En
una reciente charla organizada por los compañeros del PST
–integrantes de nuestra corriente SoB– en la Universidad
de Costa Rica (UCR) acerca del balance de las experiencias
“socialistas” del siglo XX, surgieron un conjunto de
ricos interrogantes. Éstos se concentraron en la dinámica
de la transición socialista a posteriori de la toma del
poder por parte de la clase obrera.
Producto
de la misma realizamos el siguiente artículo concentrándonos
en una somera revisión crítica de los debates llevados
adelante en los años 20 en la ex URSS (y también en las
enseñanzas dejadas por los límites de la experiencia
anticapitalista pero no socialista de la China del 49).
Bujarin, Preobrajensky y Trotsky
En
la década del 20 del siglo pasado se procesó en la ex URSS
un debate apasionante acerca de las vías de la transición
socialista luego de la revolución. Al compás de
circunstancias económicas cambiantes y del aislamiento en
el que quedó la república bolchevique luego del fracaso de
la revolución europea, una polémica y durísima lucha política
se fue abriendo paso acerca de la orientación para impulsar
hacia adelante la transición económica en el contexto de
las constricciones que imponía el encierro económico y político
de la ex URSS.
El
oficialismo burocrático encarnado por Stalin y Bujarin,
impulsaba una orientación de enriquecimiento campesino y
lenta industrialización hasta que a finales de la década,
el frente único entre los dos se rompe, y el primero –en
un giro político brutal– impone la orientación de
colectivización agraria e industrialización a ritmos
forzosos.
Por
su parte, la oposición de izquierda encabezada por Trotsky,
alertaba que sin una rápida industrialización y
planificación económica, los campesinos terminarían
dejando las ciudades sin alimentos y presionando cada vez más
por vincularse con el mercado mundial. Esta posición se vio
verificada –a la postre– por el curso de los
acontecimientos, lo que no llevó a Trotsky a capitularle a
Stalin señalando que la “manera” y “quién” estaba
llevando adelante este giro podría terminar socavando las
bases mismas del Estado obrero. Se generó así un debate
estratégico acerca de
cuál
debía ser la orientación general para hacer avanzar la
transición en un sentido socialista.
A
comienzos del siglo XXI volver sobre esta discusión no deja
de tener importancia.
Los postulados generales del debate llevado adelante en esos
años ha dejado un
manantial de enseñanzas “universales” que, sin embargo,
desde hace décadas que no se vuelve a revisar de manera
sistemática.
Su
importancia estriba en que lo que se terminó colocando
sobre la mesa es
la
comprensión de la “mecánica” misma del proceso de
transición socialista, sus condiciones más
“universales”.
Lo
que nos interesa aquí es subrayar los clivajes
teóricos más generales, encarándolos desde una óptica
en cierto modo original, dar cuenta no solamente de las
“inercias” teóricas de la fracción burocrática, sino,
sobre todo, de las limitaciones del enfoque del propio Eugen
Preobrajensky (eminente economista de la Oposición de
izquierda), las que se vieron puestas sobre la palestra
–en tiempo real– cuando éste termina capitulando ante
el giro “izquierdista” de Stalin a finales de los años
20. Postulamos un
intento de superación dialéctica de su enfoque.
Haremos
esto tomando como punto de partida los señalamientos
dejados por el propio León Trotsky (pero no desarrollados in
extenso) a comienzos de los años 30 acerca de
la necesaria imbricación –en el proceso de la transición–
entre plan, mercado y democracia obrera.
Como se podrá observar, los mismos configuran una
superación crítica del punto de vista estrictamente
“económico” de Preobrajensky, el que fue explícitamente
criticado -en tiempo real- por el propio Trotsky: “El
análisis de nuestra economía desde el punto de vista de la
interacción (tanto en sus conflictos como en sus armonías)
entre la ley del valor y la ley de la acumulación
socialista es en principio un enfoque extremadamente
provechoso; más precisamente, el único correcto (...) Pero
ahora hay un peligro
creciente
de
que este enfoque metodológico sea convertido en una
perspectiva económica acabada que prevea el ‘desarrollo
del socialismo en un solo país’. Hay motivos para
esperar, y temer, que los seguidores de esta filosofía,
que se han basado hasta ahora en una cita mal entendida de
Lenin, van a tratar de adaptar el análisis de Preobrajensky
convirtiendo un
enfoque metodológico en una
generalización para un proceso
casi
autónomo”[3].
