El 12 de mayo pasado Brasil abrió un conflicto comercial
con Argentina por la vía de aplicar las llamadas licencias
no automáticas de importación al ingreso de vehículos y
autopartes. Las licencias no automáticas son un mecanismo
que, dicho brevemente, entorpece y dilata el ingreso de
bienes, lo que termina encareciendo su precio y lo hace
menos competitivo con la industria local.
La cosa viene de antes, y en un
sentido, desde siempre, o al menos desde la puesta en marcha
del Mercosur (1994). Para ir al antecedente más cercano, el
gobierno argentino había recurrido a ese mismo mecanismo en
febrero, con lo que cerca de 600 productos (incluidos
algunos que representaban el 28% de las exportaciones de
Brasil a la Argentina). Por otro lado, escaramuzas
comerciales por tales o cuales productos son moneda
corriente en la relación bilateral. Pero este caso, que
llegó más lejos y no está del todo resuelto, resulta muy
instructivo respecto de algunos mitos que circulan sobre
Argentina, sobre Brasil y sobre el Mercosur.
El
intercambio comercial bilateral
No es novedad para los lectores de estas páginas que no
participamos de la fábula del “modelo pro industrial
instalado desde 2003”. Desde el punto de vista de la
inserción en el mercado mundial y en la división mundial
del trabajo, Argentina sigue siendo a todas luces un
proveedor de materias primas casi sin elaboración. El
famoso 35% de “manufacturas de origen industrial” (MOI)
en el total de exportaciones, lejos de representar una
tendencia a salir del esquema agroexportador hacia una
moderada base industrial, muestra una
creciente dependencia de los commodities y de un megamercado
que Argentina tiene la suerte de que le queda cerca: Brasil.
Digamos además que ese 35% de MOI en 2010 no es el
resultado de una evolución sostenida y consistente sino más
bien un número “estacional”: en 2001, las MOI
representaban el 31% de las exportaciones, y en 2008, tras
siete años de “modelo productivo”, el 30%... No hay hoy
razón para creer que el pequeño salto actual tiene
condiciones para ser el piso de una subida continua hasta el
40 o el 50%.[1]
Cuando los kirchneristas incautos (otros son más
avisados) argumentan que el segundo complejo exportador
argentino, detrás de la soja, es el de automotores, deberían
mirar más de cerca algunos números. Argentina exporta por
unos 8.600 millones de dólares autos terminados y
autopartes. Pero Brasil es el destino de un 82% de los autos (cifras
de la consultora Abeceb para 2010 y de ADEFA, la asociación
patronal de las terminales automotrices, para lo que va de
2011). Sólo un 7% va a Europa, y el resto se lo llevan
mercados latinoamericanos. Brasil también se lleva dos
tercios de las autopartes, aunque exporta a la Argentina
MOI por un valor mucho mayor: 16.300 millones de dólares.
Las exportaciones de autos y autopartes a Brasil representan
la mitad de todo lo que se le vende al vecino país. Como
admite un economista kirchnerista de pura cepa, Arturo
Trinelli, de La graN maKro, la
industria automotriz es una “colada” entre complejos
exportadores dominados por productores de commodities
(BAE, 19-5).
La realidad es que, salvo nichos muy específicos y que no
marcan la tónica del comercio exterior argentino, como
Techint y Aluar,[2] la industria argentina, sencillamente,
no puede competir en el mercado
mundial, sino sólo en el
regional. Es por eso que casi
el 70% de las exportaciones MOI van a Brasil… aunque
Brasil nos vende mucho más por ese concepto. En
consecuencia, Argentina tiene un doble
déficit con Brasil: a) de la industria automotriz,
porque el país importa mucho más en concepto de autopartes
de lo que exporta en autos terminados (unos 5.000 millones
de dólares, ver SoB 189); b) del conjunto del intercambio
comercial, que desde 2006 promedia 4.000 millones de dólares,
salvo en 2009 (un año atípico por la brutal restricción a
las importaciones).
