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¿Qué fue el “modelo popular y
nacional”?
Mitos y verdades de la economía K
Por
Marcelo Yunes
Infinidad de periodistas y opinólogos, tanto del
oficialismo como de la oposición de derecha, a partir de la
muerte de Néstor Kirchner comenzaron la pelea ideológica y
política por el balance de su gestión. En el terreno de la
política, aparte de la “crispación” y la
“intolerancia”, de los cráneos gorilas no fluían
muchas ideas. Y en la economía menos todavía; de hecho, ése
es un aspecto en el que los kirchneristas aprovechan para
sacar pecho y hacer comparaciones que, inevitablemente,
dejan peor parados a radicales, peronistas de derecha y ex
aliancistas. Pero quienes creen que no alcanza con ser menos
malos que Menem, Cavallo o De la Rúa harían bien en mirar
con más profundidad hasta dónde llegan los logros del
“nuevo modelo nacional y popular”. En lo que sigue,
plantearemos algunos de los lugares comunes del discurso
oficial sobre la economía bajo los Kirchner, a fin de
compararlos con ciertos duros hechos de la realidad.
“Nos independizamos del FMI, ganamos soberanía y
nos unimos al destino latinoamericano”
Es cierto que el kirchnerismo se paró frente al FMI desde
un lugar de negociación y no de sumisión servil, y que
parte de esa estrategia fue la cancelación de la deuda con
el Fondo en un solo pago en 2005. Pero esa mayor soberanía
relativa no fue ganada sino comprada a precio de oro. No sólo por el pago de casi 10.000
millones de dólares esa vez, sino porque desde la salida
del default los Kirchner han pagado esa cifra en promedio
hasta hoy. Son más de 60.000
millones de dólares, y el Presupuesto 2011 prevé pagos
por otros 12.000 millones. También Perón “ganó soberanía”
comprando los ferrocarriles a los ingleses, pero esas
divisas eran mucho más necesarias para un verdadero
proyecto de desarrollo que el peronismo nunca tuvo, ni mucho
menos puso en práctica.
Los más realistas no, pero hay kirchneristas incautos que
hasta se atrevieron a decir que “nos sacamos de encima la
mochila de la deuda externa”. Esgrimen como argumento que
la relación entre deuda pública y PBI bajó al 48%.
Convenientemente, comparan esa cifra con el 75% de 2005 y,
sobre todo, con el 165% de 2002. Lo que omiten decir es que
después de 7 años de crecimiento a “tasas chinas” y
superávits fiscal y comercial, la deuda representa ahora más
o menos el mismo
porcentaje del PBI que a fines de los años 90.
Además, aunque la deuda es menor en relación con un PBI
que crece, el número absoluto sigue creciendo: la deuda es
en 2010 un 6,5% mayor que en 2009, a saber, 156.600 millones
de dólares. Y todo esto después de la renegociación de la
deuda con una supuesta “inédita quita”, que existió
pero fue mucho menor a las míticas cifras oficiales. Más
importante que esa quita es el hecho de que, debido a la
estatización de los fondos de las AFJPs, una parte
importante de la deuda pública es con el Estado mismo, lo
que alivia las presiones. Pero de ahí a dar por solucionado
el tema hay un mundo de distancia, porque el
peso de los intereses sigue siendo inmenso, y si se acaba el
ciclo de crecimiento y vuelve la recesión, estamos otra vez
en la vieja rueda.