Ley del
valor, fuerza de trabajo, proteccionismo y acumulación socialista
Lo
primero a señalar es que lo que está aquí en juego es cuál
es, cuál debe ser a la luz de la experiencia práctica del
siglo XX, la
verdadera mecánica de la transición socialista. Aquí
se pone en juego un problema que no pocas consecuencias ha
tenido entre las filas de los marxistas revolucionarios:
el
tener una mirada esquemática de la transición socialista
como si fuera un proceso regido por “puras leyes económicas”
que podrían operar mecánicamente por encima de las clases
y las fracciones de clase llevando a uno y sólo un
resultado posible: el socialismo.
Existe
un nudo teórico en este debate, tiene que ver con la relación
entre los tres elementos que necesariamente “regulan” la economía en la
transición: el
mercado, la planificación y la democracia de los
trabajadores. En primer lugar, la discusión acerca del
mercado quedó planteada correctamente en “La Nueva Economía” de E. Preobrajensky: tenía que ver con la continuidad, o no, de las imposiciones de la ley
del valor en la transición.
Bien,
la cuestión siempre se ha expresado bajo la forma de una
ardua polémica dentro de las filas de las corrientes
revolucionarias socialistas. Desde nuestra corriente siempre
hemos sostenido que la ley del valor inevitablemente
se mantiene en las economías de transición, y que
oscurecer este hecho flaco favor la hace al proceso mismo de
la socialización de la producción.
Esto
se debe a varias razones. La principal tiene que ver con la
subsistencia del mercado mundial y con el hecho que al
realizarse la mayoría de las revoluciones anticapitalistas
del siglo pasado en países atrasados, inevitablemente su “racionalización económica” no podía prescindir de la medida
del valor, la medición de la riqueza por el tiempo de
trabajo medio empleado en producirla.
Por
esto mismo, no es casual que el mismo Trotsky haya insistido
una y otra vez en que como correlato de la necesaria
subsistencia de la ley del valor, la moneda estable es una forma inevitable de racionalización económica.
No hay otra manera de medir, objetivamente,
la productividad económica del Estado obrero. Es para ello
que hace falta el señalado patrón objetivo y común,
una moneda estable es la medida de la productividad del
trabajo.
Amén
del elemento anterior, hay otro que en general no ha sido
tomando en consideración, el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo, incluso
después de la expropiación de los capitalistas. Porque
en los países donde fue expropiado el capitalismo, en todos
los casos, sea la Revolución Rusa del 17 o la China del 49,
la fuerza de trabajo
mantuvo, invariablemente, el carácter de mercancía
intercambiable por un salario. Si el principal “factor
de la producción” siguió siendo una mercancía… no
hay cómo suponer que la ley del valor no siguiera rigiendo
–al menos hasta cierto punto– en la economía de
transición. Oscurecer esto implica negar
las imposiciones que la misma sigue implicando respecto del
carácter todavía –por así decirlo– no “emancipado
del todo” de la fuerza de trabajo y la problemática de la
generación y administración del trabajo no pagado.
Al
respecto, y como digresión, digamos que en la transición
sigue subsistiendo, inevitablemente, un principio de explotación del trabajo: “la autoexploración”
o “explotación mutua”. Este es un tributo colectivo y
conciente de la clase obrera para las generaciones
posteriores. Pero si esta autoexploración no significa que
la acumulación esté al servicio del progreso general de la
clase obrera sino de una burocracia que se encarama por
encima de ella, esta autoexplotación se transforma en lo
opuesto, una nueva forma –no orgánica– de explotación unilateral al
servicio de la burocracia que es la que se queda con la
parte del león de la acumulación. Veamos un ejemplo de
la China del 49: “[No se puede dejar de ver] el problemático
papel del Estado, que nunca es neutral, y menos aún cuando
la burocracia del aparato estatal no está sometida a ningún
tipo de control. En China, desde los años cincuenta, la
burocracia ha secuestrado en los hechos el Estado, y lo usa
como maquinaria para apropiarse del excedente social”.