La endeblez del tinglado industrial argentino quedó
particularmente en evidencia en esta crisis. La industria
automotriz no sólo es la responsable del grueso de las
exportaciones MOI, sino que es la verdadera locomotora del
crecimiento industrial y del empleo fabril. Es innecesario
aclarar que además no
es una industria
“nacional”: el 100% de las terminales son plantas de
multinacionales, que además se dedican a ensamblar
autopartes que en un 70-80% también son de origen
extranjero. En verdad, lo único “nacional” de esa
industria es el sudor de sus obreros. Pues bien, esta rama
absolutamente clave para la industria y para el conjunto de
la economía y el “modelo” no puede subsistir ni
un mes si se le corta el chorro de insumos y se
paralizan sus exportaciones, que además van casi
exclusivamente a un único mercado. Semejante nivel de dependencia y falta de diversificación es, como veremos enseguida,
una marca infalible
de una economía atrasada, de integración al mercado
mundial en condiciones totalmente subordinadas y de
desarrollo desigual que privilegia nichos competitivos (casi
siempre manejados por compañías extranjeras), a expensas
de una integración un poco más armónica de las ramas
productivas.
El “modelo industrial” no puede resistir el menor
conflicto serio con el principal socio comercial, que es
además casi el único mercado posible para una producción
industrial en términos globales no competitiva
internacionalmente. De allí la desesperación del gobierno
argentino por abrir con urgencia líneas de negociación con
Brasil y el apoyo cerrado que cosechó en la UIA y la CAME,
que cifraron todas sus esperanzas en que los ministros de
Cristina y Dilma Rousseff lleguen a un acuerdo rápido.
Volveremos sobre esto luego de ver cómo, en el fondo,
Argentina sigue viviendo de la teta de la soja y sus
derivados.
Los dólares
del complejo sojero bancan todas las aspiradoras de divisas
En tiempos de los “superávits gemelos”, de feliz
memoria, allá por el 2005 o 2006, el entusiasmo K por gozar
de excedentes en el intercambio de comercio exterior y de
cuentas fiscales holgadas lo llevó a una serie de
afirmaciones imprudentes sobre la “superación de rémoras
históricas”. El viceministro de Economía Roberto
Feletti, una especie de campeón de la “fracción
populista” del kirchnerismo, sigue en esa línea cuando
afirma que “estamos tendiendo a ser un país industrial
(…) se ha resuelto una antinomia de dos décadas vinculada
a la lógica de (…) ajustar el mercado interno para tener
saldos exportables. Hoy se ha articulado un componente
industrial exportador con el crecimiento del PBI industrial
masivo, dejando de lado la lógica de apropiar divisas para
el desarrollo industrial, lo que implica un fuerte cambio de
modelo” (Tiempo
Argentino, 27-2).
Pues bien, vemos las cosas al revés que el viceministro.
Aquí no se ha “resuelto” el problema de generar divisas
con los saldos exportables, y mucho menos se lo ha hecho
gracias al crecimiento del “componente industrial
exportador”.
Es cierto que ha habido crecimiento de la industria y de
sus exportaciones. Pero el mismo informe del INDEC sobre el
que se apoya Feletti muestra que más del 80% del
crecimiento industrial se basa sobre sólo tres rubros:
automotores, metálicas básicas y metalmecánica. Y ya
vimos que las exportaciones industriales tienen una
dependencia decisiva del rubro automotor. Un dato curioso
adicional es que el aumento de las MOI en 2010 (llegaron al
35% del total) se sostiene además sobre otro renglón
exportador que duplicó su volumen en un año: el oro, que
por razones estadísticas no muy comprensibles figura como
“manufactura industrial”.[3]
Es público y notorio que el superávit comercial
argentino, unos 12.000 millones de dólares, tiene un cierto
grado de artificialidad, en la medida en que el volumen de
las importaciones está “pisado” por la política
oficial. De hecho, el actual conflicto con Brasil, como
reconoció el ubicuo asesor de política exterior brasileño
Marco Aurelio García, es en parte una “mini represalia”
por las licencias no automáticas que anunció Argentina en
febrero. A eso hay que agregar las presiones a los
importadores para que exporten un dólar por cada dólar de
compras al exterior, lo que ya está dando lugar a
situaciones casi surrealistas de cadenas de supermercados
comprando soja y otros dislates (anti)económicos.