En cuanto al “destino latinoamericano” de la
Argentina, sin duda suena mucho más simpático que las
viejas “relaciones carnales” con Estados Unidos, pero
los límites aparecen enseguida. La Unasur y la confluencia
de varios gobiernos de la región marcan ciertas novedades
en el plano político, pero la supuesta “integración”
económica latinoamericana está mucho más lejos de lo que
dicen los discursos. Una cosa es haber frustrado el ALCA;
otra muy distinta es que el fallido intento yanqui de
subordinación brutal de las economías de la región haya
sido reemplazado por algo tangible. La única herramienta
económica regional digna de ese nombre, el Mercosur,
tropieza a cada paso con la falta de voluntad del
conglomerado capitalista más fuerte de América Latina, la
burguesía paulista. La FIESP, entidad que agrupa a los
empresarios de San Pablo, ha dicho en todos los tonos que
considera el Mercosur como un obstáculo o, en el mejor de
los casos, un mero instrumento para la hegemonía brasileña
en Sudamérica. Pretender una inserción en el mundo
capitalista vía un brumoso “bloque regional” liderado
por Brasil es una apuesta de mucho riesgo y casi ningún
premio.
“Ahora hay un modelo productivo y a favor de la
industria nacional, no de la especulación financiera”
Es una realidad que tanto en la economía como en el peso
político de los sectores capitalistas respectivos, la
industria ha sobrepasado la línea de los servicios, a
diferencia de lo que ocurría en los 90. Entre otras
razones, el tipo de cambio alto tras la devaluación diluyó
el negocio de las empresas de servicios y protegió a firmas
y ramas industriales enteras, antes al borde de la quiebra o
languideciendo. Pero eso no autoriza para nada a hablar de
“modelo industrial”, y mucho menos de que ese modelo sea
“nacional”, por sólidas razones.
En primer lugar, la
estructura económica del país no ha cambiado en lo
esencial: Argentina sigue siendo un país sujeto a la
generación de divisas del agro. Sin los ingresos de la
soja no hay superávits gemelos, y sin ellos no hay sostén
del tipo de cambio para la industria, ni recursos fiscales
para las “políticas sociales”, ni nada. Y esa fuente de
divisas se apoya, sobre todo, en un ciclo
de precios altos de las commodities que es ajeno a la
voluntad de éste u otro gobierno. El kirchnerismo se queja
de que los opositores atribuyen la bonanza económica
exclusivamente a la suerte. Es verdad que no es toda la
explicación, pero no es serio negar que los precios
internacionales de los bienes primarios que exporta la región
gozaron y gozan de un ciclo excepcionalmente positivo. Un
estudio de Orlando Ferreres muestra que los términos de
intercambio (precios relativos de exportaciones e
importaciones) estuvieron en 2010 entre
los cuatro más altos de los últimos 150 años. Y
agrega que esos ciclos beneficiaron (o perjudicaron) a la
economía en su conjunto bajo gobiernos de todos los signos.
En segundo lugar, se debería explicar cómo un “modelo
industrial” que además viene de siete años de
crecimiento se traduce en una industria
poco desarrollada, muy poco competitiva globalmente
–salvo en el ámbito regional–, que sobrevive
gracias a la protección y los subsidios estatales y que
depende dramáticamente de los insumos y tecnología
extranjeros. El único producto industrial que figura entre
los diez primeros rubros exportados son los automotores.
Pero como sólo el 20% de las autopartes son nacionales, el
superávit en ventas de autos terminados por 2.500 millones
de dólares no compensa un déficit comercial de todo el
sector automotor de 4.700 millones. Además, casi todos los
400.000 autos que se exportan tienen un único destino:
Brasil. Y el déficit comercial del conjunto de la industria es de 27.000 millones
de dólares. En criollo: si se caen los precios de la
soja y demás granos, no habrá divisas para importar
insumos industriales (ni pagar deuda). Es decir, a
la vuelta de la esquina, con la primera recesión, volvemos
al famoso esquema “stop and go” característico de
los modelos fallidos de sustitución de importaciones de los
años 50-60. Que consistía en lo siguiente: crecimiento
productivo-ahogo de divisas para importar insumos-recesión-devaluación-recomposición
de la producción industrial y recomienzo del ciclo.
Suponer, como lo hacen destacados economistas como Aldo
Ferrer, que el modelo kirchnerista ha superado de manera
definitiva la llamada “restricción externa” (esto es,
la escasez de divisas), es impresionista y extrapola
indebidamente tendencias de coyuntura a una escala decenal.