Retornando
sobre nuestro argumento, señalemos que cuando hablamos de
ley del valor en la transición, inevitablemente
debemos hablar de los alcances pero también de los límites
del imperio de la misma. Porque si el Estado obrero
dejara regir plenamente la ley del mercado está claro que
lo que ocurriría es el retorno al capitalismo y no la
acumulación socialista.
Por el contrario, y contra esta tendencia al enriquecimiento
pequeño-burgués, lo que debe hacerse para promover la
acumulación socialista en manos del Estado proletario es
precisamente violar este imperio de la ley del valor.
Desde
el Estado obrero debe haber –y no puede dejar de
“haberlas”–, “infracciones” necesarias e
inevitables al imperio del valor,
hay
que infligirla, claro que no al precio de la caída en la
“irracionalidad económica”, so pena de que no haya
acumulación socialista.
¿A
qué nos referimos con esto? Al hecho inevitable que la
acumulación –una vez expropiados los capitalistas, pero
en el contexto de la subsistencia del mercado capitalista
mundial– deberá hacerse en toda una serie de ramas y
dominios económicos en los que seguramente la economía del
país postrevolucionario del que se trate no debería poner en pie si se atuviera a los criterios promedios de
productividad del mercado mundial.
Y,
sin embargo, a la “espera” de la extensión
“universal” de la revolución, el
hecho es que se debe poner en pie todo el mecanismo de la
economía so pena la “inanición” del Estado obrero,
todo un sistema de ramas de la economía. Más aún teniendo
en cuenta el seguro aislamiento a la que será sometida la
revolución (por lo menos en un primer momento).
En
esas condiciones, esta infracción de la ley del mercado es una
obligación de principios de la transición que tiene
que ver con los necesarios mecanismos de “proteccionismo socialista” de la
economía. Es que si se permitiera el libre comercio con
el mercado internacional a “valores” los campesinos (o
productores capitalistas agrarios, o cualquier productor
todavía “privado” de mercancías subsistente), inevitablemente preferiría exportar su producción.
Esto
por dos razones: con toda seguridad, estos productores
privados (sobre todo los agrarios) obtendrían mayores
precios en el mercado internacional que los fijados
internamente por el Estado; podrían comprar con divisas o
moneda dura mejores mercancías –de mejor calidad y menor
precio– que en el mercado interno.
Es
decir, es obvio que cuando el Estado proletario fija los
precios a la producción agraria y obliga a los productores
del campo a comprar productos de la industria más atrasada
del país que del exterior, hasta
cierto punto está “explotando” a estos productores
agrarios entregándoles menos valor a cambio de más valor,
hecho que sirve a la acumulación socialista como
correctamente –a este respecto, también– subrayara
Preobrajensky.
Es
así que la ley del valor subsiste, debe en cierto modo
subsistir para racionalizar la economía y, a la vez, desde
ser
necesariamente
infringida en el proceso de la transición para lograr que
la acumulación socialista vaya para adelante.
La
planificación socialista como principio de racionalidad
Establecida
la problemática de la ley del valor, está la problemática
de la planificación. Es aquí donde se observan los
costados más defectuosos del pensamiento
“preobrajenskiano” (y que los “trotskistas” de la
segunda posguerra tomaron al pie de la letra).
Es
que con la justa preocupación de impulsar la
industrialización en manos del Estado obrero hacia
adelante, Preobrajensky llegó a caracterizar
unilateralmente a la planificación como
una suerte de “ley” natural (“Ley” con mayúscula
en todo el sentido de la palabra).
En
realidad, fue bajo la dirección política de Trotsky que la
Oposición de izquierda levantó la necesidad de
industrializar el país y planificar sistemáticamente su
economía. Pero el concepto de “ley del plan” o “ley
de la acumulación socialista” fue más producto del
economista señalado, cuestión que fue visualizada por el
mismo Trotsky –como ya hemos señalado arriba– al
denunciar el peligro de que esta misma “ley” pudiera
ser interpretada como un proceso casi autónomo del sujeto
social y político que está al comando de la transición.