Pero el problema central no es ése, sino que la
lluvia de dólares del superávit comercial debe compensar
una sangría de billetes verdes por otros conceptos, en
un esquema que está a años luz de haber “resuelto” rémoras
del atraso secular de la economía argentina.
La pregunta a contestar es muy simple: ¿es Argentina un
país que ha dejado, o está dejando, de depender de los
saldos exportables de origen agrario, para pasar a una
inserción menos desequilibrada en el mercado mundial? Ni
por presente ni por dinámica la respuesta puede ser otra
que una rotunda negativa. Dicho simplemente, toda
la economía argentina depende no menos sino más que antes
de dos factores: primero en importancia, el
precio de los commodities agrícolas, y segundo, el
nivel de actividad en Brasil. Si uno de esos pilares
tambalea, peligra no ya la cifra de crecimiento de uno o dos
años, sino el conjunto del supuesto “modelo
industrialista”. Porque de allí y no de otro lugar vienen
las divisas que otras aspiradoras succionan. Veamos esto con
más detalle.
El primer desequilibrio de divisas que el superávit
comercial debe compensar es, justamente, la
estructura misma del comercio exterior. Como la
industria argentina es incapaz de producir sus propios
insumos (lo que no es de extrañar en un esquema industrial
que no es de integración sino de armadero o de consumo
interno), debe importarlos. En 2010 se exportaron 3.200
millones de dólares de autopartes… pero se importaron
10.500 millones. El gobierno anunció varias veces planes
para atenuar esta grosera dependencia, por la vía de exigir
a las terminales automotrices integrar sus vehículos con un
60% de partes nacionales, en vez del 20-30% de hoy. Pero
este objetivo, que se plantea a dos años, marcha a paso de
tortuga.[4]
Y no hay de qué sorprenderse, siendo que las
multinacionales no tienen ningún interés en colaborar con
la integración industrial argentina a expensas de sus
ganancias. Para ellos es más barato y eficiente
importar (ni hablar si es de sus propias casas matrices o
empresas controladas) en vez de esperar que los
“emprendedores” argentinos desarrollen tecnología,
capacidad productiva y espalda financiera con apoyo estatal.
Realidad para la que habría que esperar lustros, en el
mejor de los casos, y que requiere de una continuidad de políticas
(y actores económico-sociales) que en Argentina nunca han
existido. Y con los discursos para la tribuna o “6-7-8”
no alcanza para crear una aunque más no sea “protoburguesía
nacional”.[5] Como dice un investigador de FLACSO, Pablo
Manzanelli, “el predominio que experimenta esta fracción
dominante en la posconvertibilidad incrementa notablemente
los lazos de dependencia del capital extranjero, que en
procura de minimizar sus costos absolutos a nivel mundial,
carece de interés real para profundizar y/o complejizar la
estructura industrial del país” (Realidad
Económica 256, 8-2-11). Un funcionario kirchnerista, el
titular del INTI, Enrique Martínez, reconoce que en la
Argentina “la apropiación de renta por parte de las
grandes multinacionales es mayor que nunca en la historia”
(BAE, 4-4).
Expresión de esta realidad es el perfil exportador dependiente de monomercados y con muy baja
diversificación. Las 50 mayores empresas exportadoras
reúnen el 62% del total exportado; en cuanto a rubros, las
diez primeras partidas representan el 50% de las
exportaciones, y las primeras cien, el 86%. Entre esas 100,
sólo 18 correspondían a rubros industriales de valor
agregado alto. En cambio, 44 rubros (por 44.000 de los
70.000 millones de dólares exportados) pertenecen a los
complejos primarios.
