Ale Kur



 

La semana pasada, el Congreso brasilero decidió la destitución definitiva de la presidenta Dilma Rousseff. Esto puso fin abruptamente a 13 años de gobierno del PT (Partido de los Trabajadores), sin consultar a la población a través de ningún mecanismo.

De la misma manera, proclamó presidente hasta fines de 2018 a Michel Temer. Este personaje, que era el vicepresidente de la fórmula encabezada por Dilma, tiene la intención explícita de imponer un plan de ajuste mucho más intenso que el que ya había comenzado la presidenta. Si bien Dilma tomó un claro rumbo ajustador en su mandato, éste no podía llevarse hasta el final por las contradicciones que generaba con la base social del PT, en su mayoría trabajadores, población empobrecida, jóvenes, intelectuales progresistas, etc.

Por eso la poderosa burguesía brasilera (una de las más importantes del continente) necesitaba sacarse de encima al PT e imponer en el gobierno a un títere, un agente directo como Temer. Las grandes corporaciones mediáticas impulsaron junto a sus partidos políticos una furiosa campaña política, que terminó en la antidemocrática destitución parlamentaria. La proclamación de Temer como presidente es un ataque directo a la voluntad popular: durante más de dos años los destinos del país estarán en manos de alguien que no fue votado para gobernar, que no debió rendir cuentas ante nadie de su programa de gobierno, y que por añadidura tiene bajísimos índices de popularidad. Temer es presidente, pero jamás podría ganar una elección. Su plan de ajuste no cuenta con la simpatía de la clase trabajadora, y por eso no podrá imponerlo más que recurriendo sistemáticamente a la represión, como ya está haciendo.

En síntesis, en el marco de las instituciones del régimen político brasilero y cubierta por el manto de la Constitución, la burguesía pasó escandalosamente por arriba de su población, imponiendo su propio interés social por encima de cualquier formalidad democrática. El régimen político democrático-burgués se mostró como lo que es: una cáscara para la dominación descarada de la burguesía, donde la opinión popular no cuenta en lo más mínimo.

El parlamento, los medios de comunicación, el sistema judicial (y todas las instituciones) actúan guiados por sus propios intereses, que coinciden en líneas generales con los del puñado de multimillonarios que concentran en sus manos las grandes palancas de la economía; es decir, los grandes capitalistas. Los partidos políticos burgueses se compran y venden al por mayor, pasándose de una coalición a otra, del oficialismo a la oposición, careciendo de todo programa y visión seria sobre la realidad. En Brasil estos rasgos se presentan de manera especialmente descarada, pero son intrínsecos a todos los sistemas parlamentarios burgueses. En Argentina lo hemos visto en infinitas ocasiones.

Pero no son solamente las instituciones políticas las que permiten la dominación de la burguesía sobre los intereses de las mayorías populares. Centralmente, es la propiedad privada de las grandes empresas, de los bancos, de las fábricas, de las cadenas de comercialización, de la tierra. Así es como la burguesía tiene el poder de hacer colapsar la economía cuando no considera que las condiciones le sean favorables. A través de los lockouts –cierre de empresas-, del desabastecimiento, de la inflación, de los despidos y suspensiones, de la desinversión y la contracción del crédito, los grandes capitalistas pueden imponerle a toda la sociedad su propia voluntad. Ya vimos cómo en Venezuela estos mecanismos (usados tanto por los opositores a Maduro como por la propia burguesía “bolivariana” que se enriquece con ellos) están llevando a una auténtica catástrofe económica, que pone un signo de interrogación sobre la permanencia del chavismo en el gobierno.

En Argentina, durante el kirchnerismo, observamos cómo estos actores resistieron inclusive a los muy superficiales intentos del gobierno por acotar su poder o sus ganancias. Ya sean los capitalistas agrarios en el conflicto de 2008, las corporaciones mediáticas contra la Ley de Medios, los jueces contra la tibia reforma judicial, etc.  Con el triunfo del macrismo, gran parte de las medidas “progresistas” del kirchnerismo fueron desarticuladas de un plumazo, demostrando que nada realmente profundo había sido modificado.

El amplio espectro del “progresismo” latinoamericano (PT, chavismo, kirchnerismo, etc.) basó toda su estrategia en la premisa de que es posible y necesario gobernar ateniéndose a este conjunto de instituciones políticas, económicas y sociales. Se aceptó sin chistar las reglas del juego de la burguesía: a su antidemocrático sistema se le concedió el título de “democracia” y se la elevó a principio sagrado e intocable.