Profundicemos
un poco en este tópico. A nuestro modo de ver, esta idea de
“ley de la planificación” se la puede asumir en dos
sentidos diferentes. Por un lado, partiendo correctamente
del hecho obvio que si la asignación de recursos ya no se
hace por la vía de la anarquía del mercado (no se hace ya
centralmente sobre la base de productores privados porque
los capitalistas han sido expropiados) una planificación de
los “factores” económicos se debe necesariamente
imponer para llevar adelante la organización económica como un todo.
Pero
lo que nos preocupa aquí es la utilización de esta idea de
“ley” en otro sentido: si lo que se entiende por “ley” es una que se debe imponer en el
sentido socialista del término, de una acumulación al
servicio de la clase obrera, la acepción de “ley” es
cuestionable porque parecería que la misma se pudiera
imponer cual ley de la naturaleza independientemente del
sujeto que esté al frente de la dirección de la economía.
Repetimos
por si no quedó claro, si se cree que esta “ley” se
impondría espontáneamente cual ley de la gravedad que haga
avanzar la acumulación en un sentido obrero y socialista…
la idea está toda
mal, porque la experiencia histórica ha demostrado que los
procesos económicos-políticos-sociales de la transición
no avanzan en el sentido socialista si la clase obrera no
está al frente verdaderamente del Estado.
Esta
idea -que la transición socialista avanzaría “espontáneamente”–
ha dado lugar a equívocas derivas objetivistas
en el sentido de creer que se
trataría de una “ley” que se impondría por sí sola,
independientemente de los sujetos, de “quién” y “cómo”
planifique. Esto último es completamente falso.
Cuando
se habla de la “ley del plan”, sobre todo en las etapas
iniciales de la transición, se está más frente a
un “principio de planificación” que a una verdadera
“ley”.
Es
decir, no hay cómo –en la transición– la planificación
se imponga con la regularidad de una ley espontánea, tal
cual se impone el valor, cuando se la libera de trabas en el
capitalismo (revolución
burguesa mediante).
Esto
se debe a varias razones: entre
ellas, que el plan debe ir, conscientemente, contra
determinaciones que libradas al solo imperio de lo
“natural”, irían para la ruptura del monopolio del
comercio exterior y a una “racionalidad económica” según
los precios del mercado.
Pero,
además, hay otro problema, “quién”
y “cómo” planifique no es un problema menor. Es
decir, es un craso error creer que la planificación se podría
imponer –en toda su “racionalidad”– por sí sola. La
planificación es hasta cierto punto una
intervención de la política –y de las valoraciones– en
la economía. Contra lo que muchos “trotskistas”
suponen, la planificación no tiene –no puede tener– una
racionalidad per se,
“quién”, “cómo”
y “para qué” planifica es fundamental. Como decía
Pierre Naville, la racionalidad de la planificación, su
superioridad respecto de la anarquía del mercado, no se
puede afirmar mecánicamente, depende
de sus fines. ¡Y
sus fines dependen de al servicio de qué clases y
fracciones de clase está la planificación misma!
También
la anarquía del mercado capitalista tiene su racionalidad, sin
algún tipo de racionalidad los sistemas sociales se vendrían
abajo. Lo que pasa es que su racionalidad es una al
servicio de la acumulación capitalista (incluso en
detrimento del desarrollo de las fuerzas productivas). Pero
el desarrollo de las fuerzas productivas en la transición
socialista, la acumulación socialista, para que sirvan
realmente a la clase obrera, no se podría imponer
espontáneamente,
eso ha sido demostrado por toda la experiencia del siglo XX.
En
definitiva, creer que la planificación podría tener una
“racionalidad per se” podía ser algo comprensible en las primeras décadas del
siglo pasado. Pero viendo toda la experiencia de conjunto,
no deja de ser un comportamiento necio,
un error de craso objetivismo
que pierde de vista el hecho que para que la acumulación
económica sirva a la clase obrera debe estar en sus propias
manos y
no de una
burocracia que como capa social ajena a la misma buscará,
sobre todo, resolver su propia cuestión social.
Propiedad, posesión y estado proletario
Hay
todavía un tercer problema. Se trata de que las relaciones
entre economía y política en la transición se
encuentran modificadas respecto del “tipo ideal” del
capitalismo de libre mercado. En el tipo ideal
capitalista, economía y política están separados
estrictamente. Pero esto se trastoca en la transición,
necesariamente ambas instancias se vuelven a “fusionar”,
con la economía “estatizada” el Estado se transforma en
el organizador económico.
