Es un
hecho que los festejos del Bicentenario fueron
multitudinarios. En nota aparte hacemos una reflexión al
respecto. Sin embargo aquí queremos hacer referencia a otro
aspecto: a la prácticamente ausencia de todo balance de lo
que se está festejando.
En la
medida que en estos 200 años la Argentina estuvo gobernada
por la burguesía, de lo que se trata cuando se aborda la
suerte del país en todo esos años, es del balance de la
propia burguesía que, más allá de todos sus matices, ha
venido estando al frente del gobierno del mismo.
Así
las cosas, detrás de la enumeración sin ton ni son de próceres,
figuras de la cultura, artistas y deportistas (todo suma a
la “argentinidad”), y también de los matices entre
oficialismo y oposición, lo que brilló por su ausencia
es un balance realista y descarnado del país que ha sabido
conseguir la burguesía argentina. Y no tiene nada de
raro: sus laureles no tienen nada de eternos, y su
trayectoria no está precisamente coronada de gloria. Más
bien lo contrario, como veremos.
Doscientos años de dependencia y fantasías impotentes
La
lista de mitos, exageraciones y directamente burradas es
interminable. Empezando por lo del “Bicentenario de la
Patria”. ¿De cuál? ¿La Argentina? Pero la República
Argentina nació en 1853. Cierto que ésta vino luego de la
Confederación rosista, que a su vez venía de las
Provincias Unidas del Río de la Plata. Pero suponer que
“el país”, este país, cumple 200 años es una ficción
antihistórica. El actual Estado argentino no puede ser
considerado la mera continuidad del Virreinato del Río de
la Plata (entidad que, por otra parte, tuvo sólo 34 años
de existencia). Suponer que se trata en esencia de la
misma unidad político-geográfica, sólo que fue
“perdiendo territorio” por el camino (primero la
independencia de Paraguay, después el Alto Perú, luego
Uruguay, etc.) es una puerilidad escolar.
¿”Primer
gobierno patrio”? Pero la expresión sugiere una voluntad
explícita de independencia de la corona española que
en realidad estaba lejos de haber cristalizado en 1810.
Incluso la bandera celeste y blanca, lejos del cuento de
hadas de Belgrano mirando el cielo, se origina en los
colores de los Borbones, justamente para exhibir lealtad a
la dinastía que gobernaba España. Si bien tales gestos no
eran muy sinceros, al menos muestran que las ínfulas de
separación no eran nada unánimes.
De
todas maneras, la mitología oficial sobre el “Movimiento
de Mayo” extraída de manuales de escuela primaria es el
menor de los problemas. Mucho más serio es el resultado al
que se llega tras ponderar con un mínimo de seriedad los
“logros” de la burguesía argentina. Al respecto, es
instructivo hacer una comparación con el primer
centenario de la Revolución de Mayo, celebrado con gran
pompa en Buenos Aires en 1910.
La
burguesía argentina rebosaba orgullo y confianza en su
“destino manifiesto”. La capital del país abandonaba su
fisonomía de “gran aldea” para levantarse a imagen y
semejanza de París. Dos de cada tres de sus habitantes eran
extranjeros y pobres, hacinados en conventillos, pero el
centro porteño (al que había que ingresar con levita y
ropa elegante) y los barrios ricos le daban el barniz de la
ciudad “más europea” y moderna de Latinoamérica. La
prosperidad de una economía orientada a las exportaciones
agrícolas bajo el ala protectora de Inglaterra le permitía
a la clase capitalista local soñar con ser una de las 10 ó
15 naciones más importantes del mundo. La ficción se
prolongó unos años (descubrimiento de petróleo, el primer
subterráneo del continente, inmigración incesante, sobre
todo de países europeos, etc.). Pero la realidad se impuso
con la crisis de 1929. Aunque la burguesía descubrió, tardíamente,
que después de todo algo de desarrollo industrial no era un
crimen, los lazos de dependencia se transformaron en
cadenas, con hitos como el colonial tratado Roca-Runciman.
Después
vino el peronismo. La historiografía y los políticos
liberales –con el coro de sus medios afines– se han
encargado de difundir la fábula de que la “demagogia
populista” truncó una oportunidad histórica para ser una
de las “potencias”. Del otro lado, los revisionistas
pintan la ensoñación simétricamente opuesta: el peronismo
habría marcado el inicio de la “liberación nacional y
social” enfrentándose a los “personeros de la
antipatria oligárquica”.
