Se
acabó todo otro tema de conversación. En la calle importa
poco y nada el fin del sainete Redrado, las maniobras
parlamentarias de oficialismo y oposición por el Fondo del
Bicentenario y las peleas entre Cobos y Carrió. Sólo se
habla de lo caro que está todo, la plata que no alcanza, la
carne que es un artículo de lujo, la papa que parece de
oro, y de que todo sube y sube. Volvió con todo la inflación,
aunque el INDEK, como de costumbre, no se dé por enterado y
diga que en enero fue del 1%.
El
malhumor cunde, y en consecuencia, para el kirchnerismo y la
oposición de derecha la tarea es lavarse las culpas. El
gobierno dice que todo es responsabilidad de los ganaderos
que acaparan animales para que suba el precio y especulan
con la escasez de oferta. Los ruralistas y sus comparsas de
derecha (y de izquierda) replican que todo lo que pasa es
culpa de la política “anticampo” del gobierno. Como
suele suceder, ambos dicen una pequeña parte de la verdad,
pero esquivan las razones fundamentales.
Las viejas taras industriales…
Un
fenómeno como la inflación admite varias causales, y hay
que empezar por distinguir de qué clase de inflación se
trata. Por ejemplo, el proceso inflacionario que se
desarrolló en 2004-2007 no tenía como centro los alimentos
sino los productos industriales, y obedecía, como señalamos
en su momento, a deficiencias
estructurales del “modelo K”. En ese período, a la
vez que se recuperaba la producción (a partir de la
reutilización de la capacidad industrial ociosa, no
esencialmente de nuevas inversiones), no había ningún
proceso genuino de expansión de la estructura productiva,
energética y de transportes. El panorama de la
industria era de rebote de una recesión brutal, sustitución
de importaciones con ramas protegidas gracias al nuevo tipo
de cambio (3 a 1) y algunos nichos exportadores con régimen
especial (automotores).
Con
el crecimiento de la demanda a partir de la reactivación
económica, la baja del desempleo y una moderada recuperación
real del salario (pero bien por debajo del aumento vertical
de la productividad), se hicieron sentir las tensiones ante
la limitada capacidad de la industria argentina de responder
a cinco años de crecimiento. Ya en 2007 esos crujidos de la
estructura productiva generaban a la vez inflación y serios
interrogantes sobre la “sustentabilidad” del crecimiento
sin un nuevo ciclo real de acumulación capitalista
(salvo la soja, que veremos aparte).
En
2008, la política metió la cola: desde el conflicto entre
los patrones rurales y el gobierno muchas variables económicas
(en primer lugar la inversión) están teñidas por la
actitud hostil de cada vez más amplios sectores de la
burguesía contra los Kirchner. Situación que pegó un
salto en 2009, antes y después de las elecciones, ya en el
contexto de la crisis mundial, aunque sus efectos sobre el
país y la región toda han sido hasta ahora bastante
mediados.
Por
supuesto, ninguno de los factores mencionados se ha resuelto
en absoluto, pero la presión inflacionaria en la industria
se ha atenuado con la desaceleración de 2009 (que el
gobierno atribuye astutamente a la crisis internacional,
aunque las razones “locales” pesen por lo menos tanto
como ella). Veamos entonces por dónde explota hoy la bomba
inflacionaria.
… y la nueva inflación de origen
agrario
El
rebrote actual tiene como protagonistas, indiscutiblemente,
a los alimentos, en primer lugar la carne vacuna. Se ha
meneado bastante como excusa la cuestión “estacional”
(en particular, la larga sequía en la región pampeana).
Sin duda que eso influye, del mismo modo que es innegable la
miserable conducta especulativa de comercializadores y
productores (que no tienen nada de ángeles y mucho de De
Angelis, el amigo de Vilma Ripoll promotor del lomo a 80
pesos). Pero hay razones más profundas, y no precisamente
el supuesto “odio de los Kirchner al campo”. Las cosas
son casi exactamente al revés, y no sólo por el evidente
acuerdo por abajo del gobierno con los ruralistas (ver
editorial).
