Roberto Sáenz



La pelea por el programa del marxismo revolucionario

“El objetivo de la revolución socialista es la abolición del trabajo asalariado. La dirección que hace la Revolución cubana no tiene esto por programa, ni la clase que la encarna proclama ese objetivo histórico; por lo tanto, en ese sentido, no es una revolución socialista” (Jorge Altamira, “Un debate acerca de la Revolución cubana y de los Estados obreros”).

Una situación transcendental está produciéndose en el Partido Obrero. Su principal dirigente histórico, Jorge Altamira, ha abierto un debate público sobre el balance de la Revolución cubana que parece ir más allá de las posiciones clásicas de dicha organización.

La cuestión tomó estado público a partir de una charla grabada –que el mismo Altamira pide sea conservada y difundida- donde de manera pedagógica coloca agudamente problemas que tienen que ver no solamente con la revolución cubana sino con el balance de las revoluciones de posguerra en general y su relación con la Revolución Rusa.

Lo que sostiene Altamira debería ser normal. Si ha levantado cierto “revuelo” en la izquierda es porque su intervención subraya algo decisivo pero que ha sido soslayado ya por demasiado tiempo en la generalidad de las fuerzas del trotskismo en la Argentina y Latinoamérica como un todo (algo por lo demás paradójico): las consecuencias estratégicas que tuvo que no haya sido la clase obrera como tal, con sus organizaciones y programa, la que haya tomado el poder en Cuba y demás revoluciones de posguerra; un ángulo en el cual nuestra corriente ha venido insistiendo desde su fundación[1].

Desde afuera resulta difícil entender las razones y los alcances de este debate –evidentemente estratégico– abierto en el Partido Obrero[2]; en todo caso, no es de nuestra incumbencia los pormenores “organizativos” del mismo. Tampoco podemos anticipar hasta dónde irá Altamira en sus reflexiones (además del video, se conoce públicamente otro texto en respuesta a un miembro de su organización).

En todo caso, nos alcanza con lo que ya ha manifestado. Sobre todo cuando proviene (más allá de cualquier otra diferencia histórica y coyuntural con Altamira), de uno de los dirigentes más longevos del trotskismo latinoamericano. Porque Altamira parece haber salido al combate por algunos de los aspectos más esenciales del marxismo revolucionario: si el mismo continuará con su adaptación teórica y estratégica a direcciones y revoluciones “cualquiera” que no son la revolución obrera y socialista, o si de una buena vez por todas pasará el necesario balance de las revoluciones del siglo pasado y retomará su programa histórico: el que reza que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos.

El carácter de la Revolución cubana

La primera parte de la intervención de Altamira se empeña en analizar el carácter de la Revolución cubana; al menos su punto de vista actual al respecto. Altamira arranca con una definición con la que podemos identificarnos plenamente: define la Revolución cubana como una “revolución socialista” por su forma pero no por su contenido (la definición específica de nuestra corriente sobre las revoluciones de posguerra es que terminaron siendo revoluciones anticapitalistas pero no obreras ni socialistas[3]).

Altamira señala que si se tiene en cuenta la superación de la revolución por etapas, la superación de la negativa del PC a la expropiación de los capitalistas para comenzar a resolver las tareas pendientes en el país, la revolución del 59 fue una revolución “socialista”. Sin embargo, inmediatamente agrega que la Revolución cubana (al igual que las demás revoluciones de posguerra y a diferencia de la rusa, agregamos nosotros), no fue una revolución socialista en la medida que, como está históricamente documentado, no fue la clase obrera con sus organizaciones la que tomó el poder[4].

Altamira subraya que al no ser la clase obrera la que toma el poder, al no ser el programa de la dirección castrista la abolición del trabajo asalariado, al no ser este su objetivo, la Revolución cubana no es, no pudo ser, socialista; una cuestión que consideramos absolutamente correcta. La expropiación de la burguesía fue una medida evidentemente anticapitalista, y desde ese punto de vista, progresiva (lo mismo que, evidentemente, la inmensa conquista de la independencia nacional de Cuba), pero al no pasar esa propiedad a manos de la clase obrera, sino de un Estado definido por su exclusión del poder, se hace imposible caracterizar a la Revolución con esa connotación[5].