El panorama de las importaciones es el inverso: de los 100
primeros rubros, sólo 6 son productos primarios, y el 83%
de las compras son bienes industriales de alto valor
agregado. Como concluye un analista de la Asociación de
Importadores y Exportadores (AIERA), “intercambiamos con
el exterior puestos de trabajo de baja productividad por
empleo de alta productividad, y si no se resuelve esta
cuestión central es imposible sacar a buena parte de la
población de la pobreza y la exclusión. El resto es mero
voluntarismo” (Santiago Solda, BAE,
9-3-10).
La segunda manguera de dólares que debe alimentar el
superávit comercial es la tumultuosa fuga
de divisas. Un estudio de Cefid-ar de 2010 calcula que
entre 2006 y 2009 se fugaron 44.000 millones de dólares, es
decir, cerca del 90% de las reservas del Banco Central. Esto
tuvo su pico en 2008 y ahora se ha atenuado, pero de ninguna
manera ha desaparecido. El estudio explica que, a diferencia
de períodos anteriores, en que la fuga de capitales se
financiaba vía el Banco Central, lo que conducía rápidamente
a devaluaciones, “en el presente se financia con el superávit
comercial, (y) las divisas excedentes atenúan los
impactos” (BAE,
26-10-10). Por eso dicen los liberales de Orlando Ferreres y
Asociados que “la Argentina hoy no puede soportar déficit
(…) si se achica la balanza comercial el gobierno tendría
que usar reservas para parar la salida de capitales, o no
hacer nada, y el dólar subiría” (La
Nación, 3-5).
Justamente de eso se trata el “modelo” kirchnerista:
de preservar el tipo de cambio, que protege relativamente a
una industria poco competitiva, con un excedente de dólares
que, a su vez, depende de los factores relativamente
contingentes ya mencionados, los precios de las materias
primas y las compras brasileñas. No es lo que uno llamaría
un “modelo sustentable”…[6]
Por otro lado, la fuga de capitales no consiste sólo en
operaciones espurias vía las islas Caimán, sino que está
ligada también a los giros
de dividendos a las casas matrices, que son las que dan
la señal a sus subsidiarias locales.
Otro cuello de botella de la economía es la inversión,
que aun habiendo crecido sigue siendo insuficiente. Señala
un cepaliano moderado, Héctor Valle, de FIDE: “Argentina
ha crecido a tasa asiática, pero la inversión no acompañó
ese proceso. La tasa de inversión está en torno a un 20%
del PBI, y para mantener ese ritmo de crecimiento esa tasa
debería estar entre el 27 y el 30%. Pero además importa el
contenido de la inversión, porque de nada sirve si tiene
poca capacidad reproductiva” (BAE,
26-10-10). Y a ese gato, ningún empresario, ni
“transnacional” ni “nacional”, le quiere poner el
cascabel, porque las
condiciones del capitalismo argentino dan para algunas cosas
(exportar commodities y medrar con industrias protegidas)
pero no para las que modificarían la estructura industrial
del país.
Es casi innecesario decir que el tercer conducto de salida
de dólares es el pago del servicio
de deuda pública, que el gobierno aspira a dejar
totalmente “normalizado” luego de acordar con el Club de
París. Sobre ese tema, que hemos tratado ampliamente en
otras oportunidades, sólo recordaremos que, aun si se
redujo la brutal relación deuda/PBI, estamos muy lejos de
decir que la deuda es sólo un mal recuerdo. Por el
contrario, su carácter de hipoteca estructural no ha variado; en todo caso las cuotas y los
plazos no son tan insostenibles como antes.
