Pasan las semanas y
la marcha de la inflación no sólo no se detiene sino que
se acelera. Ni la magia estadística del INDEK puede tapar
una situación que ya se vuelve angustiante para la economía
de los hogares. En el marco de las negociaciones paritarias
que están cerrando varios gremios, conviene profundizar en
las razones reales de este fenómeno, contra los argumentos
interesados del gobierno y la oposición de derecha.
El índice oficial reconoce que en los alimentos la
inflación fue mucho más alta que el índice general,
rondando el 8%. Este patrón se repite desde hace tiempo, y
la resultante es que las consecuencias de la suba de precios
son mucho más pesadas justamente en los sectores sociales
de ingresos más bajos. Como de costumbre, trabajadores y
sectores populares son los más castigados.
A medida que se recalienta la inflación, aparecen los gurúes
que reparten culpas. Aquí se destacan dos tipos de
explicación: la de los economistas neoliberales (cuyos
argumentos retoma la oposición de derecha) y la de los
funcionarios e intelectuales kirchneristas.
Para los neoliberales, naturalmente, la culpa la tienen los trabajadores que reclaman aumento, y también
el gobierno por “gastar demasiado”. Curiosamente, las
ganancias de los empresarios no se consideran un factor: es
sabido que para los economistas gusanos eso no se mira ni se
toca. En tanto, para el gobierno y sus defensores, las subas
de precios no son ni siquiera un proceso inflacionario, sino
meros “reacomodamientos”, según la ridícula expresión
del ministro Boudou. Pero cuando a pesar de todo tienen que
reconocer que hay algo parecido a la inflación, culpan a
los oligopolios perversos “formadores de precios”.
Veamos esos argumentos más de cerca.
La explicación burguesa “ortodoxa” más habitual de
la inflación relaciona el aumento de precios con la expansión de la base monetaria. En el fondo, toda la explicación
que dan de la inflación es puramente monetaria: si aumenta
el dinero circulante por encima de la producción, aumentan
los precios. Por eso, dicen, los aumentos de salarios son
inflacionarios, salvo cuando reflejan una mayor
productividad.
Aquí hay una falacia general y otra particular. La
general es que, como señalamos, en la “puja
distributiva” uno de los factores, la ganancia
empresaria, no se
considera sometido a discusión: la única variable es
el salario. La particular es que en los últimos meses no
hubo expansión sino, al revés, contracción real de la
base monetaria, de modo que es imposible explicar la inflación
por la emisión de pesos del Banco Central. Y por lo menos
desde 2006, el crecimiento del circulante ha estado por
debajo de la evolución del PBI.[i]
El otro argumento clásico, ya un poco más vinculado a la
marcha real de la economía, es el que vincula inflación
con oferta
insuficiente para una demanda creciente. Es decir, una
expansión de la producción que está por debajo de las
necesidades del consumo.
Como hemos señalado en estas páginas (SoB 170), el
“crecimiento récord” de los años dorados de la era K
no representó, en efecto, un proceso orgánico de expansión
de la inversión (esto es, de acumulación capitalista),
sino esencialmente un rebote de la depresión de 2002 usando
casi la misma capacidad instalada. Se trató de un fenómeno de patas cortas, con limitaciones
estructurales visibles desde hace al menos dos años,
que no están en vías de superarse.
Precios y monopolios en el capitalismo argentino
Aquí se encuentra el
elemento más general y profundo del actual proceso
inflacionario, cuyo mecanismo veremos más abajo. Algo que
el gobierno y sus voceros ocultan cuidadosamente, ya que
para el kirchnerismo la explicación se agota en la maldad
de los “especuladores”.
Por supuesto, la concentración y “cartelización” de
determinados sectores existe,
y las actitudes especulativas y semimonopólicas también.
Esto es particularmente visible en los alimentos. Según
datos de un estudio de 2008 Instituto de Estudios Históricos,
Económicos, Sociales e Internacionales, dos empresas
concentran el 63% de las ventas de aceite; otras dos, el 65%
de las ventas de leche; dos, el 89% del pan lactal; una sola
provee el 62% del pan industrial, y tres empresas abarcan la
mitad del mercado de pasta seca, entre otros rubros. Tres
grandes cadenas de supermercados concentran el 81% de las
ventas, y cuatro petroleras, el 73% de las ventas de
combustible.
Esta realidad pesa y sin duda facilita las operaciones de
“cartelización” de precios a favor de unos pocos
grupos. Pero centrar allí toda la explicación es un error,
y también lo sería creer que la inflación se resuelve
mandando a Guillermo Moreno a disciplinar con métodos
descorteses a las compañías con mal comportamiento. Eso
sería querer frenar un desborde de agua hirviendo tapando
la olla en vez de apagando el fuego. Hay cuestiones más de
fondo que tienen que ver con las
formas y el carácter del funcionamiento de la economía
capitalista argentina. No deben confundirse los aspectos
estructurales de la economía que alientan la inflación con
los elementos “estacionales”.
Los precios no aumentan por exceso de emisión, de modo
que la queja neoliberal por el “gasto público” es un
desatino. El problema es el de siempre: una
acumulación capitalista típicamente periférica y con
todas las taras del desarrollo desigual.
Por un lado, los sectores que más expanden su producción
son los orientados al mercado mundial, es decir, los
exportadores que se desentienden del mercado interno (como
confesó De Angeli al pedir “lomo a 80 pesos el kilo”).
Por el otro, los que producen para el mercado interno
aprovechan una estructura oligopólica y protegida para
garantizar sus ganancias sin
necesidad de correr la carrera de la expansión
(reproducción ampliada, en términos marxistas).
