La semana pasada, el exdictador egipcio Hosni Mubarak fue liberado de prisión, seis años después de haber sido encarcelado. Esto ocurrió luego de que el Poder Judicial egipcio fuera declarándolo inocente en cada una de las varias causas que tenía abiertas.
La liberación de Mubarak tiene un enorme poder simbólico: representa el fin de la etapa abierta con la rebelión popular de comienzos de 2011, que había derrocado a la dictadura con las masas en las calles. La Primavera Árabe en Egipto fue a su vez el ejemplo en el que se inspiraron otros movimientos de protesta multitudinarios, tanto en Medio Oriente como en Europa, Estados Unidos y otros países.
La rebelión egipcia estuvo plagada de heroísmo: fueron varias semanas de resistencia contra la represión policial y de grupos de choque oficialistas, que dejaron cientos de muertes. El epicentro fue la emblemática Plaza Tahrir, pero el movimiento se extendió rápidamente incorporando también a sectores obreros que paralizaron importantes ramas de la economía (como el Canal de Suez que conecta el Mediterráneo con los mares de Asia). El ejército se negó a involucrarse en la represión, lo que determinó la caída de Mubarak luego de 30 años de ejercer el poder.
Tras la caída de Mubarak en febrero de 2011, se sucedieron tres etapas políticas diferentes, con sus respectivos gobiernos. En la primera, el gobierno estuvo en manos de una junta militar que comandó la transición hacia las primeras elecciones libres de la historia de Egipto (mayo-junio de 2012). La segunda etapa transcurrió bajo el gobierno de los Hermanos Musulmanes, surgido de esas elecciones, y culminó con el golpe militar de julio de 2013. Este golpe puso en pie un nuevo régimen político, dando inicio a la tercera etapa, que es la que se vive actualmente.
Este régimen tiene en el centro a Abdelfatah Al Sisi, que comandó el golpe militar en calidad de jefe de las Fuerzas Armadas. Su etapa política debutó con el asesinato de más de 800 personas en las protestas convocadas por los Hermanos Musulmanes contra la destitución del presidente Morsi (la masacre de Rabaa Al Adawiyya), en agosto de 2013. Desde entonces, los militares fueron estableciendo las bases de una nueva dictadura, suprimiendo una por una las conquistas de 2011 y reimplantando un régimen de represión sistemática. Las cárceles volvieron a abarrotarse de opositores, las manifestaciones fueron prácticamente prohibidas, las elecciones se convirtieron nuevamente en una farsa (tal como eran en la época de Mubarak). La represión siguió cobrándose víctimas fatales, como la joven militante socialista Shaima el Sabag que fue asesinada a sangre fría por la policía en una movilización a comienzos de 2015.
Este nuevo régimen dictatorial es a todos los efectos prácticos un “mubarakismo sin Mubarak”. No solo por la represión: en la política económica se caracteriza también por un rabioso neoliberalismo, que sigue a rajatabla las recetas del FMI. Así, el gobierno militar descarga un brutal ajuste sobre el pueblo egipcio, sumergiéndolo aún más en la pobreza.
La liberación de Mubarak es por lo tanto una consecuencia casi “natural” de la nueva relación de fuerzas impuesta por la dictadura de Sisi. Permite poner blanco sobre negro la naturaleza del nuevo régimen político. Así, los que creyeron ver en los militares una liberación frente a la “tiranía religiosa” de los Hermanos Musulmanes, deberían ver ahora con toda transparencia lo que realmente fue: una contrarrevolución, que se aprovechó del descontento contra el islamismo para retrotraer la situación al “statu quo” previo a 2011.
Por otro lado, la consolidación de la situación reaccionaria debe servir también para poder entender los límites de la rebelión popular de 2011. Pese a su enorme potencia, y a las conquistas democráticas que obtuvo en un primer momento, se encontró frente a un obstáculo que no fue capaz de superar: la ausencia de una alternativa política propia, de los explotados y oprimidos. Así es como en la trampa electoral de 2012 los egipcios se vieron obligados a elegir entre los representantes del mubarakismo y los Hermanos Musulmanes, partido islamista y neoliberal que pretendía continuar con los ataques a los de abajo. Cuando estos últimos se impusieron en las elecciones y comenzaron a gobernar, rápidamente empezó a operar una polarización que llevó a enormes multitudes de los sectores más atrasados de la sociedad (e inclusive a sectores muy desorientados de la vanguardia juvenil) atrás de las Fuerzas Armadas como garantes del “Estado laico y nacionalista”. Así, el golpe militar se apoyó en una oleada de simpatía de masas, que le dio la fuerza para acabar con las conquistas democráticas y volver a atacar con toda brutalidad a los trabajadores, la juventud, las mujeres, etc.
Lo que faltó en Egipto, al igual que en todo Medio Oriente, es una alternativa política independiente de los grandes aparatos burgueses (sean “laicos” o “religiosos”), una alternativa que exprese a la Plaza Tahrir de 2011, a los que echaron a Mubarak, a los obreros huelguistas, a la nueva generación de trabajadores y jóvenes combativos hartos de la represión y el hambre. El desarrollo de esa alternativa política (en formas de organizaciones socialistas revolucionarias, de sindicatos independientes y antiburocráticos, de movimientos de lucha organizados que se orienten por esta perspectiva, etc.) sigue siendo una tarea de primer orden tanto en Egipto como en toda la región, y es el único antídoto posible contra la deriva reaccionaria.
Por otro lado, es importante señalar que esta perspectiva reúne varias condiciones políticas para su desarrollo. A lo largo de todo este proceso político, e inclusive desde la consolidación de la dictadura de Al Sisi, decenas de miles de trabajadores fueron parte de experiencias de huelgas y movilizaciones por sus derechos. La nueva tiranía nunca fue capaz de frenar la oleada de luchas obreras, arraigada profundamente en la clase trabajadora egipcia (aunque limitada por el momento a una perspectiva puramente reivindicativa o “economicista”, sin un enfoque político de conjunto).
Al mismo tiempo, las condiciones económicas y sociales siguen deteriorándose, evitando toda perspectiva de recuperación política del gobierno. Por el contrario, su popularidad parece estar en descenso, con amplios sectores de la sociedad manteniendo un fuerte rechazo (en fuerte contraste con la simpatía inicial que despertó entre las masas). Este repudio puede vislumbrarse en ciertas ocasiones, como en las protestas que se desataron contra la cesión por parte del gobierno egipcio de unas islas a Arabia Saudita, y que obtuvieron un triunfo al imponerse vía poder judicial la anulación de ese traspaso.
Estas condiciones pueden favorecer en el futuro el resurgir de las movilizaciones masivas, enfrentando a la dictadura de Sisi a un desafío mucho mayor. Esta es la perspectiva que es necesario recuperar, abriéndole nuevamente el camino a la Primavera Árabe, pero esta vez sobre una base política mucho más firme.
Ale Kur