Pero atención, porque el saldo general de la cuenta corriente del país (es decir, la suma de
entradas y salidas de dólares en concepto de comercio
exterior, remesas de dividendos y pagos de deuda) da un
superávit de sólo 5.000 millones de dólares. Cifra muy
expuesta a desaparecer ante el primer cimbronazo cambiario,
o baja de precios de commodities, o suba del servicio de
deuda, o fuga súbita de capitales, o cualquiera de los
peligros que históricamente acechan a países como el
nuestro, para colmo en un contexto de alta volatilidad
financiera global.
Argentina,
Brasil y el sentido del Mercosur
Ahora bien, si éste es el panorama de la Argentina, no
hay que creer que Brasil es otro planeta. Si bien su escala
gigantesca le da un lugar muy distinto en la economía
mundial, la diferencia en cuanto a su ubicación en la
división internacional del trabajo no es tan abismal como a
veces se nos dice desde algunos medios. Sus problemas son
otros, pero ese país tampoco las tiene todas consigo en su
inserción global.
A diferencia de la Argentina, a la que le sobran dólares
de comercio exterior y le faltan en todo lo demás, Brasil
tiene un importante flujo de inversiones extranjeras
directas. Pero eso mismo empieza a jugarle en contra: en
2010, Brasil registró un déficit
récord de cuenta
corriente externa de 47.500 millones de dólares. ¿Por
qué? Por dos motivos centrales: el aumento de las
importaciones (vinculado a la revaluación de su moneda, el
real) y el aumento de las remesas de beneficios de las
empresas extranjeras radicadas en su suelo.
Uno de los rubros donde se dispararon las
importaciones fue justamente el de automóviles, donde
Brasil pasó de un superávit de 10.000 millones de dólares
en 2008 a un déficit de 6.000 millones en 2010. En 2005,
Brasil exportaba el 30% de su producción de autos; en 2010,
sólo el 14%, a la vez que en 2005 sólo el 5% de los autos
0 km vendidos en Brasil eran importados, cifra que saltó al
22% en 2010.
Desde ya, la incidencia de las exportaciones
argentinas en este proceso no fue decisiva; mucho más
importante fue el volumen importado de Corea del Sur y
China. Pero todo suma, y para colmo ya había sectores de la
burguesía brasileña que trinaban contra las medidas
proteccionistas argentinas. El marco es que la actitud del
socio mayor del Mercosur hacia la Argentina era más bien paternalista,
casi de aceptarle una cuota de comercio por razones más político-estratégicas que estrictamente comerciales.
Si encima el gobierno argentino le moja la oreja, el
resultado es que el ala más anti Mercosur de la burguesía
brasileña, la FIESP (federación industrial de San Pablo,
la entidad patronal más fuerte de América Latina), se alió
a muchas pymes perjudicadas por las licencias no automáticas
que decretó el gobierno argentino. Como dijo el titular de
la FIESP, Paulo Skaf, “ya era de ponerle a la Argentina
algunos límites, porque ellos, cada vez que la balanza
comercial le es desfavorable crean dificultades”, para
rematar quejándose del “llanto” de los industriales
argentinos.
Desde ya, Dilma Rousseff se alineó con los reclamos de la
patronal, siempre que ésta no cuestione el tipo de cambio.
Por eso el ministro brasileño de Desarrollo, Industria y
Comercio, Fernando Pimentel, sostuvo que “no podemos
quedarnos de brazos cruzados mientras nuestra industria es
devastada por la tasa de cambio” (Tiempo
Argentino, 15-5). Es decir, si el real caro no se toca,
es hora de un poco de proteccionismo, al menos frente a los
argentinos que no juegan limpio. [7] Curiosamente, las
principales involucradas, las terminales automotrices
brasileñas, no fueron consultadas. De allí que los
ejecutivos de Volkswagen, General Motors, Ford, Fiat,
Peugeot o Citroën, de uno y otro lado de la frontera, sean
los que más presionan para que el entuerto se resuelva
pronto.
