El
anuncio de una organización de estados latinoamericanos y
del Caribe con exclusión de EEUU y Canadá fue interpretado
por el "progresismo" regional como una nueva
prueba de los "aires de independencia" que renovarían
la región. Aunque no todos son fuegos de artificio, el
cambio más visible es que, en el marco de la crisis de
hegemonía yanqui y del ciclo político latinoamericano, se
postulan nuevos actores, pero la obra sigue siendo la misma.
La
cumbre de jefes de Estado de toda América (salvo Estados
Unidos, Canadá... y Honduras, cuyo presidente no fue
invitado) terminó con el solemne anuncio de la creación de
la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELC,
nombre provisorio), lo que deja a la entidad que cumplía
esa función, la Organización de Estados Americanos, en un
incómodo limbo. La Declaración de Cancún, firmada por
todos los presentes, propone como objetivos de la CELC
"profundizar la integración política, económica,
social y cultural de nuestra región", abogar por el
"multilateralismo" en las relaciones
internacionales y "pronunciarse sobre los grandes temas
y acontecimientos de la agenda global". Mientras que el
primer enunciado es una vaciedad, los otros dos ya tienen más
sustancia: son una afirmación de que la región va a jugar
en la política mundial con una agenda mínima consensuada
entre los países miembros... sin pedir permiso a Estados
Unidos. Los estatutos y el nombre definitivo quedarán para
la reunión de 2011 en Caracas.
En
verdad, semejante actuación "independiente" no
podría entenderse más que en el contexto del siglo XXI
cruzado por dos grandes procesos, relacionados pero de
evolución propia. Por un lado, la crisis de hegemonía de
EEUU, lo que incluye una creciente (aunque relativa) pérdida
de influencia y de control, tanto en relación con los demás
países imperialistas como respecto de los países
semicoloniales, y especialmente América Latina. Por el
otro, justamente, el ciclo de rebeliones populares en Sudamérica
y Centroamérica que, aunque evidentemente desigual, ha
parido gobiernos que, sin patear ningún tablero, se
proponen (y en buena medida logran) operar con mayores márgenes
propios respecto de una potencia neocolonial que ya no las
tiene todas consigo.
Sin
comprar las exageraciones progresistas, es cierto que las
políticas del Departamento de Estado y el Pentágono hallan
cada vez más difícil hacer pie en la región. Los rasgos
de "desobediencia" (que no debe confundirse con
rebeldía) se acentúan, y en los últimos meses han
aparecido dos serios motivos de fricción entre el Imperio y
su "patio trasero". Uno fue el golpe de Honduras.
Tras una posición inicial ambigua, el gobierno de Obama se
inclinó cada vez más para el lado de legitimar a los
golpistas y su régimen, mientras que la OEA, aunque no pasó
de las declaraciones, adoptaba una postura mucho más crítica.
La crisis del organismo se profundizó en la medida en que
desde su fundación (1948) había sido un dócil instrumento
del Departamento de Estado para arrastrar tras la política
del gobierno yanqui a los demás estados de la región. En
el período de la Guerra Fría esto fue particularmente
escandaloso: desde el golpe contra Jacobo Arbenz en
Guatemala (1954), la expulsión de Cuba (1962), la
intervención en la República Dominicana (1965) y casi todo
acto de injerencia política o militar de EEUU fue
sancionado por la OEA sin grandes contradicciones.
En
cambio, el golpe en Honduras de junio pasado mostró que la
voz cantante de la postura latinoamericana ya no era la
yanqui sino la brasileña, lo que luego se evidenció en que
Zelaya se refugió en la embajada de ese país en
Tegucigalpa durante toda la crisis. Otros cortocircuitos ya
venían apareciendo a propósito de las nuevas bases
militares yanquis en Colombia, pero un nuevo motivo de
disenso se mostró hace poco, con el terremoto en Haití.
Allí la autoridad militar más importante era la Misión de
las Naciones Unidas (MINUSTAH), encabezada por Brasil. Tras
el desastre en la isla, Estados Unidos, sin mayores escrúpulos
ni consultas, decidió reemplazar esa autoridad por la de
los marines y la IV Flota.