En efecto, no hay razón para creer que el actual ciclo de
precios altos para los productos primarios va a durar décadas.
Al margen de la discusión de si la tendencia histórica es
al deterioro o a la recomposición de los términos de
intercambio, lo innegable es su alta volatilidad e
imprevisibilidad. Jugar la suerte del “modelo” a que se
anclen los precios de la soja hasta el 2030 es una verdadera
quimera.
Sin ir más lejos, la
relativa abundancia de dólares vía el comercio exterior
tiene ya un elemento artificial, que es la restricción a
las importaciones que ejerce de manera formal e informal
el gobierno argentino. En efecto, si se compara la evolución
del comercio exterior de Argentina y Brasil, por ejemplo,
surge que las importaciones argentinas están “pisadas”
para conservar el superávit, a expensas de las compras de
bienes de capital y de la consiguiente capacidad expandida
de la producción. Para no hablar de la otra gran amenaza a
la “soberanía de divisas”, a saber, la fuga
de capitales, que el actual esquema no puede (ni quiere)
controlar y que representa una sangría brutal.
Entretanto, como la industria no puede competir
internacionalmente y por ende tampoco exportar (salvo a países
limítrofes o de desarrollo inferior al argentino), su
dependencia de la protección y los subsidios estatales no
representa el comienzo de la creación de ninguna
“burguesía nacional” alentada desde el Estado. Ese
esquema, relativamente posible en la posguerra en algunos países
asiáticos, es prácticamente inviable en el actual contexto
histórico. Lo que hay es lo de siempre: industrias (e
industriales) que sobreviven sustituyendo importaciones al
amparo de un dólar relativamente alto, y temblando como
hojas ante la posibilidad de devaluación, recesión, políticas
de apertura comercial, fin de los subsidios y una larga
lista de peligros.
Tercero: eso es lo que explica que este modelo
“nacional” asista a una
pavorosa extranjerización de la industria. Los voceros
oficialistas ponen los ojos en blanco con las PyMEs y
algunos grupos locales desarrollados al amparo de subsidios
o negocios con el Estado, pero omiten cuidadosamente
registrar qué pasa con las grandes empresas. Dos datos son
elocuentes: de las 500 mayores empresas que operan en el país,
en 1993 el
44% (219) eran extranjeras, y se llevaban el 65% de
las utilidades. En
2008, de las 500 grandes 338 (68%) eran extranjeras, y se
quedaban con el ¡89%! de las ganancias. De paso,
digamos que esta extranjerización consistió sobre todo en
compra de posiciones de mercado (empresas y marcas ya
instaladas), más que en inversión que aumenta la capacidad
productiva. En cifras: mientras que hubo más de 600
fusiones y adquisiciones de empresas, es difícil encontrar
más de 15 firmas nuevas de tamaño comparable.
En este contexto, las invocaciones a la “burguesía
nacional” y a la necesidad de “agregar valor” suenan
tan o más vacías que en 2003.
Ah, y en cuanto al “fin de la especulación
financiera”, el único negocio que se cerró para ellos es
la estafa de las AFJPs. Porque en todos los demás rubros, los
bancos e intermediarios financieros están de parabienes.
Las ganancias del sector financiero en los últimos años
están entre las más altas de todas las actividades,
gracias al altísimo rendimiento de los bonos de deuda y los
créditos al consumo. Con tasas reales en dólares
fuertemente positivas y una marcha triunfal del índice bursátil
Merval, sumado a que no se paga un solo peso de impuesto a
la renta financiera, si Argentina no fue el paraíso de los
especuladores, como mínimo los trató muy bien.