Precisamente, lo que está en juego también aquí es el
futuro de lo que es en verdad una
industria regional, no del todo brasileña ni argentina,
sino donde tallan decisivamente las multinacionales
imperialistas de la industria automotriz. La producción
de autos en Argentina y Brasil es quizá el único caso de
relativa integración industrial digno de tal nombre en la
región, pero por supuesto no al servicio de los
trabajadores y los pueblos de esos países sino, en primer
lugar, de las patronales imperialistas, en segundo lugar de
la burguesía y el Estado brasileño y recién en tercer
lugar de la burguesía y el Estado argentinos. De allí que
Argentina aporte sudor barato y algunas autopartes, Brasil
sudor algo menos barato y más autopartes, y las grandes
automotrices se llevan la parte del león del trabajo no
pagado.
Como señalara hace décadas Milcíades Peña, el peso
desproporcionado del complejo automotriz en el conjunto
de la industria es señal infalible de atraso, ineficiencia
en la asignación de recursos e inserción periférica en la
economía mundial. No cabe agregar demasiado a la actualidad
de Brasil y Argentina, que más allá de las obvias
diferencias comparten
una realidad de
nichos altamente productivos con un perfil exportador muy
dependiente de las materias primas, con la ventaja de un
ciclo favorable a los precios de los commodities.
Mención especial merece el rol de la gran herramienta de
las burguesías sudamericanas, el Mercosur.
A pesar de que el acrónimo significa Mercado Común del Sur
de América, jamás fue tal cosa ni estuvo cerca de serlo.
Todo lo más, aspiró a ser una unión
aduanera (es decir, una zona económica con aranceles de
comercio exterior comunes) muy imperfecta. Y ahora queda
claro que desde el punto de vista estrictamente comercial
queda cada vez menos de “común”: ni aranceles,
ni reciprocidad, ni trato preferencial.
Debe ser por eso que el kirchnerismo ha descubierto que el
Mercosur nunca fue ni debió ser un bloque comercial común,
ya que ése sería “un modelo de integración basado en
una racionalidad económica estrictamente liberal”
(Gabriel Wolf, de La graN maKro, BAE,
20-5). En cambio, parece que el Mercosur debería ser “una
modalidad íntegramente intergubernamental, que les otorga a
los gobiernos un rol relevante en la implementación de las
políticas regionales (…) algunas excepciones a la libre
circulación están orientadas a fortalecer sectores que aún
requieren un mayor nivel de desarrollo y competitividad
(…) un tipo de racionalidad cooperativa que le otorgue al
Estado un amplio nivel de intervención” (ídem).
Si las palabras tienen algún sentido, esto significa que
el Mercosur debe ser un bloque eminentemente político-estratégico, una instancia “intergubernamental” donde
gestiones de signo “no liberal” sino, es de esperar,
“popular”, ponen en marcha mecanismos de cooperación
que apunten al desarrollo regional. Una especie de Unasur
económico, o de ALBA no tan “radicalizado”. Pero esta
elucubración no tiene el menor sentido para las burguesías
sudamericanas, “nacionales” o no, y sobre todo no lo
tiene para la única burguesía que cuenta de verdad en la
región, la brasileña. Como hemos visto, la patronal
paulista no es lo que se dice una fanática del Mercosur, y
no precisamente porque objete su “racionalidad liberal”.
Más bien, el Mercosur es visto como un
instrumento para canalizar la hegemonía de la burguesía
brasileña por sobre sus pares de la región, y si no ha
de servir para eso, o no puede contener las veleidades
nacionalistas de alguno de sus miembros, prefiere enterrarlo
sin más trámite.
Ésa es quizá la última lección del “affaire de las
licencias no automáticas” entre Argentina y Brasil: no sólo
ayuda a despertar del sueño del “modelo industrial”
kirchnerista, sino también a salir del mundo fantasioso de
la “integración regional” con burguesías que prefieren
comerse al vecino antes que desarrollar el país propio.
