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Por Víctor Artavia
“Si nos fijamos en las prácticas no formales del liderazgo soviético a lo largo de siete décadas, hallamos que los líderes supremos casi siempre trabajaron con un grupo de socios que asumían importantes responsabilidades gubernamentales propias y reconocían la posición singular del líder supremo, pero entendían que estaban trabajando en equipo con él. Los equipos son colectivos, pero no siempre democráticos, y sus capitanes se pueden convertir en dictadores (…) Stalin podía tratar a su equipo con brutalidad, y otras veces lo hacía con camaradería. Podía expulsar a jugadores del equipo, e incluso matarlos. Pero nunca eliminó al equipo como tal”
(El equipo de Stalin, Sheila Fitzpatrick, Editorial Crítica, 2016)
La revolución rusa y las batallas por la memoria
Como parte del centenario de la revolución rusa, están siendo publicados gran cantidad de libros sobre este acontecimiento histórico y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS). En este sentido, la Editorial Crítica publicó El equipo de Stalin (noviembre, 2016), de la historiadora Sheila Fitzpatrick, donde hace un recorrido de treinta y dos años (1924-1956) sobre las luchas y mecanismos de poder en la máxima cúpula estalinista.
La autora realizó la investigación a partir de la apertura de los archivos soviéticos en los años noventa, en particular del archivo personal de Stalin y otros fondos del gobierno y partido comunista de la URSS. Debido a esto, la obra tiene valor por su acervo documental y revelar muchísima información sobre el funcionamiento interno de la alta jerarquía estalinista.
Por otra parte, cuenta con la enorme limitación de la lectura política de la autora, una historiadora social y sovietóloga de tendencia liberal que, en su reconocida obra La revolución rusa, caracterizó a la insurrección de octubre como un golpe de Estado y, además, retrató a un Lenin ansioso por hacerse del poder de forma exclusiva para los bolcheviques sin ninguna preocupación por la democracia obrera.
Así, esta obra se suma a la enorme cantidad de trabajos que, más allá de sus matices, tienen en común caracterizar la revolución rusa como una utopía fallida, un experimento social que salió muy caro a la humanidad y el cual no debe ser repetido.
Por eso encontramos importante debatir con sus conclusiones, delimitarnos de sus errores y sesgos políticos. Esto no lo hacemos por un mero ejercicio academicista, sino que, siguiendo a Daniel Bensaid, lo comprendemos como una “batalla por la memoria” alrededor de ese estremecimiento del mundo donde se luchó por “una promesa de humanidad liberada”[1], en la perspectiva de la gran tarea estratégica que nos plantea el siglo XXI: ¡la reintroducción de la alternativa socialista en la consciencia de los explotados y oprimidos!
Surgimiento y dinámica de poder en el equipo de Stalin
Quizás el ángulo más novedoso de la obra, desde un ángulo estrictamente historiográfico, es su comprensión de la burocracia estalinista como un equipo que, durante tres décadas, estuvo al frente de la URSS y consolidó una forma de gobierno autoritario que facilitaba el acceso a un estatus social superior (que conllevaba a mejores condiciones materiales de existencia), siendo Stalin la figura central, pero rodeado permanentemente de un grupo de socios con quienes discutía los principales asuntos de gobierno.
De esta manera, Fitzpatrick nos presenta una faceta de la alta cúpula estalinista hasta el momento ignorada en la mayoría de investigaciones históricas, algo comprensible dado que en las últimas décadas predomina el enfoque del estalinismo como una variante de los “totalitarismos” del siglo XX (análisis desarrollado por Hannah Arendt), igualando la dictadura de Stalin con Hitler (obviando las diferentes estructuras sociales de la Alemania nazi y la Rusia posrevolucionaria) y presentándolo como un dictador en solitario.