Aquí
llegamos al problema de la democracia obrera, necesariamente
se debe pasar al nivel del carácter del Estado, del carácter
real del poder, la
dictadura del proletariado.
Porque
si la planificación no tiene una racionalidad per
se, si todo depende de quién y cómo planifica, es
evidente que esto no podría quedar en el mero nivel “económico”,
depende de
definiciones políticas y de políticas económicas más
estratégicas. Y esto se desprende, inevitablemente, del
carácter del poder;
más aún cuando nos encontramos en una situación donde la
economía, los medios de producción, han sido estatizados,
en ese caso, de quién “es” realmente el Estado, es fundamental.
Esto
rompe, necesariamente, con la igualación mecánica habitual
–en las filas del “trotskismo”– entre propiedad
estatal y propiedad de la clase obrera (o socialización).
Por varias razones.
Una,
que la propiedad solamente es tan absoluta
en el caso de la propiedad privada capitalista. Pero cuando
se proclama la “propiedad del pueblo entero” y cuando
dentro de tal “pueblo entero” hay, necesariamente, tan
diversas clases y fracciones de clase, hay
que especificar de qué “pueblo” se está hablando…
Porque,
además, en los demás regímenes sociales que en la
historia ha habido, la propiedad siempre
enmascaró distintas posiciones reales, distintos grados
de apropiación real de las cosas.
Es decir, además del concepto de propiedad, está el de posesión efectiva. Si se declara que la clase obrera es propietaria
de un bien pero ese bien nunca está en sus
manos realmente –léase los medios de producción–,
evidentemente la clase obrera muy propietaria de los medios
de producción no se va a sentir. Un viejo dicho en los países
del Este europeo era muy ilustrativo al respecto, “la
propiedad que se declara de todos… no es de nadie… y se
la apropia el más vivo”.
Al
respecto, es interesante un reciente señalamiento respecto
del caso de China del 49, “[Muchas veces se pierde de
vista que en las sociedades no capitalistas] las leyes y
regulaciones escritas
no son necesariamente vinculantes en la práctica. Desde
los años cincuenta, la burocracia china gobierna usando un
conjunto de reglas ocultas y no escritas (…). El
objetivo de las reglas ocultas es obvio: están
al servicio de [los intereses] ocultos de la burocracia,
esto es, del enriquecimiento de ésta”.
Pero,
además, en la definición de la propiedad como “social”
hay una evidente contradicción ya marcada por Pierre
Naville: el hecho que
siempre que se declara una propiedad es en relación a no
propietarios. Efectivamente, la propiedad estatizada al
principio se afirma contra los capitalistas expropiados.
Pero con el devenir de la transición, la propiedad misma se
debe reabsorber en la
socialización efectiva de la producción –esto es, la
gestión colectiva de los medios de producción por parte de
la clase obrera autoorganizada– so pena de que la propiedad se termine afirmando –como ocurrió en los
hechos– contra la masa de los trabajadores.
Así
las cosas, la propiedad estatizada debe remitir, más
concretamente, a la posesión efectiva de los medios de producción por parte de los
trabajadores –superación de la división entre
trabajo vivo y trabajo muerto de manera efectiva–
y la disolución de
toda la propiedad por la vía de la socialización del
trabajo.
Porque,
a la vez, son estas mismas relaciones las únicas que pueden
permitir una planificación económica al servicio de la
clase obrera y un carácter efectivamente obrero del Estado en
la medida que la expropiación de los medios de producción
sea puesta realmente al servicio, gestión y control
efectivo por parte de la propia clase obrera.
Es
decir, la democracia obrera, una auténtica dictadura del
proletariado, el ejercicio del poder de manera efectiva por
parte del proletariado, es
el tercer factor para poner la acumulación al servicio de
las necesidades de la masa de los explotados y oprimidos.
El poder en manos de la clase obrera
En
síntesis, ¿qué tenemos luego de la valoración de estos
tres aspectos señalados? Lo que tenemos es que, en la
transición, la
interrelación de los factores económicos y políticos,
objetivos y subjetivos, está necesariamente imbricada,
profundamente interrelacionada.
