La muerte de Gabriel García Márquez



 

Lo que tus padres en herencia te dejaran

Hazlo ganancia propia que puedas poseer

(Goethe, Fausto, parte I, 1808)

 

García Márquez, más allá de los premios (los ganan tanto grandes como mediocres escritores, por razones buenas y de las otras) y de las cifras de ventas (que tampoco son índice concluyente, ni positivo ni negativo, de la calidad literaria), fue sin duda uno de los más grandes exponentes de las letras latinoamericanas. Detenerse allí sería casi ofensivo: puede con toda justicia decirse que es uno de los grandes de la literatura universal contemporánea. Pero esta tensión entre latinoamericano y universal, como veremos, no se resuelve de manera sencilla, ni en su obra ni, sobre todo, en la valoración que se hace de ella, sobre todo en estos días.

Empecemos por el principio: en sus mejores páginas (que, decía Borges, son las únicas por las que corresponde juzgar a un escritor), García Márquez es una maravilla. Uno de sus muchos atractivos, que además le valió acceder a un público más amplio, es que su escritura nunca perdió del todo el tono de la buena redacción periodística, el primer amor de Gabo con las letras. Hasta en las más fantásticas, barrocas y funambulescas escenas de sus cuentos y novelas aparece cierta tersura del lenguaje, cierta combinación de síntesis y golpe de efecto que ya hiciera las delicias de los lectores del diario El Universal (ver al respecto sus magníficas crónicas publicadas en Cuando era feliz e indocumentado, el merecidamente archifamoso Relato de un náufrago o, mucho más tarde, Crónica de una muerte anunciada y Noticia de un secuestro). A lo que se agregaba una verdadera maestría para la reproducción y reelaboración en clave literaria de la tradición oral, tanto del relato como del diálogo.

 

Una innovacióny un reflejo de su tiempo

 

Sin embargo, lo que dio a García Márquez fama internacional fue una feliz combinación de dos elementos que ya existían en la tradición literaria latinoamericana, pero que con él llegaron a una plenitud formal: la “novela de dictador tropical latinoamericano” y la creación de un universo propio, una Colombia mítica a la vez igual, parecida, distinta y opuesta a la Colombia real. La novela de dictador tenía antecedentes ilustres, como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, y una vasta progenie, entre la que se destacan Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, y El recurso del método, de Alejo Carpentier (ambas de 1974, siete años posteriores a Cien años de soledad). En tanto, la estetización-modelización del espacio-tiempo histórico real en una región a la vez ficcional y reconocible había sido la marca distintiva de la narrativa del estadounidense William Faulkner y su condado de Yoknapatawpha, Mississippi, así como del mejor continuador de éste, en clave propia, en las letras latinoamericanas: el uruguayo Juan Carlos Onetti y su ciudad de Santa María. A esa sólida y rica tradición vino a sumarse Macondo, parida a imagen y desemejanza del Aracataca natal del colombiano.

La originalidad de García Márquez está, entonces, en esa mixtura, en la que se funde una profusa imaginación fantástica (que abreva también en fuentes populares) para dar partida de nacimiento formal al “realismo mágico latinoamericano”. Se trata de un verdadero género, cuyos modelos son Cien años de soledad y El otoño del patriarca, en la novela, y muchos de los mejores relatos breves, como los de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Ojos de perro azul o la novela breve El coronel no tiene quien le escriba (de paso, otra buena herencia que Gabo aprovechó del periodismo es el excelente oído para los títulos).

Esta creación no es, sin duda, separable de su contexto histórico. García Márquez, como muchos otros escritores de su generación, formó parte de quienes, bajo el influjo de la revolución cubana, se definieron, cada cual un poco a su manera, “por el socialismo”. Esta ubicación política de muchos intelectuales y escritores de los 60 y 70 solía ser más ambigua y confusa de lo que parecía, y abarcaba personalidades de trayectoria anterior (y posterior) muy disímiles. En su caso, nunca fue miembro del Partido Comunista, sino que sus lealtades políticas estaban teñidas por su sólida relación personal con Fidel Castro, con quien hablaba frecuentemente y de cuyas iniciativas políticas nunca se distanció. Más bien, las acompañó siempre, y puede decirse que para él su compromiso con y visión del socialismo prácticamente equivalían a su adhesión casi acrítica al castrismo. Algo que lo puso en la vereda de enfrente del peruano Mario Vargas Llosa, el caso más flagrante de renegado del “socialismo” que se pasó a las filas del liberalismo de derecha, y dejó a García Márquez la ubicación de escritor de izquierda más prestigioso del continente.

 

Realismo mágico y latinoamericanismo

 

A partir del éxito de Cien años de soledad, quedó firmemente establecido el prestigio internacional de García Márquez, Sin embargo, en cierta forma esta llegada a la cima literaria sería el preludio de un lento declive artístico posterior, tanto del autor como del género. La explosión creativa, la síntesis de elementos de forma y contenido que desembocó en el realismo mágico, no pudieron sostenerse demasiado tiempo, y luego de una serie de producciones valiosas durante los años 70, ya a comienzos de los 80 se veía que el género creado por García Márquez ya había dado lo mejor de sí; al no haber una vuelta de tuerca adicional que lo renovara, empezó un período de decadencia. Este proceso siguió las fases habituales: primero, la repetición de una fórmula; luego, a medida que sobrevenía el agotamiento, la repetición devenía involuntaria caricatura de sí misma (El amor en los tiempos del cólera o El general en su laberinto). Hoy, y en verdad ya desde hace tiempo, está claro que ninguna producción literaria de valor puede apoyarse exclusivamente sobre el realismo mágico, que sólo puede dar lugar a la última fase de un género en decadencia: la parodia.