Además de Stalin, el equipo tuvo entre sus principales líderes a figuras como Mólotov, Kaganóvich, Mikoyán, Malenkov, Voroshílov, Ordzhonikidze, Kalinin, Kírov, Andréyev y Vorznesenski; posteriormente se sumarían otros miembros como Jrushchov y Beria, por citar algunos. Aunque en el plano internacional Stalin concentró el foco de atención, en la URSS durante la década de los treinta era frecuente que, en la prensa soviética y actividades públicas, se utilizara el calificativo de vozhdi para referirse a los miembros del equipo, cuya traducción vendría a ser “líderes carismáticos” (aunque Stalin era el vozhd’ principal).
El equipo se construyó a lo largo de los años y en medio de las disputas internas del partido, oscilando entre la derecha y la izquierda según el enemigo de turno y los aliados del caso. Fitzpatrick ubica el surgimiento del equipo en los inicios de los años veinte, posteriormente a la muerte de Lenin y la consecuente apertura de la lucha por la dirección del partido bolchevique y el gobierno soviético, lapso durante el cual enfrentó a la tendencia encabezada por Zinoviev (con fuerte peso entre la clase obrera de Moscú), a la Oposición de Izquierda encabezada por Trotsky, posteriormente a la Oposición Conjunta (producto de la unidad entre Zinoviev y Trotsky) y, finalmente, a la derecha dentro del partido lideraba Bujarin[2].
Los miembros del equipo compartían un rasgo social particular: sus primeros integrantes eran “hombres de comité”, denominación para identificar a los bolcheviques que militaron en la clandestinidad y en las prisiones durante la autocracia zarista (como Stalin y Mólotov), en contraposición a los emigrados rusos (como Lenin, Trotsky, Zinoviet, Bujarin, etc.) que se destacaban por ser intelectuales con un alto nivel cultural y visión cosmopolita, que hicieron gran parte de su experiencia militante en el exilio europeo donde se relacionaron con los principales partidos y cuadros socialdemócratas de la época.
Esto determinaría la fisionomía del grupo, pues en los años venideros se mantendría como norma integrar figuras que coincidieran con este perfil inicial de “resistencia” y/o “dureza”: “en el equipo de Stalin escaseaban los intelectuales, los cosmopolitas, los judíos y los antiguos emigrados; en cambio contaba con más obreros y más rusos, así como un contingente sustancial del Cáucaso. Este carácter proletario, como el origen ruso, tenía su importancia para la legitimidad del equipo” (Fitzpatrick, 2016: 42).
La autora detalla cómo Stalin tejió su red de hombres de confianza desde su posición de Secretario General y los contactos que tenía en la estructura del partido a lo largo de años de militancia. Esto marcó una diferencia radical con el funcionamiento de las otras corrientes internas en el partido bolchevique que, más allá de sus diferencias políticas, estaban organizadas a partir de plataformas programáticas sobre la conducción de la URSS y la política internacional: “Él no había seleccionado a los miembros del equipo por ser partidarios de tal o tal otra política. En esto se diferenciaba del grupo reunido en torno a Trotsky (…) que aspiraba a desarrollar la planificación central y avanzar en la industrialización. También se distinguía de la «Derecha», defensora de adoptar medidas más moderadas y tratar con más cautela a los campesinos” (Fitzpatrick, 2016: 51).
Por otra parte, resultan muy interesantes los pasajes sobre la puesta en pie de la nueva cultura burocrática como reflejo del proceso de diferenciación social de la cúpula estalinista con el conjunto de la clase obrera. Por ejemplo, en el marco del creciente culto a la personalidad de Stalin y otras figuras del equipo, se instauró una “cultura del aplauso” con tipologías que iban desde el “simple aplauso” hasta los “aplausos continuos y atronadores, con todo el mundo en pie”. La siguiente reseña periodística ilustra este comportamiento en la élite burocrática y el creciente culto a la personalidad característico del estalinismo: “Se rompió en aplausos, que ahora menguaban, ahora se intensificaban con fuerza renovada en honor del líder del pueblo, el camarada Stalin. Cuando todo se había calmado, una voz emocionada gritó de repente desde lo más profundo de la sala unas palabras de bienvenida, en kazajo, en honor de Stalin. Los estajanovistas se pusieron en pie; Stalin, junto con el partido y los líderes del gobierno, también; y durante largo rato, sin pronunciar palabra, se aplaudieron con entusiasmo unos a otros” (Citado en Fitzpatrick, 2016: 125).