“Reapareció
el Estado para promover la inclusión social y la distribución
del ingreso. Quedan deudas pendientes, pero sólo se pueden
saldar profundizando este modelo”
En comparación con los brutales ajustes de Menem y De la
Rúa, la disminución del desempleo y la pobreza, el regreso
de las paritarias, la ampliación de la base jubilatoria y
la Asignación Universal por Hijo (AUH) les resultan a
algunos el Jardín del Edén de la justicia social. Pero por
poco que uno salga con la comparación de los pisos más
escandalosos de los 90 y 2001-2002, los
logros se relativizan al ponerse en una perspectiva histórica.
Que es lo que corresponde, ya que los actuales panegíricos
del “modelo” lo presentan justamente como un cambio de
época estratégico en la economía argentina.
La recuperación de la actividad y el empleo, desde pisos
históricamente bajísimos, sin duda mejoró el panorama
social catastrófico tras la salida de la convertibilidad,
pero para los parámetros de las últimas décadas el
núcleo duro de pobreza y desocupación es de un volumen inédito
para épocas “normales”. En el fondo, la
implementación de la AUH, a la vez que resulta un cierto
paliativo para los “pobres estructurales” (una novedad
sociológica argentina) y los sectores cercanos o por debajo
de la indigencia, implica un reconocimiento de que esa situación se va a sostener en el tiempo y
llegó para quedarse.
Lo propio ocurre en el terreno del trabajo precario. Pese
a la alharaca oficial sobre la derogación de la ley Banelco,
la realidad es que el empleo en negro, que orillaba el 48%
al fin de la convertibilidad, bajó al 36% (cifras del INDEK),
lo que no es tan significativo. Y aún más grave es que todo
el aparato legal creado en los 90 para dividir, precarizar y
liquidar derechos a una porción sustancial de la clase
obrera sigue completamente vigente. Ahí está el
asesinato del compañero Mariano Ferreyra para atestiguarlo.
Tampoco se puede decir que haya habido “redistribución
del ingreso” significativa, salvo, otra vez, que el único
criterio de comparación sea el piso excepcionalmente bajo
de 2001-2002. Y una cosa es segura: si el ingreso de los
trabajadores se recompuso un poco (especialmente en el período
2003-2006), sin duda no fue a expensas de las ganancias de
la clase capitalista en su conjunto, que fueron de las más
altas de las décadas.
Lo que no es de extrañar, ya que en la industria los
costos laborales fueron incluso más bajos que en los
propios años de mayor crisis. Dos estudios del IARAF y
CIFRA, dos consultoras privadas, señalan que el sector
productor de bienes tuvo “ganancias extraordinarias”, y
que en 2010 el costo laboral era un 16% inferior al de ¡2001!
Otro estudio de ADEA calcula que el costo laboral en la
industria manufacturera fue en 2009 el 50% del nivel de la
época de la convertibilidad. El costo unitario era en 2009
un 14,5% menor en pesos y un 40,5% menor en dólares que en
2001. Y el propio Ministerio de Trabajo estima que en
2010 el costo laboral unitario medido en dólares fue un 53%
inferior al de 2001.
En cuanto a la “mayor presencia del Estado”, hay que
aclarar que su rol es más bien político, y que opera más
como mediador para atemperar y controlar los conflictos que
como actor propiamente económico. La supuesta “oleada de
estatizaciones” se reduce a la de los fondos de las AFJPs,
porque en los casos de el Correo Argentino, Aerolíneas y
Aguas Argentinas, más que una decisión de estatizar, lo
que ocurrió fue el abandono fraudulento e inescrupuloso del servicio por parte de las
concesionarias privadas. Enarsa es una petrolera fantasma,
sin pozos, producción ni estaciones de servicio. Y si este
gobierno fuera “estatista”, debería en verdad terminar
de estatizar los servicios públicos y el transporte, que sólo
sostienen su operatividad gracias a los cuantiosos subsidios
públicos.
Por otra parte, la “redistribución” operó, irónicamente,
más a través del mercado (por la vía del aumento de la
actividad económica y las paritarias) que del Estado.