El
conflicto fue tan real como limitado, y aunque el país logró
mayores márgenes relativos de autonomía relativa (como
otros del continente y fuera de él donde se desarrollaron
movimientos parecidos), la sustitución de importaciones y
la ampliación de derechos sociales a franjas mayores de la
población no constituyeron un verdadero esquema de
desarrollo capitalista. La caída sin gloria ni resistencia
de Perón reafirmó un rumbo del que nunca se había
desviado demasiado. La industrialización raquítica (“pseudoindustrialización”,
la llamó Milcíades Peña), las rémoras del desarrollo
desigual y el reforzamiento de los lazos de dependencia política,
financiera, tecnológica y militar con EE.UU. dejaron a la
Argentina en el lugar de siempre: país periférico y
semicolonial. La dictadura militar se encargó de
remachar ese clavo, y ninguno de los gobiernos posteriores
se propuso sacarlo.
Progresismo regional, populismo posmoderno... ¿y el
proyecto?
El
nuevo siglo trajo también nuevos vientos para nuestro
continente, con una oleada de rebeliones en varios países
que dieron fin a la hegemonía de gobiernos salvajemente
antiobreros y proimperialistas y abrieron paso a otros
gobiernos “progresistas”, incluyendo los Kirchner. Estos
gobiernos, usufructuando las nuevas condiciones políticas
heredadas gracias al impulso del movimiento de masas, se
montaron sobre esos procesos también para controlarlos
y frenarlos. Mientras se dedicaban a destacar sus
diferencias con las gestiones neoliberales anteriores
(algunas reales, otras exageradas o inexistentes), todos
ellos hacían profesión de fe capitalista (salvo el
“socialismo” bolivariano, en los hechos indistinguible
del capitalismo de Estado).
Desde
Evo Morales a Cristina Kirchner, todos se encargaron de
dejar claro que las inversiones capitalistas, las buenas
relaciones con EE.UU. (mientras no fueran carnales) y la
disciplina laboral para la clase trabajadora eran
intocables. Lo único que reclaman, y a lo único que se
reduce su prédica, es que el Estado burgués
administrado por ellos tenga el margen político y económico
como para regular a los capitalistas más insaciables y nostálgicos
de los 90. Naturalmente, de ese mismo margen depende la
supervivencia de un proyecto político muy poco definido
(en ocasiones, improvisado) y de alcances históricamente
cortos.
Sin
duda, unas pretensiones tan módicas alcanzan para buena
parte del “progresismo” intelectual latinoamericano, que
hace rato abandonó todo horizonte de transformación
social revolucionaria. Más todavía cuando del lado de la
oposición de derecha, como señala cáusticamente Alejandro
Horowicz “la política no es más que la continuación de
los negocios por otros medios, y los programas políticos
son escritos por profesionales del marketing” (BAE, 23-5).
Lo que no era el caso de los propios partidos o
movimientos burgueses del siglo XX.
Una vez
más, lo que resulta suficiente para los escribas
oficialistas no alcanza ni de lejos para siquiera empezar
a cumplir las tareas postergadas e inconclusas de las
naciones latinoamericanas. En verdad, cada una de
esas tareas democráticas, antiimperialistas,
anticapitalistas y socialistas se transforma, en manos de
los “progres” del continente, en una caricatura casi
vacía de contenido. Veamos algunos puntos.
Primero:
el fin de la dependencia financiera y económica de los
centros imperialistas, tarea sin la cual es imposible
pensar en un destino propio nacional o latinoamericano, pasa
a ser reemplazado por los pagos “cash” al FMI y el
“retorno a los mercados internacionales” pagando deuda
con reservas del Banco Central. Lo irónico del caso es que
esa voluntad de renovación de los lazos de dependencia se
exhibe, en la mitología kirchnerista, como un combate épico
contra los neolioberales. Los teóricos populistas, aunque
no tenían ningún sector social tangible de qué agarrarse,
al menos decían que había que romper con el imperialismo.
El kirchnerismo no tiene nada de antiimperialismo; sólo
aspira a tener una relación “no carnal” con los centros
de poder mundial. Que eso le baste a los populistas de hoy
es una medida de la degradación de esa corriente –que
nunca fue muy consecuenteen lo teórico, y mucho menos en lo
político– en la más burda Realpolitik.
