Todavía me resta hablar acerca de mi supuesto
“odio” hacia Stalin. En el juicio de Moscú se habló
mucho de este factor de mi política. Vishinski, los editoriales
de Pravda,
los órganos de la Internacional Comunista acompañan
los panegíricos dedicados al “Jefe” con disgresiones
sobre mi odio hacia Stalin. Stalin es el creador de “la
vida feliz”. Sus oponentes derrotados lo envidian y
“odian”. ¡Estos son los profundos análisis psicoanalíticos
de los lacayos!
Es cierto
que siento una hostilidad implacable, llámese odio si se
quiere, hacia la casta de voraces advenedizos que oprime
al pueblo en nombre del socialismo. Pero no hay nada
personal en ello. He seguido desde muy cerca todas las
etapas de la degeneración de la revolución y de la casi
automática usurpación de sus conquistas; con toda tozudez
y meticulosidad he buscado la explicación de estos fenómenos
en las condiciones objetivas; ello me impide concentrar
mis pensamientos y sentimientos en una persona específica,
identificar la estatura del hombre con la gigantesca
sombra que proyecta sobre la pantalla de la burocracia. No
creo estar errado cuando afirmo que jamás he respetado a
Stalin hasta el punto de odiarlo.
Si excluimos un encuentro casual, durante el
cual no hubo intercambio de palabras, que se produjo en 1911
en Viena, en la casa de Skobelev (luego ministro del
Gobierno Provisional), no conocí a Stalin hasta mayo de
1917, en Petrogrado, donde llegué tras ser liberado de un
campo de concentración canadiense.[2][2]
En esa época yo lo veía como un militante más en el
cuartel general de los bolcheviques, menos destacado que
otros. No es orador. Sus escritos son incoloros. Sus polémicas
son groseras y vulgares. En ese período de asambleas de
masas, imponentes manifestaciones y luchas, era casi
inexistente desde el punto de vista político. En las
reuniones de la dirección bolchevique permanecía en la
sombra. Su lentitud intelectual le impedía mantenerse a la
par de los acontecimientos. No sólo Zinoviev y Kamenev,
sino también el joven Sverdlov, e inclusive Solnikov, tenían
mayor participación en las discusiones que Stalin, quien
durante todo el año 1917 se mantuvo a la expectativa.[3][3]
Los historiadores que intentan atribuirle un papel dirigente
en 1917 (a través de un inexistente “Comité de
Insurrección”) son falsificadores insolentes.[4][4]
Después de la toma del poder Stalin adquirió
mayor confianza, pero se mantuvo en la sombra. Observé que
Lenin lo promovía constantemente. Pensé, sin darle mayor
importancia al asunto, que Lenin lo hacia movido por
consideraciones de índole práctica, no por simpatía
personal. Poco a poco comprendí cuáles eran esas
consideraciones. Lenin apreciaba su carácter firme, su
tenacidad, inclusive su astucia, que para él eran cualidades
indispensables en un militante. No esperaba que Stalin
aportara ideas, iniciativa política ni facultades
creadoras. En un momento de la guerra civil le pregunté a
Serebriakov, quien en esa época se desempeñaba junto con
Stalin en el Comité Militar Revolucionario del Frente
Sur,[5][5] si no podía arreglarse sin Stalin
para economizar fuerzas. Serebriakov lo pensó durante un
instante y respondió: “No, no puedo presionar como lo
hace Stalin. No es mi especialidad”.
Lenin apreciaba en Stalin esa capacidad de
“presionar”. Stalin adquiría mayor confianza a medida
que se fortalecía el aparato estatal, destinado
precisamente a “presionar”. Agreguemos: a medida que el
estado liquidaba el espíritu de 1917.
El hábito, tan en boga, de equiparar a Stalin
con Lenin es vergonzoso. En términos de personalidad Stalin
ni siquiera resiste la comparación con Mussolini o Hitler.