En síntesis, el principal aporte del libro de Fitzpatrick es su riqueza en cuanto a datos y detalles sobre la vida interna del equipo de Stalin, las discusiones sobre cómo enfrentar a la Oposición de Izquierda y al resto de corrientes opositoras, el desastre que provocó la “gran ruptura” con el campo y la manera burocrática para enmendar el rumbo, la campaña de terror con las “Grandes Purgas” (Juicios de Moscú), la crisis de Stalin tras el ataque nazi con la Operación Barbarroja y la forma en que varios miembros del equipo reaccionaron para mantener el gobierno en funcionamiento por varias semanas, las tensiones internas con Stalin al final de su vida dado su creciente anti-semitismo e inevitable preparación de un golpe contra Mólotov, los esfuerzos del equipo por restablecer el gobierno colectivo tras la muerte de Stalin (eliminación de Beria mediante) y la “traición” de Jrushchov al hacerse del poder en solitario, etc.
Pero está “virtud” inmediatamente termina por convertirse en el principal déficit de la investigación, pues no aporta nada novedoso en la comprensión del estalinismo como un fenómeno ligado a la burocratización en la URSS y, por el contrario, reproduce los peores prejuicios liberales sobre la revolución al igualar la experiencia del bolchevismo de Lenin con los métodos burocráticos y dictatoriales de Stalin.
Interpretación y periodización del Octubre Rojo
El estudio de Fitzpatrick incurre en una gran cantidad de unilateralidades debido a su interpretación liberal de la revolución rusa, la cual califica de golpe de Estado y, peor aún, insiste en vincular directamente al estalinismo con la tradición bolchevique, dando a entender que Stalin fue el resultado inevitable de las formas “autoritarias” ya presentes en Lenin.
En su reconocida obra La revolución rusa, Fitzpatrick (apoyándose en el esquema de Crane Brinton[3]) periodiza la revolución desde 1917 hasta las grandes purgas o Juicios de Moscú, trazando en el camino “líneas de continuidad entre la revolución de Stalin y la de Lenin”. En su reconstrucción temporal, aduce que “la revolución rusa pasó por varios accesos de fiebre. Las revoluciones de 1917 y la guerra civil fueron el primer acceso, la ‘revolución de Stalin’ del período del primer plan quinquenal fue el segundo y las grandes purgas el tercero” (Fitzpatrick, 2015: 189).
La sola comparación de la revolución con ataques o accesos de fiebre, da cuenta del marco conservador desde el cual Fitzpatrick periodiza este proceso histórico: ¡Lenin y Stalin representan dos momentos de una misma “enfermedad” que aquejó a la sociedad rusa de principios del siglo XX!
Desde este momento la obra pierde profundidad y se limita a ser una narración interesante, aunque muy superficial, del mundo interno del equipo de Stalin. Este es el principal límite en el análisis de Fitzpatrick, a partir del cual desarrolla una serie de valoraciones abusivas sobre las disputas internas en la URSS (en particular sobre Trotsky, que retomaremos más adelante), las cuales asume como una “guerra de guerrillas” a lo interno del aparato del Estado y desvinculadas de la lucha de clases de la URSS y en el plano internacional.