Segundo:
la necesidad de la integración económica y política de
las repúblicas de América Latina –sin la cual no serán
más que un racimo de paisuchos impotentes– no pasa de ser
una mención en discursos de ocasión y en entidades
fantasmagóricas como la Unasur. No hablemos ya de que no
hay verdadera unión latinoamericana sin proyecto de Estados
Unidos Socialistas de América Latina. Las burguesías de la
región, y la argentina como caso paradigmático, no son
capaces siquiera de mejorar un miserable esquema de unión
aduanera estilo Mercosur sin que eso no termine en
conflictos comerciales recurrentes, que se resuelven a gusto
y conveniencia de la nación más fuerte del área.
Tercero:
uno de los males sociales endémicos de América Latina es
la extendida pobreza de buena parte de sus habitantes y
la espantosamente desigual distribución de la riqueza,
que la hacen uno de los continentes de mayor contraste
social del mundo. Los Kirchner, también aquí, se llenan la
boca con sus “logros” como la Asignación Universal por
Hijo y la baja de la indigencia que ésta conlleva. Pero el
valor de esas cifras sólo se sostiene en comparación con
los peores índices de la historia argentina, los del
cambio de siglo. En casi cualquier otro contexto histórico
(como los años de Alfonsín o los del tercer gobierno de
Perón), las cifras de pobreza de hoy serían escandalosas.
Lo propio vale para el gran candidato regional a “nueva
potencia del siglo XXI”, Brasil, y el supuesto “gran
estadista latinoamericano”, Lula. Por fuera de los
resultados del plan Bolsa Familia, la supuesta nueva
potencia es incapaz de asegurar a la inmensa mayoría de su
población un ingreso que vaya mucho más allá de la mera
subsistencia. ¿Qué se puede decir de proyectos políticos
“progresistas e inclusivos” cuyos pilares son pobreza
y desempleo estructurales de como mínimo un tercio de
su población?
Cuarto:
en el fondo, el mayor fracaso de la burguesía argentina
(como de toda la región, y a diferencia de las burguesías
de los países centrales) ha sido su incapacidad de
encabezar un proceso de desarrollo capitalista moderno
real. Naturalmente, semejante tarea no era posible más
que a condición de enfrentar la traba estructural que
supone su integración en un lugar subordinado del sistema
imperialista de naciones (lo que, a su vez, plantea
ineludiblemente tareas de orden anticapitalista y
socialista, como señalaran Trotsky y Milcíades Peña).
Ambas cuestiones se encaran juntas o no se resuelven.
Pues bien, ese fracaso palmario del siglo XX no da la menor
señal de cambiar en el XXI. Argentina (y los demás) siguen
siendo países atrasados con islotes de desarrollo en
algunas áreas competitivas en el mercado mundial. Pero
justamente esas islas que pueden integrarse a la economía
globalizada son las atadas a las viejas “ventajas
comparativas” naturales y los productos agrícolas. Así,
hoy los vínculos de la Argentina con el mercado mundial
dependen de los granos y oleaginosas tanto o más que en la
época del “modelo agroexportador” (¡fines del siglo
XIX!). Tampoco aquí es la excepción, sino la regla: hasta
el “poderoso” Brasil sufre la primarización de sus
exportaciones.
En
cualquier dirección que miremos, el panorama es el mismo:
las grandes tareas históricas pendientes de la
Argentina, algunas de las cuales fueron señaladas por los
propios intelectuales populistas, no se han cumplido.
Peor aún: los sucesores actuales del viejo nacionalismo
populista, los Kirchner, junto con su séquito de
intelectuales que se conforman con poco, bastardean
esas banderas, incluso en su versión burguesa populista.
Con liviandad casi posmoderna, remiten al discurso de
esas tareas sin plantar ninguna base sólida o duradera
para su consumación efectiva. Y el colmo es que intentan
recrear una “épica política” que, cuando se la ve de
cerca, se limita al viejo recurso de apelar a la
comparación con lo más retrógrado social y políticamente,
tanto como para que su chatura de objetivos no quede tan en
evidencia.
En el
país de los ciegos, el tuerto es rey; a eso se reduce la
propaganda oficial. Pero los trabajadores y los pueblos de
Argentina y Latinoamérica necesitarán de los dos ojos si
es que quieren mirar y transitar un camino que se aleje de
verdad del pasado y del presente de atraso y dependencia. La
burguesía manejó durante dos siglos el destino del país y
la región. El veredicto de la historia es inapelable: si
no se lo arrancamos de las manos, podemos llegar al
Tricentenario como hoy.