Partido Socialista, una
formación de hecho burguesa, que tuvo como referentes a
completos reaccionarios como “norteamérico” Ghioldi)
que hoy tiene continuidad en un Binner.
[4]
Tenía cierta tradición de político burgués
antidictatorial.
[5]
La “Ley de Punto Final” colocaba un límite
administrativo máximo de dos meses para sustanciar
nuevas demandas –algo impracticable– a partir del
cual ya no se podrían hacer otras nuevas. La “Ley de
Obediencia Debida” quitaba responsabilidad a todos los
genocidas que no fueran miembros de la Junta Militar en
el supuesto que habían debido “acatar órdenes”…
[6]
El viejo MAS tuvo en aquella circunstancia –sin
menoscabo de su desbarranque oportunista posterior–
una ubicación general correcta frente a la crisis, como
única fuerza política que se mantuvo independiente de
la capitulación alfonsinista, retirándose
de Plaza de Mayo en repudio por el pacto de Alfonsín
–y de todas las demás fuerzas políticas patronales y
de la “izquierda”– con Rico.
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