León Trotsky

(CONFERENCIAS PRONUNCIADAS EN LA SOCIEDAD DE CIENCIAS MILITARES DE MOSCÚ DURANTE EL MES DE JULIO DE 1924)

Es un hecho que hasta ahora nadie se ha preocupado de hacer el cómputo de las enseñanzas que emana la experiencia de la guerra civil, de la nuestra como la de los demás países. Y sin embargo, práctica e ideológicamente, responde a una necesidad imperiosa un trabajo de esta índole. A lo largo de la historia de la humanidad, la guerra civil ha desempeñado un papel particularísimo. De 1871 a 1914, se figuraban los reformistas que había terminado para la Europa occidental este papel. Pero la guerra imperialista volvió a poner la guerra civil en la orden del día. Por nuestra cuenta lo sabemos y lo comprendemos. La hemos incluido en nuestro programa. Sin embargo, carecemos casi por completo de un concepto científico de ella, con sus fases, sus aspectos y sus métodos. Observamos inclusive formidables lagunas en la simple descripción de los acontecimientos que se han sucedido dentro de este dominio durante los diez años últimos.

Recientemente noté que consagrábamos mucho tiempo y esfuerzo al estudio de la Comuna de París, mientras olvidábamos completamente la lucha del proletariado alemán, rica, no obstante, en ejemplos de guerra civil, y que ignorábamos casi por completo las lecciones de la insurrección búlgara de setiembre de 1923. Pero lo más sorprendente es que parece haberse relegado a los archivos, de luenga fecha ya, la experiencia de la Revolución de Octubre. Y con todo, hay en tal revolución muchas cosas de las cuales pueden sacar provecho los tácticos militares inclusive, pues no cabe duda de que la próxima guerra ha de combinarse con diversas formas de contienda civil en una proporción infinitamente mayor que hasta hoy.

Asimismo, la preparación y la experiencia de la insurrección búlgara de 1923 ofrecen un gran interés. Como residen ahora en Rusia tantos compañeros búlgaros que participaron de ella, tenemos a nuestro alcance los medios necesarios para dedicarnos a un serio estudio de esos acontecimientos. Fácil resulta, por cierto, formarse de los tales una idea de conjunto. El país que fue teatro de la insurrección a que aludimos, no abarca más terreno que el de una provincia rusa. Y en él revisten un carácter gubernamental la organización de las fuerzas combatientes y las agrupaciones políticas. Por otra parte, la experiencia de la insurrección búlgara tiene importancia capital para los países donde predomina la población aldeana, que son numerosos, comprendiendo la totalidad de los de Oriente como principal núcleo.

¿En qué consiste nuestra tarea? ¿En redactar un manual para la dirección de las operaciones revolucionarias, una teoría de la revolución, o acaso un reglamento de la guerra civil? De cualquier modo, en lugar preferente de la obra que tenemos en cartera, se tratará de la insurrección como fase suprema de la revolución. Hay que recopilar y coordinar los datos de la experiencia de la guerra civil, analizar las condiciones en que se ha ejecutado, estudiar las faltas cometidas, poner de relieve las operaciones que hayan salido mejor y extraer de todo ello las conclusiones necesarias. Al hacerlo, ¿enriqueceremos la ciencia, es decir, el conocimiento de las leyes de la evolución histórica, del arte militar revolucionario, estimado como conjunto de reglas para la acción deducidas de la experiencia? A mi entender, enriqueceremos una y otro. Pero, en la práctica, no tendremos presente más que el arte militar revo1ucionario.

Tarea complicada es la de componer hasta cierto punto un “reglamento de la guerra civil”. Por lo pronto, se requiere trazar una característica de las condiciones esenciales a la conquista del poder por el proletariado. Así, pues, permaneceremos todavía en el terreno de la política revolucionaria; pero, después de todo, ¿no implica la insurrección una continuación de la política por otros medios? Deberá adaptarse a diferentes tipos de aquélla. Por un lado, tenemos países donde el proletariado constituye la mayoría de la población, y por otro lado países donde es una ínfima minoría de la población aldeana. Entre estos dos polos, se sitúan los países de tipo intermedio. Por ende, hemos de basarnos, para nuestro estudio, en tres tipos: industriales, agrarios e intermedios. Del propio modo, en el capítulo preliminar, consagrado a los postulados y condiciones revolucionarias necesarios para la toma del poder, se describirá la característica de las particularidades de cada uno de estos tipos de países, desde el punto de vista de la guerra civil.