Estos dos dirigentes victoriosos de la reacción italiana y
alemana, a pesar de lo paupérrimo de su ideología
fascista, han demostrado iniciativa, capacidad de despertar
a las masas y abrir nuevos caminos. No podemos decir lo
mismo de Stalin. Surgió del aparato, es inconcebible sin él.
Sólo puede acercarse a las masas por intermedio del
aparato.
Stalin pudo elevarse por encima del partido
cuando el deterioro de las condiciones sociales en la época
de la NEP le permitió a la burocracia elevarse por encima
de la sociedad. Al principio, su propio ascenso lo sorprendió.
Avanzó en forma vacilante, circunspecta, siempre listo para
retroceder. Zinoviev, Kamenev y, en menor medida, Rikov,
Bujarin y Tomski lo apoyaron y promovieron para hacerme
contrapeso.[6][6] Ninguno de ellos pensaba que Stalin
los desecharía. En el “triunvirato” Zinoviev mantenía
una actitud cautelosa y protectora hacia Stalin; Kamenev lo
trataba en forma irónica. Recuerdo que en una sesión del
Comité Central Stalin empleó la palabra “purista” en
forma equivocada (frecuentemente comete errores de
lenguaje). Kamenev me miró con sorna, como si dijera: “No
hay nada que hacer; acéptelo tal como es”. Bujarin
opinaba que Koba -el seudónimo de Stalin en la clandestinidad-
“tenía carácter” (Lenin decía que Bujarin era “más
blando que la cera”) y que “nosotros” necesitamos
gente firme: si es ignorante e “inculto” “nosotros”
debemos ayudarlo. Esta idea fue la base del bloque Stalin-Bujarin
tras la ruptura del triunvirato. Las circunstancias sociales
y personales ayudaron a elevarlo.
En 1923 ó 24 sostuve una conversación
privada con Ivan Nikitich Smirnov, posteriormente fusilado
junto con Zinoviev y Kamenev:
-¿Stalin candidato a dictador? Pero es
absolutamente incoloro e insignificante.
-Incoloro sí -dije-, insignificante no.
Dos años después sostuve una conversación
sobre el mismo tema con Kamenev quien, a pesar de la
evidencia, consideraba a Stalin un dirigente “a escala
distrital”. Esta caracterización irónica contiene una
pizca de verdad, pero sólo una pizca. Ciertos aspectos del
intelecto tales como la astucia, la perfidia, la capacidad
de explotar los instintos más bajos de la naturaleza humana,
están muy desarrollados en Stalin y, unidos a su fuerza de
carácter, le proporcionan poderosas armas. Pero no para
cualquier tipo de lucha, evidentemente. La lucha por la
liberación de las masas exige otras cualidades. Pero si
se trata de escoger a los individuos que integrarán el
sector privilegiado, de asegurar su cohesión sobre la
base del espíritu de casta, de reducir a las masas a la
impotencia y disciplinarlas, las cualidades de Stalin son
invalorables. Gracias a esas cualidades se convirtió, y
con justicia, en el dirigente del termidor.
Y, sin embargo, es un individuo mediocre. Es
incapaz de
generalizar y de prever. Su inteligencia carece de
originalidad y vuelo, es incapaz de pensar en forma lógica.
Cada frase de sus discursos sirve a un fin práctico; jamás
un discurso suyo se eleva al nivel de una estructura lógica.
Esta debilidad es su fuerza. Hay tareas históricas que sólo
se pueden realizar si uno renuncia a la generalización; hay
períodos en que la capacidad de generalización y previsión
es un obstáculo para el éxito inmediato; así son los períodos
de decadencia y reacción. Helvecio dijo una vez que toda
época encuentra hombres de la estatura que requiere y
cuando no los encuentra, los inventa. Marx escribió del
general Changarnier, hoy olvidado, “Ante la falta total de
grandes personalidades, el partido del Orden se vio obligado
a dotar a un solo individuo de la fuerza que le faltaba a su
clase e inflarlo hasta convertirlo en un prodigio” [Las
luchas de clases en Francia,
1848-50, Editorial Progreso, Moscú, 1969]. Para terminar con las citas,
podemos aplicarle a Stalin lo que dijo Engels sobre
Wellington: “Es grande a su manera, todo lo grande que se
puede ser sin dejar de ser mediocre”. La grandeza
individual es, por definición, una función social.