La no toma del poder por parte de la clase obrera es un dato histórico irrefutable que, por lo demás, lo lleva audazmente a Altamira a cuestionar el carácter del Estado surgido de esa revolución, que de manera similar a nuestra corriente, no es definido como un Estado obrero sino como un Estado burocrático a cuyo frente se encuentra una burocracia pequeño-burguesa: “Lo dicho para la sociedad cubana como intermedia o transitoria, vale para el propio Estado, que no es el producto de una revolución proletaria, ni la clase obrera está en el poder. La pequeño burguesía revolucionaria se ha burocratizado y aburguesado, y sus intereses se encuentran más enfrentados con los de las masas que en otros momentos del pasado. Es un Estado burocrático pequeño burgués, no de origen obrero, que está discutiendo con el imperialismo la restauración del capitalismo” (“La Revolución cubana: un retorno lamentable al morenismo”).

Altamira va más lejos en sus desarrollos. Insiste en que la emancipación de la clase obrera no se garantiza con la sola expropiación de los capitalistas. Recuerda que la dirección castrista y la de las demás revoluciones de posguerra no tuvieron como objetivo realmente acabar con el trabajo asalariado. Expropiaron a los capitalistas, sí, y para nosotros eso fue una enorme conquista que caracteriza a dichas revoluciones como anticapitalistas. Pero el gravísimo problema es que no fue la clase obrera la que tomó el poder y pasó a administrar democráticamente la economía; se trata de una “situación transitoria”, dice Altamira, donde para emancipar a la clase obrera haría falta que ésta tomara realmente en sus manos la riendas del país, cosa que ni en Cuba, ni en China, etcétera, terminó ocurriendo, con la consecuencia que el sobre producto social terminó siendo apropiado y aprovechado por la burocracia al servicio de su propio beneficio (esto último lo agregamos nosotros, aunque creemos que Altamira podría suscribirlo porque habla alto y claro acerca de la subsistencia de la “súper-explotación del trabajo” –el concepto es de él- en Cuba).

Altamira recuerda cómo incluso en un Estado obrero auténtico, como fue evidentemente la URSS de Lenin y Trotsky, el primero llegaría a firmar que la clase obrera rusa era “una clase semidirigente y semioprimida” por una situación muy concreta: porque su nivel de vida seguía siendo mucho más bajo que el de la clase obrera en las naciones imperialistas. No entender esto es no entender por qué el proyecto del “socialismo en un solo país” de Stalin llevaba inevitablemente al retorno –bajo las formas específicas que sean- de la explotación del trabajo en la URSS, ¡una incomprensión de leso trotskismo!

Muchos trotskistas se han cansado de repetir la correcta crítica al “socialismo en un solo país” estaliniano pero menos de entender sus verdaderas implicancias; esto por las mismas razones que han repetido correctamente el necesario carácter internacional de la revolución socialista, pero sin entender que al no concretarse dicho desarrollo, al quedar la revolución aislada en un solo país, el inevitable “retorno del viejo caos” (del que hablara Marx en la Ideología Alemana), plantea el retorno de la explotación del trabajo; cuestiones elementales para cualquier trotskista que Altamira se encarga de poner sobre la palestra.

El Estado y la propiedad como fetiches

Es interesante cómo demuele Altamira el criterio de la propiedad estatizada como siendo el factor que define el carácter obrero del Estado[6]. Toma el ejemplo de Polonia en 1939 (algo que nuestra corriente ha hecho años atrás, lo mismo que otros autores), para insistir en que toda conquista económico-social debe ser puesta en correlación con lo más estratégico desde el punto de vista de los revolucionarios: los logros en materia de conciencia y organización independiente del proletariado. La propiedad ha sido estatizada, sí, y esta es una enorme conquista revolucionaria. Pero el problema es que la burocracia la ha realizado en detrimento de la conciencia del proletariado internacional, que es lo más importante. El que, además de ser el criterio de evaluación de Trotsky, era la preocupación de Rosa Luxemburgo expresada en el debate sobre la huelga de masas contra Kautsky: “La concepción marxista consiste precisamente en la consideración de la masa y de su conciencia como los factores determinantes de todas las acciones políticas de la socialdemocracia. En el espíritu de esta concepción, también las huelgas de masas políticas –como toda la lucha por el sufragio- no son finalmente otra cosa que un medio de esclarecimiento de clase y de organización de capas más amplias del proletariado” (“¿Desgaste o lucha?”, citado en “Crítica de las revoluciones ‘socialistas’ objetivas”, Roberto Sáenz).