En este sentido, Fitzpatrick incurre en uno de los vicios positivistas de la historiografía académica más conservadora: una lectura superestructural de los acontecimientos históricos, circunscrita a la esfera de la “alta política”. La misma autora reconoce este enfoque al inicio de la obra, al señalar su “énfasis en el interés institucional por la alta política, las redes de patrocinio y las interacciones cotidianas” y delimitar su investigación “al mundo extraño y aislado del Kremlin” (Fitzpatrick, 2015: 27).
No restamos valor a los aportes parciales de su investigación sobre el mundo del “equipo de Stalin” (algunos de los cuales puntualizamos en el acápite anterior), el cual efectivamente tuvo una vida interna que se desarrollaba entre el Kremlin y otros espacios de socialización de sus integrantes. Pero sí rechazamos las generalizaciones abusivas de la autora a partir de un campo de estudio tan delimitado y sin hacer referencia al mundo extra-muros. Esto es mucho más absurdo si valoramos que su análisis no articula el desarrollo del estalinismo con los retrocesos y derrotas de la clase obrera durante los años veinte y treinta, es decir, con la era de los extremos y el enfrentamiento entre la revolución y la contrarrevolución fascista en Europa y otros lugares del planeta.
Esto contrasta con el análisis realizado por Trotsky desde finales de los años veinte, donde ya exponía la relación directa o “encadenamiento histórico” entre el fortalecimiento del estalinismo y los retrocesos de la revolución internacional, dejando en claro que la burocracia estalinista era la negación del proyecto emancipador abierto con la revolución rusa de 1917: “El aumento de la presión económica y política ejercida por los círculos burocráticos y pequeñoburgueses en el interior del país, en el marco de las derrotas de la revolución proletaria en Europa y en Asia: he aquí el encadenamiento histórico que durante estos cuatro últimos años se cerró como un nudo corredizo alrededor de la garganta de la Oposición. El que no comprenda esto, no comprende nada”[4].
Al respecto son muy atinadas las valoraciones de Daniel Bensaid (dirigente histórico del mandelismo), para quien la “periodización de la revolución y de la contrarrevolución rusas no es una pura curiosidad histórica. Ordena posiciones, orientaciones y tareas políticas: antes, se puede hablar de error que corregir, orientaciones alternativas en un mismo proyecto; después, son fuerzas y proyectos que se oponen, opciones organizativas (…) La periodización rigurosa permite así, por retomar la fórmula de Guefter, a la ‘conciencia histórica penetrar en el campo político’.” (Bensaid. Comunismo y estalinismo. Mayo de 2010).
En el caso de Fitzpatrick, su periodización es un claro ejemplo de disociación entre la conciencia histórica y el campo político, por lo cual resulta incapaz de comprender al estalinismo como un fenómeno social de ruptura con el leninismo, el cual tensionó al máximo al partido bolchevique y gobierno soviético, generando el surgimiento de una casta burocrática que, con el paso de los años y a partir de su control del aparato estatal, devino intereses y privilegios diferenciados del conjunto de la clase obrera, estableció una dictadura burocrática contrarrevolucionaria que sacó a la clase obrera del poder y transformó a la URSS en un estado burocrático, destruyendo en el camino al partido construido por Lenin y exterminando generaciones de cuadros revolucionarios bolcheviques.
Trotsky daba cuenta de las contradicciones y peligros del relato estalinista, el cual se sustentaba en el prestigio revolucionario para socavar la revolución desde adentro. Ya en su obra “Stalin. El gran organizador de derrotas” (con textos de finales de los años veinte), alertaba que en la URSS era menor el peligro de una contrarrevolución burguesa completa, pero sí muy factible una contrarrevolución parcial a manos de la burocracia al estilo del Termidor en la revolución francesa que, “por ser inacabado, puede aún por bastante tiempo disimularse bajo formas revolucionarias, pero revistiendo ya en el fondo un carácter claramente burgués” (Trotsky, “Stalin. El gran organizador de derrotas”. Pág. 29)[5].