En
el fondo, los Kirchner no sólo no
han tocado nada de la nueva estructura productiva y de
comercialización del campo, sino que han alentado
con todo el rasgo principal de transformación del agro
argentino desde los 90: la expansión
de la soja. En todo caso, el pecado que no les perdonan
los patrones es que, sin modificar en nada ese esquema, los
Kirchner hayan decidido que el Estado se quede primero con
el 27y luego con el 35% de ese jugoso negocio para pocos.
La
“sojización” del
campo en cifras es impresionante: la superficie sembrada
con soja pasó de 100.000 hectáreas en los 70 a 2,5
millones en los 80, de ahí a 6 millones en los 90, 10
millones en 2001… y se calculan 19
millones de hectáreas para 2010 (con cosecha récord
prevista en 51 millones de toneladas). Este año, la soja
batirá otro récord: ocupará nada menos que el
73% del total sembrado. Y esos millones de hectáreas no
se ganaron al desierto: desplazaron a otros cultivos (sobre todo cereales, pero no sólo
ellos) y también a tierras ganaderas. De ahí la declinación
estructural, no estacional, de la oferta de carne.
¿A
qué se debe esta suba vertical del cultivo de soja? Muy
simple: dólares. El
90% de la producción de soja se exporta, y a muy buenos
precios. Un campo de soja rinde muchos más dólares
en el comercio exterior que los
pesos que puede
redituar en el mercado
interno el cultivo de otros cereales, u hortalizas, o un
tambo, o cría de reses. De modo que una porción creciente
(y a un ritmo alarmante) del “campo argentino” se dedica
a producir alimentos… para los cerdos chinos, no para los
humanos de este país.
Ésta
es la consecuencia de un
esquema agrario orientado al comercio exterior y cada vez más
desentendido de las necesidades internas. Como señala
un analista, “lo que está sucediendo con la carne o con
el trigo (…) demuestra que la producción agropecuaria
librada a los mecanismos de mercado pone
en riesgo la soberanía alimentaria” del país (Matías
Rohmer, BAE, 17-2-10).
Es
justamente esta
estructura del campo la que los Kirchner no “odian”,
sino que alientan y usufructúan… cobrando un “canon”
del 35% para alimentar las arcas estatales, principio y fin
de los instrumentos kirchneristas y lo que los mantiene políticamente
con vida hasta 2011. En suma, el
“granero del mundo” tiene cada vez menos alimentos para
la población local. Y, conforme a la ley de la oferta y
la demanda –la única que rige, salvo que alguien tome en
serio los “controles” de Guillermo Moreno–, si
escasea la oferta de un artículo, sube de precio.
Frente a la inflación, defender el
salario
A
la oposición sojera le importan los productores
capitalistas, no los consumidores. Quieren dejar todo como
está, pero eliminando las retenciones. Es decir, que el
lomo siga a 80 pesos y que la población sufra alimentos carísimos,
pero que los Kirchner no reciban ni un centavo por eso. Y el
gobierno, como se ha visto, mientras no le toquen el ingreso
fiscal por las exportaciones de soja, se conforme con
ladrarle a los “especuladores”, lo que acaso le dé algún
voto pero no resuelve nada. Y ni siquiera toma medidas
reales contra los que efectivamente acaparan y especulan; es todo para la tribuna.
Por
supuesto, los
campestres hoy están de parabienes. Cuando Buzzi, de la
Federación Agraria, propuso interrumpir la comercialización
de carne, Apaolaza, de CARBAP (la entidad más poderosa de
Confederaciones Rurales) casi lo acuchilla: ¡si los
ganaderos de la Pampa Húmeda se están llenando de oro!
Los
trabajadores no se deben confundir. Ni el gobierno ni la
oposición de derecha van a hacer nada para frenar la
inflación. De hecho, su objetivo común (aunque difieran en
las formas) es disminuir
el poder de compra del salario. La inflación no es otra
cosa que un mecanismo
para arrebatar ingresos a los trabajadores en beneficio
de tal o cual sector capitalista (o del Estado).
Por
eso, no hay que prestar atención a las acusaciones cruzadas
entre políticos del régimen y empresarios: la única
garantía hoy de defensa del ingreso obrero es pelear
por aumento, por las condiciones de trabajo y por la escala
móvil de salarios con ajuste automático por inflación.