Altamira mete el dedo en la llaga en una cuestión muy importante, y muy sensible en las fuerzas del trotskismo, que en la posguerra siempre abordaron de manera abstracta el carácter social de la propiedad estatizada. Altamira comete un error formal en su charla: es verdad, como decía Pierre Lambert, que Trotsky señalaba en La Revolución Traicionada que la propiedad estatizada todavía “vivía en la conciencia del proletariado”; esta afirmación del dirigente francés era correcta. Pero corresponde señalar dos precisiones. Primero, que si esa propiedad estatizada, en tanto que atributo de poder económico y político real todavía vivía en la conciencia del proletariado en los años 30 (cuestión de todas maneras discutible luego de la colectivización forzada, la industrialización acelerada y las Grandes Purgas de Stalin), dejó de serlo no solamente porque las generaciones fueron cambiando, sino porque dicha propiedad fue perdiendo ese carácter transicional, todo contenido obrero.

Altamira da en el clavo cuando señala que la propiedad estatizada debe ser puesta en correlación con la conciencia del proletariado y los desarrollos de la revolución mundial; no puede ser tomada de manera aislada. Por eso se queja, correctamente, y apelando implícitamente a la teoría del Estado de Marx, que es muy malo fetichizar la propiedad y el propio Estado; si subsiste algún tipo de Estado (incluso obrero) y algún tipo de propiedad (incluso estatizada), es porque todavía hay imposiciones y desigualdades de algún tipo, algo que ocurre incluso en un verdadero Estado obrero: “[Se afirma que] expropiando al capital se emancipa a la clase obrera. No es correcto. Es una fetichización de la forma de propiedad o incluso de la forma de Estado. La clase obrera se emancipa cuando pone fin a toda propiedad y a todo Estado” (“Un debate acerca de la Revolución cubana y de los Estados obreros”).

De ahí que el objetivo de la transición, como tendencia, deba ser a acabar con todo tipo de imposiciones y desigualdades, lo que significa la tendencia a la abolición/disolución de toda propiedad y de todo Estado; la tendencia a la socialización de la producción.

Esto último no es más que es el ABC de la teoría del Estado de Marx, enriquecida por Lenin en El Estado y la Revolución, y por Trotsky en La Revolución Traicionada, luego de pasar por la experiencia de la revolución más grande en la historia de la humanidad. Altamira se apropia de dichas enseñanzas en su charla emprendiéndola contra “la pedantería de los sabios sin conocimiento” que “hablan sin estudiar nada”, “sin aportar ningún elemento nuevo al debate” (¡y eso que se ha pasado por la experiencia de un siglo entero de revoluciones y contrarrevoluciones, agregamos nosotros!).

La crítica al sustituismo

En el transcurso de su charla Altamira se introduce en la cuestión de cómo caracterizar una revolución. Es agudo al retomar el debate entre Trotsky y Preobrajensky sobre la Revolución china, que nosotros abordamos años atrás[7]. ¿Qué dice Altamira? Señala, con Trotsky, que la característica fundamental para apreciar una revolución es el sujeto que la encarna: “(…) querer definir a la Revolución cubana como socialista por el hecho de que tomó tareas no es el método de Trotsky, cuyo método era quién dirige la revolución y no cuál es la ejecución de esas tareas” (Altamira).

Hace años hemos señalado que debe apreciarse la combinación entre el qué (tareas), el cómo (método) y el quién (sujeto) de la revolución, para caracterizarla. Destacamos esto con el mismo objetivo que Altamira: para emprenderla contra la unilateralidad objetivista de caracterizar una revolución socialista –¡el evento político-social por antonomasia!- por exclusión de los sujetos sociales y políticos que la protagonizan (como terminó ocurriendo, paradójicamente, en el caso de Nahuel Moreno[8]).