Si Stalin hubiera podido prever a dónde le
llevaría su lucha contra el “trotskismo”, es indudable
que no la hubiera llevado a cabo a pesar de la perspectiva
de triunfar sobre sus adversarios. Pero no previó nada. Los
pronósticos de sus adversarios, de que se convertiría en
sepulturero de la revolución y del partido y en el jefe del
termidor le parecían fantasiosos. Creyó en el poder de la
burocracia para resolver todos los problemas. La falta de
imaginación creadora, la incapacidad de generalización y
de previsión mataron al revolucionario que había en él.
Los mismos rasgos le permitieron encubrir el ascenso de la
burocracia termidoreana con el manto del viejo
revolucionario.
Stalin ha desmoralizado sistemáticamente a
ese aparato que, a su vez, lo alimenta. Los rasgos de carácter
que le permitieron organizar los fraudes jurídicos y
asesinatos legales más abominables de la historia forman
parte de su personalidad. Pero necesitó años de
omnipotencia totalitaria para investirlos de su apocalíptica
envergadura. Ya hablé de su astucia y su falta de escrúpulos.
En 1922 Lenin se pronunció contra la postulación de
Stalin para el puesto de secretario general: "Este
cocinero sólo preparará platos picantes". En 1923, en
una conversación privada con Kamenev y Jerjinski, Stalin
confesó que su mayor placer era elegir la víctima,
preparar la venganza, golpear y luego acostarse a dormir.[7][7]
“Es una mala persona -me dijo Krestinski-,
tiene ojos amarillos”. La misma burocracia que lo
necesitaba no lo quería.
A medida que el poder de la burocracia se volvía
más absoluto, más se definían los rasgos criminales del
carácter de Stalin. Krupskaia, quien durante algunos meses
de 1926 militó en la Oposición, me dijo que los
sentimientos de Lenin para con Stalin en el último período
de su vida eran sumamente desconfiados y profundamente
hostiles.[8][8]
Estos sentimientos están expresados en el testamento en
forma muy
moderada. “Volodia me dijo: ‘El (Stalin) carece del más
elemental sentido del honor’. ¿Entiendes? ¡La más
elemental decencia humana!” En su última carta Lenin
rompe toda relación personal y partidaria con Stalin.[9][9]
“Podemos imaginar la amargura que debía embargar
al hombre enfermo para permitirle llegar hasta ese punto”.
Sin embargo, el “stalinismo” auténtico empezó a actuar
libremente sólo después de la muerte de Lenin.
No, el odio personal es un sentimiento
demasiado estrecho, provinciano e íntimo como para ejercer
alguna influencia sobre una lucha histórica cuya envergadura
sobrepasa enormemente a la de cualquiera de sus
participantes. De más está decir que Stalin, sepulturero
de la revolución y organizador de crímenes inauditos,
merece el castigo más severo. Pero ese castigo no es un fin
en sí mismo, ni exige medidas especiales. Deberá ser -y
será- fruto de la victoria de la clase obrera sobre la
burocracia.
Con ello no quiero empequeñecer la
responsabilidad personal de Stalin. Todo lo contrario: la
envergadura inigualada de sus crímenes es tal, que a ningún
revolucionario serio se le ocurriría cobrar la deuda
mediante un acto terrorista. Nuestra única satisfacción
política y moral está en la caída del stalinismo provocada
por la victoria revolucionaría de las masas. Y esta caída
es inevitable.
