Broncas y esperanzas de un revolucionario en París
Odio tener fecha de vencimiento. Es lo que más odio en el mundo. Porque ser inmigrante (más aún en un país del centro imperialista), no es sólo pedir turnos, sacar miles de fotocopias, hacer cola durante horas en la Prefectura de Policía. Es tener fecha de vencimiento. Es vivir la vida a contrarreloj del día en que empezás a ser ilegal. Es una cosa loca, ¿no? No hiciste nada malo, te levantás a la mañana, vas al laburo, a la facu, a ver a tus amigos, pero sos ilegal. Tu sola existencia te convierte en algo ilegal. Ser inmigrante es tener incrustada en el fondo del cerebro esa fecha, grabada a fuerza de citas en la Prefectura de Policía, de papeles y más papeles, del pedazo ese de plástico llamado “Permiso de Residencia” donde está marcado negro sobre blanco hasta cuándo durás como ser humano legal; después, se acabó.
Odio ser inmigrante, porque significa que tenés que renunciar a cosas que amarías hacer porque perdiste en la lotería de las nacionalidades. Me hubiera encantado ser profe, lo pensé toda mi vida, pero no tengo la buena nacionalidad (ni siquiera es que hace falta ser francés, sólo europeo, es decir “ciudadano de primera”) así que no tengo derecho a rendir los exámenes que hacen falta. Mala suerte, a quién se le ocurre nacer en el Tercer Mundo, ¿no? Así que bueno, abajo la idea de ser profe (y eso que si me pongo las pilas le paso el trapo a cualquier “francés pura cepa”).
Odio que mis hermanos negros y árabes caminen por la calle con un millón de veces más miedo que yo, solamente porque tienen portación de rostro. Porque a mí nunca me paró la cana: en verdad me frenó una vez por cruzar un semáforo en rojo con la bici, y como me había dejado los papeles en casa por un segundo pensé que me subían directo a un charter París-Buenos Aires (así de irracional y de profundo es el miedo que se te incrusta: ¿deportado por cruzar un semáforo en rojo?). Pero para ellos, para los que encima de la lotería de las nacionales perdieron la lotería de los colores de piel, de los rasgos faciales, de los acentos, que los pare y los hostigue la policía es el pan de cada día, sobre todo ahora que son todos terroristas potenciales.
Pero también amo la vida, la vida que tengo. Amo haber realizado la aventura transoceánica de haberme venido a París para acabar con toda esta mugre, para hacer volar por los aires este mundo inmundo. Amo estar lleno de ideas, de proyectos, de sueños que ningún “Titulo de Residencia”, pasaporte, nacionalidad, permiso de trabajo o lo que sea, va a poder sacarme. Amo tener un amigo francés con tanta sensibilidad y conciencia que me propuso casarse conmigo si alguna vez tenía problemas de papeles (obvio, la sacrosanta institución matrimonial te abre todas las puertas).
Amo saber que de acá no me saca nadie, que si algún día la fecha de vencimiento me llega yo me voy a quedar igual, como hacen decenas de miles a los que no les importan las leyes migratorias, las fronteras, esta legalidad burguesa inhumana, y que se la rebuscan todos los días por escaparle. Empezaré a ir a las movilizaciones de los sin papeles, ya no en solidaridad sino como uno más de los que sufren en carne propia este mundo de muros, de alambres de púas, de mares-cementerios. Empezaré a ir con mis hermanos negros que arman las mejores batucadas que vi en mi vida, con mis hermanos árabes que siempre tienen la sonrisa de oreja a oreja aunque estén en las últimas.
Amo dedicarle mi vida a la lucha por terminar con esta sociedad de muros, alambres de púas, mares-cementerios. Por terminar con esta sociedad de los Trump y los Marine Le Pen (cuya sola existencia me genera el miedo y el odio más profundo que sentí en la vida). Amo que cada vez más pibes se pudran de este desastre, de esta lenta marcha hacia el abismo, que se sumen a las filas del socialismo revolucionario. Entren, entren, tenemos lugar para todos.
Amo militar en una corriente internacional que da la misma pelea intransigente por la emancipación humana; que me hace sentir el tipo más acompañado del mundo aunque esté a 15.000 kilómetros de distancia. Una corriente de la que, estoy seguro, más temprano que tarde saldrá algún otro loco que cruce el charco para venir a hacer esta experiencia internacionalista irremplazable, donde lo duras que son algunas cosas es proporcional al premio al que nos jugamos: darle una estocada en el corazón mismo a esta bestia putrefacta llamada capitalismo. Anótense, anótense, acá también hay lugar para todos: los recibiremos con los brazos abiertos.
En la Rusia post-revolucionaria, los burgueses a veces se hacían pasar por obreros, porque las masas los habían tirado abajo, y ya no valían nada, o peor aún, menos que nada. Ya va a llegar el día en que los yutas y los guardias fronterizos se escondan debajo de las piedras. El día en que quememos en la gran hoguera revolucionaria todos los visados, permisos de residencia, todas las banderas patrias. El día en que ningún ser humano sea ilegal. Ese día no va a llegar solo, ni como una simple fatalidad. Es una apuesta, que podemos ganar o perder: revolución socialista o más barbarie capitalista. Nosotros ya elegimos nuestra trinchera y vamos a pelear hasta el final.
Corresponsal