Altamira subraya el tremendo peso de los factores subjetivos a la hora de la revolución cuando, nuevamente de manera aguda, parafrasea a Lenin que parafraseaba a Napoleón: “vamos y vemos”. Es decir: la mesa está servida, las condiciones objetivas en las cuales se desarrollara el combate de clases, la aguda guerra civil entre explotados y oprimidos están dadas; ¿qué es lo que resuelve la cosa, en definitiva?: la lucha misma.

Altamira señala que es un error pensar que en Cuba esté planteada una mera revolución política. Señala acertadamente que la clase obrera nunca estuvo en el poder en la isla; que no es como era en la ex URSS, dónde la clase obrera había perdido el poder luego de haberlo tomado y debía recuperarlo[9]. No. La clase obrera nunca tuvo el poder en Cuba, aunque se haya expropiado a los capitalistas. Por lo tanto, la revolución debe ser mucho más “completa” que una mera revolución política: “¿Por qué no es una revolución política? Porque no se trata de que el proletariado haya tenido el poder. Por eso no es una revolución política. Porque el proletariado no tuvo el poder” (“Un debate acerca de la Revolución cubana y de los Estados obreros”).

Es interesante cómo se refiere Altamira a la anécdota del grupo posadista cuando el Che se enoja afirmando que “nadie los obligó a nada; que nadie les impuso nada”. Altamira señala cómo el impulso, la presión desde debajo de las masas, es un factor progresivo para llevar hacia la izquierda incluso a las organizaciones más revolucionarias, y destaca, a partir de ahí, el sustituismo de Guevara.

Nosotros conocemos otra anécdota de quien fuera el secretario privado del Che, Ricardo Napurí (al que también conoce Altamira cuando de jóvenes militaron juntos cerca de Silvio Frondizi), que posteriormente se hiciera trotskista y militara en el trotskismo peruano y argentino. Cuenta cómo el Che, que era de origen en la clase media y de una familia radical, veía con malos ojos a la clase obrera; opinaba que estaba “aburguesada”. De ahí que planteara que “nada con la clase obrera”; “que lo único que hacía falta para hacer la revolución, eran cuarenta pelotas”…

El Che fue un enorme revolucionario, no hay duda de ello. Y rompió con Castro defendiendo una orientación revolucionaria frente a la adaptación al estalinismo que promovió Fidel, orientación por la que entregó su vida[10]. Pero eso no quiere decir que fuera un revolucionario obrero, un socialista revolucionario; no lo era: su estrategia era pequeño burguesa, no obrera, sustitucionista, tal cual afirma Altamira sólo para recibir las críticas de la mayoría de la dirección actual del PO.

No sólo respecto de la estrategia de la revolución era pequeñoburgués sino, por ejemplo, en la promoción de meros incentivos morales en la producción, esto en detrimento de la democracia obrera, de la democracia socialista, la que no tenía ningún lugar en el universo mental del Che[11].

Altamira hace algo “filosóficamente” notable cuando retoma la importancia del sujeto en la historia. Es impactante cómo insiste, contra toda la tradición catastrofista y objetivista anterior de su propia corriente, en que “La dialéctica histórica entre sujeto y objeto [en la revolución socialista], coloca el papel del sujeto en un plano extraordinario”, insistiendo, de paso, en otro aporte metodológico: el hecho que la historia en la posguerra se haya presentado de una manera “peculiar”, afirmando la idea de que no es ningún “idealismo metodológico” mantener nuestro marco de referencia en la experiencia de la Revolución Rusa, de la toma del poder por el proletariado, y condenando el craso empirismo de los que se adaptan al esquema de una revolución cualquiera con un sujeto cualquiera, a los que abandonan la concepción y el programa del marxismo revolucionario[12].

La razón de ser del socialismo revolucionario

Un interrogante tiene que ver con por qué Altamira ha llegado a esta reflexión ahora. En el video señala que son temas en los que “viene pensando hace tiempo” (no es algo “improvisado” como le endilgan en el seno de su partido). Creemos compartir, en todo caso, una motivación fundada en cómo se ha desvirtuado la tradición del marxismo revolucionario, del trotskismo, en las organizaciones que actúan bajo este nombre. Nuestra corriente colocó esta preocupación desde su fundación; preocupación que parece ahora que Altamira, por las razones que sea, sale a levantar.