El
nuevo rol de Brasil
No
tiene nada de accidental que los roces hayan sido
encabezados por Brasil. Se trata del país más fuerte de la
región y el único que tiene veleidades de ocupar un rol
"subhegemónico", lo que ha llevado a algunos
analistas a sugerir su carácter de "país
subimperialista". No entraremos aquí en ese debate
(que desarrollamos en la revista SoB 23/24). Pero sí caben
señalar algunos elementos respecto del rol de Brasil en la
región. Por el tamaño de su economía y su peso geopolítico,
así como por la estabilidad de que goza (factor que
lo diferencia de casi todos los otros países de Latinoamérica),
su burguesía está en condiciones de proponerse como
"líder regional". No en oposición a Estados
Unidos ni mucho menos al orden internacional de hoy, en
el que el país del Norte sigue siendo dominante, que quede
claro. En todo caso, se plantea una relación de asociación
relativamente subordinada, pero en términos mucho menos
desiguales que en períodos anteriores de la historia hemisférica.
El otro
eventual candidato por volumen económico y población, México,
siempre vio disminuidas sus posibilidades de un juego más
propio por su cercanía física y dependencia económica de
su gigantesco vecino.
En
consecuencia, la Reunión de Cancún buscó pasar en
limpio una nueva realidad del orden hemisférico:
Latinoamérica no quiere y Estados Unidos no puede mantener
sin cambios los lazos de estrecha sumisión (al estilo
"relaciones carnales") que rigieron, con idas y
venidas, durante más de un siglo. Y el nuevo bloque
latinoamericano sin Estados Unidos encuentra su "líder
natural" en Brasil, cuya orientación de Realpolitik
se encarna en el "neoliberalismo con rostro
humano" de Lula. Como para demostrar hasta dónde llega
la retórica arrebatada, fue nada menos que el propio Hugo
Chávez el primero en candidatear a Lula para presidente del
nuevo organismo.
Lula
estaba infladísimo en su papel de "estadista
regional", y fue el bastonero de las principales
declaraciones políticas de la cumbre. Sobre Haití,
en una crítica apenas velada a la intervención yanqui,
instó a respaldar al presidente René Preval, porque
"todos están gobernando Haití menos el presidente
electo democráticamente". Y sobre Honduras, dejó
en claro que la no invitación a Porfirio Lobo fue un gesto
político: "No puedo aceptar que una junta de
militares" interrumpa la vida institucional, y defendió
la decisión de la OEA y del Grupo de Río de suspender a
ese país como "el acuerdo más justo y democrático".
Le respondió así a Oscar Arias, de Costa Rica, que en una
postura proyanqui más tradicional había lamentado la
ausencia de Honduras en la reunión. Otras resoluciones, con
amplio consenso, fueron el apoyo al reclamo argentino por
las Malvinas y el reclamo a Estados Unidos de que finalice
el bloqueo a Cuba. Justamente, Castro y Chávez fueron los más
entusiastas defensores de la CELC como herramienta de una
"integración latinoamericana" de lo más
vaporosa, que no cuesta nada afirmar y siempre queda bien.
Hablando
en plata, y según el analista uruguayo Raúl Zibechi,
"los dos aspectos centrales y los más concretos que
firmaron los presidentes son los apartados dedicados a energía
y a la integración en infraestructura"
("El bloque latinoamericano y caribeño", La
Jornada, 26-2). Se acordó impulsar los biocombustibles
e intensificar las obras de conectividad y transporte
multimodal.
Se
entiende perfectamente: Brasil es el primer productor
mundial de etanol, y en cuanto a la
"conectividad", el vecino país es el gran
impulsor de la IIRSA (Iniciativa para la Integración de la
Infraestructura Regional Sudamericana), conjunto de mega
obras propuestas por el Banco Mundial con el beneplácito y
la participación fundamental de corporaciones de Estados
Unidos, con multilatinas brasileñas como socias
privilegiadas.
Así,
la política exterior brasileña no da puntada sin hilo:
mientras se planta como "líder regional" capaz de
discutir (con el apoyo del conjunto de los gobiernos del
continente, desde Uribe a Raúl Castro) los aspectos más
irritantes de una hegemonía yanqui en crisis, afirma su
estrategia de más largo plazo. Que no es otra que instalar
a Brasil, bajo el ala del "multilateralismo", en la
misma gestión, con nuevos invitados, del actual orden
internacional capitalista y neoliberal.
Tras
los discursos de la "integración" y de la
"independencia" no hay la menor intención de
modificar de fondo la arquitectura internacional y regional
que condena a la dependencia y al atraso a Latinoamérica,
sino, en todo caso, de reinsertarse en esa realidad con
nuevos socios y bajo condiciones algo menos desfavorables.
Demasiado poco para lo que reclaman desde hace décadas los
trabajadores y los pueblos de nuestro continente.