Las Purgas o Juicios de Moscú (que Fitzpatrick ubica como una continuidad de la revolución de Lenin) fueron el punto más álgido en el proceso de exterminio del partido bolchevique, operativo necesario para su estalinización completa. En total fueron asesinadas 700 mil personas y millones más perdieron sus vidas en los campos de concentración: “La fiscalía del Estado fue encabezada por el ex menchevique Andrei Vyshinsky, jurista y posteriormente diplomático estalinista (…) Un personaje siniestro que, apoyándose en las confesiones, cumpliría uno de los principales papeles en el show del terror que fueron los juicios reclamando en su alegato final del primer juicio “la pena de muerte para cada uno de estos perros que se volvieron locos”… (Recordemos que estaba hablando de dos de los mayores dirigentes del partido bolchevique en su época de oro: Zinoviev y Kamenev).[6]”
Por eso es absurdo que Fitzpatrick analice al estalinismo (incluyendo las purgas o juicios de Moscú) como un eslabón de continuidad del proyecto revolucionario planteado por la revolución rusa, cuando su objetivo fue culminar con el operativo contrarrevolucionario en la URSS mediante la aniquilación física del partido bolchevique construido por Lenin durante décadas, rompiendo con cualquier atisbo de su pasado revolucionario, a pesar de que gran parte de sus cuadros históricos ya habían capitulado a la burocracia estalinista.
Para Bensaid esto se explica porque la URRS de Stalin era la negación del proyecto emancipatorio planteado por la revolución, por lo cual tenía que romper con ese legado peligroso a toda costa: “El régimen estalinista se edificó en contra del proyecto de emancipación comunista. Tuvo para instaurarse que machacar a sus militantes (…) La Alemania de Hitler no tenía necesidad como la Rusia de Stalin de transformarse en ‘país de la mentira’: los nazis estaban orgullosos de su obra, los burócratas no podían mirarse de frente en el espejo del comunismo original”. (Daniel Bensaid. Comunismo y estalinismo. Una respuesta al libro negro del comunismo. Tomado de Marxist Internet Archive, mayo de 2010)
Trotsky se refería al estalinismo en un sentido similar, cuando analizaba lo peculiar de su formación: “evidentemente el stalinismo ha “surgido” del bolchevismo; pero no de una manera lógica, sino dialéctica; no como su afirmación revolucionaria, sino como su negación termidoriana” (Trotsky, Bolchevismo y Stalinismo: 16).
[1] Sugerimos la lectura del ensayo de Daniel Bensaid “Comunismo y estalinismo. Una respuesta al libro negro del comunismo”.
[2] En realidad debemos recordar que como señalara Trotsky en su obra inconclusa Stalin, el “equipo” de este comenzó a forjarse ya durante la guerra civil.
[3]El marco analítico de Brinton (ver Anatomía de la revolución) es profundamente conservador, pues tiene por corolario negar que las revoluciones produzcan verdaderas transformaciones cualitativas, o lo que es lo mismo, son incapaces de consumar su motivación esencial y, por ende, pierden sentido. Brinton va más allá al plantear la posibilidad de conceptualizar como revoluciones los derrocamientos de gobiernos democráticos por parte de organizaciones fascistas, tal como sucedió con Hitler y Mussolinni, postura que lo aproxima al historiador François Furet. Para profundizar sobre el tema, remitimos al lector al ensayo Siglo XX y dialéctica marxista de Roberto Sáenz donde se aborda el debate historiográfico sobre la era de los extremos.
[4] Trotsky. Stalin. “El gran organizador de derrotas”. Pág. 192
[5] Precisemos, de todos modos, que entre los peligros de degeneración de la URSS quizás Trotsky haya sobrevalorado el peso de la derecha bujarinista y subestimado el del llamado “centrismo burocrático” encarnado por Stalin.
[6] Sáenz, Roberto. «La vieja guardia bolchevique en el banquillo». www.mas.org.ar