Como afirmamos en nuestra Primera Jornada del Pensamiento Socialista, en agosto pasado, el problema tiene que ver con que, paradójicamente, en el seno del trotskismo realmente existente, se ha sintetizado una teoría de la revolución y de la transición al socialismo, que es una adaptación a las direcciones no obreras y no socialistas, burocráticas, que campearon en la segunda mitad del siglo pasado. Direcciones que nada tuvieron que ver con la tradición del marxismo revolucionario.

Cuando se observan otros textos hechos públicos por parte del PO (nos referimos al ya citado de Kane), el problema queda de manifiesto. A 60 años de la Revolución cubana, cuando Fidel Castro ha fallecido mientras promovía el retorno del capitalismo a la isla, en vez de destacar las enseñanzas de dicha revolución, el hecho que la clase obrera nunca estuviera en el poder, que Cuba se encuentre en una gravísima crisis producto del aislamiento de la revolución a la que la condenó el propio castrismo, y de que nunca se promovió un régimen de democracia socialista y la planificación democrática de la economía, lo que se hace es salir a presentar la misma versión mistificada de las revoluciones de posguerra que campea entre sectores importantes del movimiento trotskista desde hace décadas, y que sólo puede pavimentar el seguidismo a direcciones -¡y también prácticas de las propias organizaciones revolucionarias!- oportunistas y burocráticas.

Altamira parece preocupado por algo en lo que creemos coincidir: rechazar definiciones mecánicas y antidialécticas de las revoluciones de posguerra y también de los Estados no capitalistas emergentes de las mismas, que le atribuyen rasgos que nunca han tenido (en todo caso, la verdadera revolución obrera en Cuba, fue la de 1933, un proceso profundísimo pero que lamentablemente fue derrotado, y también traicionado por el PC[13]).

Comenzando el siglo XXI, luego de la inmensa experiencia del siglo pasado, volver a refritar definiciones que encuentran “revoluciones socialistas” y “Estados obreros” donde la clase obrera nunca tuvo el poder, y donde no se inició realmente el camino hacia la abolición del trabajo asalariado (¡único contenido posible de un verdadero proceso de transición al socialismo, como afirma Altamira!), sólo puede estar al servicio de embellecer un programa que es opuesto al del socialismo revolucionario; un camino para evitar volver a poner el trotskismo a la ofensiva; el socialismo revolucionario con sus banderas desplegadas: ¡el relanzamiento de la lucha por la revolución socialista auténtica en este nuevo siglo!

Marx había estampado, cuando la formación de la Primera Internacional, que “la liberación de los trabajadores debía ser la obra de los trabajadores mismos”. Posteriormente a él, Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo orientaron por este camino lo esencial de su obra política. Pero ocurrió que, estalinismo mediante, el marxismo revolucionario, el trotskismo, quedó marginado, transformado en una secta. Con la burocratización de la ex URSS, luego de la Segunda Guerra Mundial, sufrió la presión tanto del imperialismo como del estalinismo, y de revoluciones anticapitalistas muy progresivas, pero que terminaron expropiando al capital sin la clase obrera en el poder.

Tal es la distorsión en la educación de la militancia y las concepciones de las organizaciones del trotskismo, que cuando Altamira sale a afirmar algunas de las verdades más elementales de nuestra tradición marxista, se arma un revuelo semejante en el PO (y la izquierda de conjunto en nuestro país[14]); revuelo que por nuestra parte es más que bienvenido.

Ocurre que, efectivamente, el armazón teórico/estratégico de conjunto de las principales organizaciones del trotskismo carece de todo verdadero balance de las revoluciones del siglo pasado; se trata de un armazón teórico-programático, de una concepción, que insensiblemente se ha deslizado a posiciones que nada tienen que ver con las del marxismo revolucionario, que coloca el centro de la transformación social en la acción consciente de la clase obrera como un valor insustituible.