Notas:
1. En lo que sí se verifica un
crecimiento continuo es en la relación exportaciones/PBI,
que desde 1980 hasta el siglo XXI no llegó nunca al 10%, y
hoy ronda el 15% tras haber rozado el 20%. Nos abocaremos a
este tema en próximas ediciones.
2. Estas empresas supieron ser,
para el kirchnerismo, candidatas a “burguesía
nacional”. Sería bueno que conozcan el juicio lapidario
que hizo de ellas un alto funcionario de la gestión K que
las conoce bien y no se chupa el dedo, el titular del
Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), Enrique
Martínez. Refiriéndose a la necesidad de que el Estado
“recree la burguesía nacional” (algo que él mismo
reconoce que “puede sonar utópico”), reclama que los
empresarios se asocien al sector público en inversiones de
riesgo, pero el problema es que “Techint, Arcor y Aluar
nunca tomaron esos riesgos y siguen creciendo en base a
subsidios del Estado. El mayor subsidio que reciben es ser
monopólicos” (BAE, 4-4).
3. Como dice el citado Martínez,
del INTI, en minería “estamos exportando concentrado de
minerales sin ningún valor, pedazos de montaña sin
procesar” (ídem). Otra curiosidad estadística es que el
principal rubro de exportación del país, los pellets de
soja, está clasificado en el nomenclador como “residuos y
desperdicios de la industria alimentaria”.
4. El periodista económico
Marcelo Zlotogwiazda cuenta que “hace un año General
Motors exhibió ante autopartistas locales 180 piezas del
Chevrolet Agile para ver si se podían producir localmente.
Ya hay aprobadas más de 20 propuestas que permitirán
sustituir 72 millones de dólares, y hay en estudio
proyectos por 40 millones más. Pero la concreción de esos
reemplazos demora no menos de un año, y con todo lo bueno
que los procesos de sustitución (de importaciones) en
marcha significan, no hay que perder de vista lo escaso que
representa en un déficit sectorial de más de 5.000
millones de dólares” (Veintitrés, 17-3). A este ritmo,
el 60% de piezas nacionales no va para dos años sino para
dos décadas…
5. La extranjerización de la
estructura productiva sigue gozando de excelente salud, pese
a la retórica oficial amiga de los “industriales
nacionales”. Si en 2008 de las 500 mayores empresas 338
eran extranjeras, el número de 2010 es apenas menor: 324,
que aportan el 81% del valor agregado, el 75% de las
ganancias y el 68% de la masa salarial.
6. La receta de la ortodoxia
neoliberal frente a esta situación es la de siempre: Diego
Giacomini, de la consultora Economía y Regiones, se queja
de que “la estructura tarifaria impide hacer inversiones
en la producción” y reclama a la próxima administración
“sincerar las tarifas”; desde otro think-tank de esa línea,
Orlando Ferreres, añoran la época de la convertibilidad ,
en que “había un déficit muy grande, pero financiado por
la gran entrada de capitales que había”, y un economista
de la Fundación Standard Bank exagera que “prácticamente
no hay inversiones fuertes de transnacionales en la
Argentina, es un país sin acceso al financiamiento” (en
La Nación, 3-5). Como se ve, la burguesía antikirchnerista
y sus voceros no han olvidado nada ni aprendido nada, lo que
no quita que un eventual segundo mandato de Cristina
seguramente tenga muy en cuenta esas recomendaciones.
7. Un investigador de la
Universidad del Salvador, Héctor Rubini, advierte las
diferencias entre el proteccionismo más “orgánico” de
la burguesía brasileña y el puro empirismo del gobierno
argentino: “La Argentina sigue con una táctica de ‘ojo
por ojo’ con la que lleva las de perder. Sin un plan
industrial concreto para el largo plazo, la estrategia de
seleccionar discrecionalmente los sectores a proteger no
parece tener mucho futuro” (BAE Comex, 24-5).