Para terminar con el tema del “odio” de la
“sed de poder”, diré que, a pesar de las grandes
pruebas de los últimos años, jamás he caído en esa
“desesperación” que me atribuyen la prensa soviética,
los fiscales stalinistas y los imbéciles “amigos de la
URSS” en el extranjero. Jamás en estos trece años me he
sentido quebrado ni vencido. Jamás he dejado de contemplar
con desprecio a los calumniadores y sus calumnias. Pienso
que la escuela de las grandes conmociones históricas que
me ha formado, me enseñó a medir los acontecimientos sobre
la base de su ritmo propio, no en base en la mezquina vara
de la suerte personal. Sólo puedo sentir lástima mezclada
con ironía por los hombres que creen que su vida no vale
nada porque perdieron una cartera ministerial. El movimiento
al que sirvo ha atravesado por ascenso, reflujos y nuevos
ascensos. En este momento atraviesa por un gran retroceso.
Pero las condiciones objetivas de la economía y de la política
mundial le crean posibilidades para un ascenso prodigioso
que superará ampliamente todo lo conocido. Prever
claramente el futuro, prepararlo en medio de las
dificultades del momento, contribuir a la formación de
nuevos cuadros marxistas: he aquí mi única tarea... El
lector sabrá disculpar estas disgresiones personales,
motivadas por el fraude judicial.
Mi “odio hacia Stalin”. Les crimes de Staline.
Traducido del francés [al inglés] para la primera edición
[norteamericana] de Escritos
37-38 por A.L.
Preston.
Matvei Skobelev (1885-?): menchevique, fue ministro de Trabajo del
Gobierno Provisional, instaurado tras la revolución que
derrocó al zarismo en febrero de 1917. Al volver a
Rusia desde Estados Unidos después de la revolución
de febrero, Trotsky fue secuestrado de su barco y
encarcelado en un campo
de concentración canadiense por las autoridades
británicas, por considerarlo peligroso para el gobierno
ruso y los aliados en general. Permaneció allí durante
un mes, hasta que el Gobierno Provisional obtuvo su
libertad a instancias de Lenin.
Iakov Sverdlov (1885-1919): presidente del Comité Ejecutivo de los
soviets, secretario del Comité Central bolchevique y
presidente de la República Soviética Rusa, véase el
panegírico de Trotsky en Portraits, Political and
Personal. Grigori Sokolnikov (1888-1939), destacado
agitador en 1917, ocupó varios cargos importantes en el
gobierno soviético. El segundo proceso de Moscú lo
sentenció a diez años de cárcel.
Sobre la falsificación de la historia del partido, véase
“Un venerable Smerdiakov” en Escritos 35-36.
Leonid Serebriakov (1870-1937): ocupó puestos importantes en la industria
durante los años veinte. Durante un breve periodo militó
en la Oposición de Izquierda, fue expulsado (1927), se
retractó (1929) y pudo reingresar al partido (1930),
pero fue fusilado después del segundo proceso de Moscú.
Alexei Rikov (1881-1938): presidente del Consejo de Comisarios del
Pueblo en 1924-30, y Nikolai
Bujarin (1888-1938),
presidente de la Comintern en 1926-29 y director de Pravda
en 1918-29, eran los dirigentes máximos de la
Oposición de Derecha. Aliados de Stalin contra la Oposición
de Izquierda (1923 a 1928), capitularon en 1929, pero
fueron ejecutados después del tercer juicio de Moscú,
en 1938.
Felix Jerjinski (1877-1926): fundador del Partido Socialista de Polonia
y Lituania. Fue el primer comisario del interior y
primer jefe de la Cheka (luego llamada GPU). Nikolai
Krestinski (1883-1938), secretario del Comité
Central bolchevique en 1919-21 y embajador en Alemania a
partir de 1921. Fue ejecutado después del tercer
proceso de Moscú.
Nadejda Kruspskaia (1869-1939): bolchevique de la vieja Guardia, era
la compañera de Lenin. Cumplió un papel de gran
importancia en la clandestinidad y en la organización
de la socialdemocracia rusa en el exilio. Durante un
breve período (1926) militó en la Oposición Conjunta.
Véase la carta de Lenin del 5 de marzo de 1923, donde
amenaza a Stalin con romper relaciones con él, en Lenin's
Fight Against Stalinism [La lucha de Lenin contra el
stalinismo] (Nueva York, Pathfinder Press, 1975).