Altamira parece haberse puesto de pie contra esto. Si es así, bienvenido sea. Puede contribuir a que, por fin, se abra un debate evadido desde hace décadas en el seno del trotskismo respecto de que la experiencia del siglo pasado ha sido una condena rotunda de todas las concepciones de la sustitución de la clase obrera en la hora de su propia revolución: la revolución socialista.

 

[1] Para los que tengan interés en profundizar en esta discusión, les recomendamos leer “Crítica de las revoluciones ‘socialistas’ objetivas”, “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”, “La dialéctica de la transición” del mismo autor de esta nota, y “Cuba frente a una encrucijada” y “Sobre la naturaleza de las revoluciones de posguerra y los estados ‘socialistas’” de Roberto Ramírez. Para los que tengan interés en la Revolución china, ver “China 1949: una revolución anticapitalista”, también del autor de esta nota.

[2] Un contradictor de Altamira en el PO señala la profundidad de lo que está en juego en el debate: “(…) es un asunto programático. Tiene carácter programático porque es un asunto que tiene un alcance sobre la estrategia del partido. Y entonces es un asunto prioritario que define lo que nos une como partido y la orientación de nuestra acción” (“Una respuesta a Jorge Altamira en el marco del debate sobre el carácter de la Revolución Cubana en el Partido Obrero”, G. Kane). Desde un punto de vista opuesto al de Kane, podemos afirmar que, efectivamente, lo que está en juego es si de una buena vez el trotskismo recupera su propio programa o sigue corriendo detrás de programas que no son obreros ni socialistas (como defiende en su texto que también se ha hecho público).

[3] Es importante subrayar aquí cómo Altamira destaca, correctamente, que las revoluciones son procesos vivos, que impiden definiciones esquemáticas por anticipado; que en ellas se operan cambios de frente que hay que seguir concretamente, y que, incluso, no era igual el Estado de Lenin y Trotsky con soviets vivos que con los mismos vaciados de contenido (ver a este respecto nuestro texto “Problemas del Estado soviético según la definición de Lenin”, Roberto Sáenz, 1993).

[4] Ver “Nueva historia de Cuba”, de Richard Gott, o los numerosos trabajos de Sam Farber sobre Cuba, entre otros.

[5] Esto es clave porque tiene que ver con que si se liquida la explotación del trabajo luego de la revolución. Al no quedar la propiedad y la producción en manos de la clase obrera, al no pasarse de la estatización a la socialización democrática de la producción, Altamira insiste que la “explotación del trabajo continuó en Cuba”, lo que no deja de ser verdad aunque lo haya hecho bajo formas distintas a las del capitalismo.

[6] La crítica que hace al abordaje mecánico de los “factores” para definir el carácter de la revolución y del Estado, es muy interesante; volveremos sobre esto más abajo.

[7] Ver “Notas críticas a Las esquinas peligrosas de la historia. El recurso al sustituismo social”, del mismo autor de esta nota.

[8] Nuestras críticas a Moreno de ninguna manera le atribuyen las características maliciosas que le han otorgado corrientes históricas como la del PO; pero esta es otra discusión secundaria hoy.

[9] En nuestra opinión, luego de la burocratización de la URSS, el Estado termina perdiendo finalmente su carácter obrero, lo que planteaba también ir más allá de una mera “revolución política”, aunque anteriormente la clase obrera hubiera estado en el poder; pero esto no viene al caso aquí.

[10] Sería interesante volver sobre las desavenencias entre el Che y Castro que motivaron la renuncia del primero a todos sus cargos en el gobierno cubano y, posteriormente, su salida de Cuba para promover, personalmente, la revolución latinoamericana y mundial.

[11] “El debate en la Cuba de los años 60. Cálculo económico, planificación socialista e incentivos”, en “Dialéctica de la transición socialista” de Roberto Sáenz.

[12] Uno de los temas a los que no se refiere Altamira tiene que ver con cómo se organizará el poder de la clase obrera, su dictadura proletaria; tenemos en mente, por ejemplo, los problemas de la democracia socialista. En todo caso, este y otros tantos temas habrá que ver si son tomados por el histórico dirigente del PO en el futuro.

[13] “Cuba en la encrucijada”, Roberto Ramírez.

[14] Todavía no se ha escuchado decir esta boca es mía respecto de este debate en grupos como el PTS y otros.

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