En los países centrales,
en condiciones de ciclos de crecimiento, la concentración
de la producción en pocas firmas no sólo no elimina sino
que presupone una competencia feroz, una verdadera guerra
por captar la demanda bajando costos de producción y
precios finales. En los países atrasados
como el nuestro, los mecanismos de competencia, compulsión
a la inversión y al progreso técnico y ampliación de la
producción (todos ellos tendientes a la baja de precios)
están distorsionados.
Así, cuando la demanda de consumo sube, el capitalismo
periférico argentino es incapaz
de responder con una adecuación
de la estructura productiva (y de la infraestructura
energética, de transportes, etc.). Todo eso requiere inversión
genuina, rubro al que la clase burguesa local se ha
mostrado históricamente reacia. Mejor, fugar los dólares al exterior… y recomponer
los márgenes de ganancia vía aumentos de precios. Lo
que el kirchnerismo no quiere ni puede entender es que esta
conducta “especuladora” y “antipatriótica” no se
basa en una maldad intrínseca de nuestros capitalistas,
sino en una configuración del capitalismo argentino que transforma en
perfectamente “racionales” prácticas que en otras
latitudes serían ruinosas.[ii]
Sólo en el marco señalado puede entenderse el factor de
“bloqueo de la oferta”. Por tomar dos sectores: la
refinación está hoy (y desde hace ya algún tiempo)
trabajando casi al límite de su capacidad instalada. Las
tres o cuatro compañías que dominan la producción, como
es sabido, hace rato se desentendieron de planes de inversión
importantes. Algo que no afecta en absoluto sus ganancias
(3.500 millones de pesos para YPF en 2009) pero sí los
niveles de reservas, de stock (ya hubo que importar) y, en
consecuencia, de precios. En alimentos, la utilización de
la capacidad instalada anda por el 74%, lo que indica que no
hay mucho margen. Una vez más, para los capitalistas
locales es más fácil “reacomodar los precios” que
decidir planes de inversión genuina que expandan la
capacidad productiva.
Las paritarias y el rol de la burocracia
El resultado de esta dinámica, como correctamente señala
García, es que “si
no aumentamos la inversión, el proceso de mejora en la
redistribución del ingreso tendrá
siempre un límite y generará tensiones
inflacionarias”. Digamos de paso que la eventual “mejora
en la distribución del ingreso” que impulsa el gobierno no toca la relación capitalistas-trabajadores: sería resultado de
la asignación universal por hijo, los planes Argentina
Trabaja y los aumentos a jubilados. Es decir, se busca
aumentar la capacidad de consumo global pero sin
ningún aumento del salario
real. Al revés: mientras
no se afecten las ganancias capitalistas (algo que los
Kirchner no se proponen), la limitada “redistribución del
ingreso” en favor de sectores populares se hará a
expensas del deterioro del salario real.
Para esta estrategia, el gobierno cuenta con un aliado
inestimable: la burocracia
sindical, que garantizará “racionalidad” en la
“puja distributiva” cuya instancia más inmediata son
las negociaciones paritarias.
Es lo que viene ocurriendo por lo menos desde
2008, si no desde antes: la “responsabilidad” de los
burócratas en las paritarias ha redundado en una baja
sostenida del poder de compra del salario frente a la
inflación. A pesar de todos los discursos y bravatas contra
las “empresas especuladoras”, la política del gobierno no
ha cuestionado en lo más mínimo los márgenes
de ganancia de los capitalistas, a la vez que su única
verdadera estrategia antiinflacionaria ha consistido en
limitar los reclamos salariales y reducir
el salario real.
Es decir, los Kirchner implementan una mitad de la agenda de los economistas neoliberales y la oposición
de derecha. La otra
mitad sería bajar el gasto público, enfriar el
crecimiento de la economía y pasar al ajuste fiscal en
regla. Es esa
mitad la que para el gobierno es innegociable,
porque implicaría el suicidio político.
Por eso, en las actuales negociaciones paritarias hay que
tener las cosas claras. Ningún capitalista va a ceder
graciosamente sus márgenes de ganancia como “contribución
patriótica” a la lucha contra la inflación. La mentirosa
prédica de que son siempre los trabajadores los que tienen
que hacer el sacrificio oculta que los capitalistas
consideran sagrados sus
ingresos.
En ciclos de crecimiento (como el rebote post 2002),
alguien puede creer en el espejismo de que las
dos partes pueden mejorar sus ingresos. Pero cuando la
crisis y la inflación aprietan, como ahora, se hace
evidente que la “puja distributiva” es una suma
cero: lo que unos ganan lo pierden los otros. Y en esa
pelea nadie afloja nada voluntariamente, salvo por temor a
perder todavía más. Claro que la burocracia usa siempre
ese argumento contra los obreros, para resignar salario a
cambio de “mantener la fuente de trabajo”, o ceder
condiciones de trabajo a cambio de un aumento salarial que
mañana se comerá la inflación. Sólo
mediante la lucha (o la amenaza de lucha) será posible
obligar a los capitalistas a ceder y se podrá intentar
defender el salario y las condiciones de trabajo.
[i]
Los cálculos sólo pueden ser aproximados dado lo
vidrioso de las cifras del INDEK. Pero un estudio de
Alfredo García, del Banco Credicoop, estima que la
distancia entre la base monetaria y el PBI aumentó a
favor de éste último a partir de 2009, lo que elimina
el factor monetario como generador de inflación. Y en
cuanto al primer bimestre de este año, las estadísticas
del BCRA indican que los pesos que emitió para comprar
dólares fueron casi 1.300 millones menos que los que
“absorbió” del circulante vía la colocación de
Letras (BAE, 14-3). Una política contractiva casi
“ortodoxa”…
[ii]
Se trata de un mecanismo
ya descripto en los 60 por Milcíades Peña, y que a
pesar de que ha transcurrido casi medio siglo no ha
perdido vigencia en lo esencial.