Existe en el realismo mágico, además, un peligro adicional, aunque cabe reconocer que García Márquez no es responsable de él. En muchos casos (uno se atrevería a decir que en la mayoría), la admiración que generaba la narrativa de García Márquez fuera de Latinoamérica estaba teñida de un elemento de “exotismo” análogo al que Edward Said denunciaba en la mirada europeísta sobre Oriente. Fueron (y son) legión los lectores del Primer Mundo que miran a Latinoamérica en clave de realismo mágico, e idolatran a García Márquez no como a un escritor que trabaja temas universales (lo que para nosotros está fuera de duda), sino como a un talentoso representante del color local.

Esta posibilidad está siempre latente, en vurtud no sólo de la supervivencia de la mirada imperialista tradicional, también en el terreno de la cultura, sino también por una realidad material: el mercado editorial global está regido por unas pocas casas editoras europeas y estadounidenses. Éstas determinan una “división del trabajo literario” que reproduce en ese terreno los roles de centro y periferia. Así, los grandes temas universales son para los escritores del centro, mientras que a los de la periferia les queda el papel de embajadores literarios del exotismo, la vida bárbara, la exuberancia de lo natural, todo aquello que los lectores de París, Nueva York o Londres disfrutan con apreciativa condescendencia. Este peligro, contra el que advirtiera Borges ya en los años 30 en su clásico texto “El escritor argentino y la tradición”, no sólo no desapareció, sino que se potenció con el realismo mágico. Como señalara el escritor argentino Juan José Saer, “la tendencia de la crítica europea a considerar la literatura latinoamericana por lo que tiene de específicamente latinoamericano (…) parte de ideas preconcebidas y tiende a confinar a los escritores en el ghetto de la latinoamericanidad. (…) Lo que significa que Europa se reserva los temas y las formas que considera de su pertenencia, dejándonos lo que concibe como específicamente latinoamericano. La mayoría de los escritores latinoamericanos comparte esta opinión” (“La selva espesa de lo real”, 1979, en El concepto de ficción).(1)

Insistimos, esta interpretación de su obra no es responsabilidad de García Márquez, pero sin duda alguna su carrera literaria internacional se benefició de esta mirada. Y el escritor colombiano, creemos, tampoco advirtió lo suficiente sobre este riesgo. De allí que no mintiera Saer al afirmar que la mayoría de sus colegas comparte esa misma concepción “exotista”, privativa de la “condición latinoamericana”. Ese “vitalismo”, coincidimos con Saer, es “una verdadera ideología de colonizados (…) que deduce de nuestro subdesarrollo económico una supuesta relación privilegiada con la naturaleza. La abundancia, la exageración, el clisé de la pasión excesiva, el culto de lo insólito, atributos globales de lo que habitualmente se llama el realismo mágico (…) atribuyen al hombre latinoamericano, en ese vasto paisaje natural químicamente puro, el rol de buen salvaje” (idem).

En suma, con la muerte de García Márquez se va también el primer y mejor representante de una escuela literaria valiosa, pero que no cabe absolutizar, ni mucho menos considerar como la representante cabal de una supuesta “esencia latinoamericana”. Hoy no tiene sentido escribir como García Márquez, algo que el propio colombiano intuyó, como lo muestra el hecho de que su propia producción se hiciera más espaciada y menos ambiciosa con el paso de los años. Otra cuestión es que el talernto literario de las nuevas generaciones puede y debe aprovechar e integrar sus elmentos para hacerlos parte de una nueva síntesis. El valor de García Márquez es haber marcado un camino de renovación de temas y formas, y la mejor manera de honrar su legado no es atenerse rígidamente a ellas a medio siglo de distancia –algo totalmente conservador, ajeno al rol vanguardista y revolucionario en las letras que él mismo supo encarnar en su momento–, sino retomar el espíritu con que él buscó insuflar nueva vida a la narrativa latinoamericana en el contexto de un mundo y un continente marcados por la presencia de una gran revolución y del horizonte socialista, más allá de cómo se lo entendiera en ese momento.

En ese sentido, y sin intentar ahondar aquí en el complejo tema de las relaciones entre literatura y sociedad, entre arte e historia, la muerte de García Márquez es una oportunidad para lanzar un llamado de atención sobre el estado de la literatura latinoamericana. No hay en ella hoy un común denominador artístico o una escuela predominante. Más bien, en general se debate entre la liviandad posmoderna abiertamente banal y/u orientada al mercado y, en el caso de la literatura más “seria”, una cierta desorientación (a veces no exenta de guiños al realismo mágico, ya casi como código de identidad) que tampoco termina de emanciparse de los dictados de la moda literaria tal como la define el mercado editorial. Es de esperar que, como en el caso de la revolución cubana y el impulso de la causa socialista en los años 60 en nuestro continente, los tiempos de rebelión que vivimos sean sucedidos por una profundización de las experiencias políticas y sociales en Latinoamérica y en el mundo. Sin duda, esta nueva atmósfera será la más propicia para que en ella se forjen y desarrollen las nuevas espadas que la literatura latinoamericana está reclamando.

Mario Rafiq

 

Notas

1. Esta lúcida constatación no limita su validez a la literatura, sino que tiñe en general a todas las relaciones culturales entre el centro imperialista y la periferia capitalista, incluidas, lamentablemente, las que se dan entre las corrientes políticas marxistas revolucionarias. Ver al respecto, de M. Yunes, el pasaje del capítulo 4 de Revolución o dependencia. Imperialismo y teoría marxista en Latinoamérica, donde se reproduce y comenta con más extensión este concepto de Saer.

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