Así es como tanto Dilma Rousseff, como Nicolás Maduro y Cristina Kirchner, llegaron al mismo callejón sin salida. Sus experiencias de gobierno demostraron que no es posible hacer ningún cambio profundo y duradero en el marco de este régimen. Luego de década y media de generar ilusiones en esta “vía institucional”, el ciclo progresista culminó en un estrepitoso fracaso, dando lugar a gobiernos de derecha tradicionales.  Los cientos de millones de trabajadores, de población pobre, de jóvenes, los movimientos sociales y organizaciones políticas que creyeron en ellos se encuentran ahora ante una profunda decepción.

Ninguna liberación de América Latina es posible bajo las “reglas del juego” de la burguesía

En América Latina se instalaron desde la década del 2000 (o poco antes) una serie de gobiernos denominados “progresistas”. Estos gobiernos fueron subproducto de las rebeliones populares que sacudieron al continente, y del resquebrajamiento del “consenso neoliberal” de la década de los 90. Las experiencias “progresistas” tienen como común denominador el planteo de avanzar hacia una mayor integración y autonomía de América Latina, una mejor distribución de la riqueza, mejores niveles de vida para las amplias mayorías, etc. Sin embargo, el balance de esta década de gobiernos de ese signo muestra muy pocas o ninguna de estas conquistas.

Las economías de América Latina, atrasadas y dependientes, no modificaron un ápice su estructura. Mientras los flujos de ganancias e inversión estén en manos de la burguesía (multinacional o local) y sus intereses parasitarios, inmediatistas y competitivos, no hay ninguna esperanza de que éstos vayan a parar a un desarrollo industrial, autónomo e integrado. Por el contrario, bajo los gobiernos “progresistas” las viejas y nuevas camarillas empresarias siguieron rapiñando los recursos naturales, las finanzas públicas, las infraestructuras de servicios, etc., sin invertir un centavo para sacar adelante a la región.

Tampoco la distribución del ingreso mostró mejoras significativas. Al continuar los recursos, las finanzas y la producción en manos de unos pocos, éstos siguieron enriqueciéndose como siempre (y quizás más que nunca), mientras muy poca de esa riqueza “derramó” hacia abajo. En todo caso, en el marco de un ciclo económico favorable, mejoraron momentáneamente algunos índices, retrocediendo (muy parcialmente) la pobreza. Pero no se trató de una transformación estructural; con la finalización del ciclo económico ascendente, millones de personas que habían quedado por encima de la línea de pobreza están volviendo a caer debajo de ella.

Con el avance de la crisis económica mundial y la reducción (o eliminación) de los grandes flujos de divisas que ingresaban a América Latina como parte del comercio mundial, los límites de los gobiernos “progresistas” se mostraron en toda su magnitud. La presión económica los hizo girar hacia políticas de ajuste, que les alienaron parte de su base social (por lo cual tampoco fueron capaces de llevarlas hasta el final). Los grandes capitalistas comenzaron a necesitar gobiernos que puedan ir más lejos, llevándose por delante las (no muy profundas) conquistas que los trabajadores y el pueblo obtuvieron en el periodo. Así se recrudeció en toda la región la batalla entre los gobiernos “progresistas” y las oposiciones por derecha, las corporaciones mediáticas, los mercados, etc.

El desenlace final de esta batalla es conocido. La caída de Dilma Rousseff es un nuevo punto de inflexión en la tendencia regional hacia el regreso a gobiernos neoliberales clásicos. Gobiernos que intentan imponer una nueva relación de fuerzas mucho más girada hacia la derecha, a través de la eliminación de derechos, de la represión y de la introducción de un nuevo “consenso reaccionario” (que se ve puede ver en aspectos como la política de Derechos Humanos, etc.).

Es una tarea de primer orden para los trabajadores y los sectores populares, para los movimientos sociales, para todos los explotados y oprimidos, enfrentar y derrotar a estos gobiernos reaccionarios. Esto sólo se podrá conseguir mediante una estrategia de movilización en las calles, de grandes huelgas y luchas masivas. Y para esto es necesario romper con las ilusiones que instalaron los gobiernos “progresistas” con respecto a las instituciones del régimen político, económico y social vigente. No podemos quedar atados a gobiernos reaccionarios como el de Temer y Macri por la vía de un supuesto “respeto a las instituciones”, que no son las nuestras y que además ellos son los primeros en pasar por encima. Hace falta sacar conclusiones de la experiencia de estos últimos quince años para poder avanzar hacia una auténtica ruptura con el orden establecido, abriendo una alternativa socialista.

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