Porque el instrumento por excelencia para modificar la
distribución del ingreso, el
sistema tributario, sigue siendo tan regresivo como en los
90 o 2001. No bajó el IVA, no se aumentó Ganancias ni
se extendió su radio de aplicación, no se tocaron las
rentas financiera y minera, y como resultado el ingreso por
impuestos al consumo (IVA) es un 55% mayor al ingreso por
Ganancias. La única novedad tributaria fueron las famosas
retenciones... que instaló Duhalde en 2002. En cuanto a la
“participación en las ganancias”, ya quedó claro que
es un proyecto limitado, tramposo... y así y todo pateado
por la misma burocracia sindical que lo impulsó para un
futuro indefinido.
En suma: la lista
de logros es esquelética y la de “deudas pendientes”
por demás obesa. Y lo que es más grave, sin perspectivas
de que vaya a realizarse. Porque después de siete años
de kirchnerismo, si algo queda claro es que los grandes
problemas sociales, laborales y estructurales de la economía
argentina no se van a resolver con esta lenta y moderada
“redistribución” que no toca nada esencial de las
ganancias capitalistas ni de los intereses de los acreedores
externos.
El
“modelo” kirchnerista nació de una coyuntura política
y económica particular, y postular, como lo hace el coro
oficialista, que es el punto de partida de un esquema nuevo
para el capitalismo argentino es una ilusión sin sustento.
La inflación, el techo de la inversión, los cuellos de
botella energéticos y de productividad, son síntomas de un
esquema que, así como está, sólo está atravesando una
sobrevida. Curiosamente, un funcionario kirchnerista
enfoca la cuestión de la crisis global de manera mucho más
realista que los discursos “épicos” del kirchnerismo:
“Si no se plantea un nuevo tipo de socialismo, no hay
manera de salir de la crisis. O
triunfa el capital financiero y somete a todos (...) o hay
una protesta social que plantea un nuevo tipo de socialismo.
Es así. No se sale de la crisis si no hay un cambio de
paradigma fuerte (...) y eso sólo se puede hacer en marco
de un severo conflicto social. Estoy convencido de
eso” (entrevista al viceministro de Economía Roberto
Feletti, BAE, 8-11-10).
Si esto vale para los países centrales, con mucho mayor
motivo vale para un país y una región periféricos, más
allá de todas las veleidades de “políticas diferentes”
o “desacople”. En efecto, el
contexto actual sólo propone a escala histórica el triunfo
del capital (“financiero” y del otro) o un “cambio de
paradigma fuerte”. Esto último es exactamente lo que el
“modelo” kirchnerista no representa, mal que les
pese a quienes creen que 10 ó 20 años de “profundizar el
modelo” van a cambiar la faz del capitalismo argentino.
Tampoco lo hará un vaporoso capitalismo que apunte a la
producción “con mayor valor agregado” (Cristina dixit),
que por otra parte nadie sabe qué fracción de la burguesía
argentina va a encabezar. Ninguna de las hoy existentes, eso
está claro, e insistir en la creación de una “burguesía
nacional” se parece, en las condiciones del capitalismo
mundializado, a un ejercicio de mitología.
Los
dilemas del capitalismo argentino no han sido resueltos por
el “modelo kirchnerista”: éste sólo ha logrado
postergar las definiciones de fondo.
Que, en verdad, son las que señala Feletti. Por supuesto,
el “nuevo socialismo” del que él habla no tiene nada
que ver con el que defienden el marxismo y el Nuevo MAS, y
seguramente se acerca más al capitalismo de Estado al
estilo Chávez. Pero eso poco importa en el marco de esta
discusión; lo importante es retener que, efectivamente, la
marcha del capitalismo conduce a crisis que se saldarán, en
uno u otro sentido, con “un severo conflicto social”,
cuyo desenlace favorable no podrá menos que ir mucho más
allá de los estrechos límites de la experiencia
kirchnerista. Es decir, avanzar en una senda anticapitalista
y socialista con la clase trabajadora como protagonista.
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