Nuestra
posición es una crítica a los abordajes puramente
“economicistas” de la transición que creen que la
economía de la transición socialista se puede definir por
el solo factor de la estatización de la propiedad privada.
Toda
la experiencia del siglo pasado ha demostrado que esto no es
así, no alcanza con
que la propiedad capitalista haya sido expropiada –condición
absolutamente necesaria pero no suficiente– para que
estemos en una sociedad y economía realmente de transición.
Hace falta que el poder político pase efectivamente a manos
de los trabajadores, que se ponga en pie una verdadera
dictadura del proletariado.
Porque
si como hemos tratado de demostrar más arriba, la transición
está pautada por la inextricable relación de los tres
elementos señalados, para dónde vaya esa transición
realmente depende no
solamente del contexto económico de la misma, sino de la
naturaleza del poder político del Estado.
En
síntesis, no alcanza para definir una economía de transición
socialista con que la propiedad sea de “la clase
obrera”… “aunque esté –pequeño “detalle”– en
manos de la burocracia” tal cual dijo el “trotskismo”
en la segunda posguerra, la propiedad y la posesión de los medios de producción, el poder político
y la capacidad efectiva de planificación, deben estar en
manos de los trabajadores para que la transición camine en
sentido socialista,
esta es una de las principales lecciones que la experiencia
del siglo XX ha legado para las revoluciones socialistas del
XXI.
[1]
A nuestro modo de ver, este giro del estalinismo, amén
de destruir las fuerzas productivas en el campo por
varias décadas, comienza
a sentar los pilares para la transformación del
“Estado obrero con deformaciones burocráticas” en
“Estado burocrático con restos proletarios y
comunistas” como lo definiera –en tiempo real–
Christian Rakovsky.
[2]
A este respecto, repetimos aquí nuestra crítica al
compañero Claudio Katz que en un trabajo sobre esta
materia llega a plantear, equívocamente,
que los enfoques de Bujarin, Preobrajensky y Trotsky serían simplemente
complementarios…
[3]
León
Trotsky: “Notas
sobre cuestiones económicas” (1926).
[5]
La anterior era la consecuencia inevitable de la
orientación oportunista de Nicolai Bujarin acerca del
enriquecimiento ilimitado de los campesinos
propietarios.
[6]
Violarla hasta cierto punto en el sentido de impulsar la
producción en ramas económicas que inevitablemente
tendrán menos productividad que las del mercado mundial
capitalista, esto como condición para poner en pie el
mecanismo de la economía de transición. Hasta cierto
punto decimos, porque esto no quiere decir el quedarse
sin medida objetiva de la riqueza o pretender,
voluntaristamente, que la medida de la producción sobre
la base de las horas de trabajo
podría
ser desechada administrativamente…
[7]
Este análisis es seguido por los compañeros del PSTU
del Brasil, el PO (burdamente economicista) o el PTS de
la Argentina que llega a hablar de una “racionalidad per
se” de la planificación. A decir verdad, veinte años
atrás Nahuel Moreno estaba por delante de estos análisis
cuando en una escuela de cuadros del Viejo MAS demostraba
palmariamente la irracionalidad completa de la
planificación en manos de la burocracia.
[8]
En el transcurso del debate de los años 20 Nicolai
Bujarin llegó a hablar de este “principio de la
planificación” pero en su caso era para un objetivo
contrario al que estamos criticando acá: para quitarle
toda entidad real, toda “necesidad”, lo que también
es falso porque
justamente uno de los contenidos centrales de la
planificación es justamente romper la racionalización
económica sobre la base de los valores.
[9]
Este era el caso, por ejemplo, del colonato en el
feudalismo: se trataba de una forma de propiedad que
significaba muy diferentes formas de acceso a la misma
por parte de los campesinos propietarios de la tierra.
[11]
Esto no parece entenderlo del todo –aunque lo intenta,
en parte– Roberio Paulino, ex militante del PSTU y
actual integrante de Socialismo Revolucionario
(integrante de la CWI a nivel internacional) que en un
libro de reciente edición, “El
socialismo del siglo XX: ¿qué falló?”, no
logra superar realmente un enfoque de tipo deutscheriano
del estalinismo: a pesar de todos los pesares… la
burocracia habría sido agente de la transición
socialista.