Consideramos la insurrección de dos maneras: primero, como una etapa determinada del proceso histórico, como una refracción de las leyes objetivas de la lucha de clases; luego, bajo un aspecto objetivo y práctico, con miras a saber cómo prepararla y ejecutarla para asegurar más su éxito. A este respecto, la guerra nos brinda una analogía enorme. Porque también es producto de ciertas condiciones históricas, resultado de un conflicto de intereses. Al mismo tiempo es un arte. La teoría de la guerra supone un estudio de las fuerzas y de los medios de que se dispone, de su concentración y empleo con el móvil de la victoria. También es un arte la insurrección. En un sentido estrictamente práctico, o sea, lindando hasta cierto punto con los reglamentos militares, se puede y se debe planear una teoría de ella a su vez.

Evidentemente, se tropezará de buenas a primeras con los equívocos y las críticas de quienes no dejarán de conceptuar pura utopía burocrática la idea de escribir el reglamento de la insurrección, máxime el de la guerra civil. Es probable que aún se diga que pretendemos militarizar la historia, que no se reglamenta el proceso revolucionario, que en cada país tiene la revolución sus particularidades o su originalidad, que en tiempos de revolución se modifica la situación a cada momento, y que resulta quimérico pretender fabricar en serie cañamazos para dirigir revoluciones o dictar, al igual que un sargento, un montón de prescripciones intangibles e imponer su estricta observancia.

Sería de lo más ridículo quien se propusiera realizar algo de este género. Pero, en el fondo, cabría argüir otro tanto respecto a nuestros reglamentos militares. Toda guerra se desenvuelve en una situación y en condiciones que no pueden preverse muy de antemano. Sin embargo, no sería menos pueril querer dirigir un ejército, lo mismo en tiempos de paz que en tiempos de guerra, prescindiendo del auxilio de reglamentos que compendien los datos de la experiencia militar. El antiguo adagio que reza: “No te agarres al reglamento como un ciego a una tapia”, en modo alguno disminuye la importancia de los reglamentos militares, igual que la dialéctica no disminuye la importancia de la lógica formal o de las reglas aritméticas.

Sin duda, en la guerra civil son infinitamente más raros que en las guerras entre ejércitos “nacionales” los elementos necesarios al establecimiento de planes, a la organización, a las disposiciones a tomar. Durante la guerra civil se mezcla la política con las acciones militares de manera más honda, más íntima, que durante la guerra “nacional”. Por consiguiente, en vano traspondríamos los mismos métodos de un orden a otro. Pero de esto no se desprende que esté vedado fundamentalmente en la experiencia adquirida para extraer de ella los métodos, los procedimientos; las indicaciones, las directrices, las sugerencias que tengan una significación precisa y convertirlas en reglas generales susceptibles de encajar dentro de un reglamento de la guerra civil.

Por supuesto, se mencionará en el total de estas reglas la necesidad de subordinar estrictamente las acciones puramente militares a la línea política general, de llevar rigurosa cuenta del conjunto de la situación y del estado de ánimo de las masas. En cualquier caso, antes de tachar de utopía una obra de este género, conviene decidir, tras un examen profundo de la cuestión, si existen reglas generales que condicionen o faciliten la victoria en período de guerra civil. Sólo gracias a un examen de tal índole podrá definirse dónde terminan las indicaciones precisas, útiles, que disciplinen el trabajo a efectuar, y dónde comienza la fantasía burocrática.

Procuremos abordar la revolución partiendo de este punto de vista. Su fase suprema es la insurrección, que decide acerca del poder. Va ésta precedida siempre de un período organizativo y preparatorio sobre la base de una campaña política determinada. Como regla general, el momento de la insurrección es breve pero decisivo en el transcurso de una revolución. Si se adquiere la victoria, le sigue un período que comprende la consolidación de aquélla por medio del aplastamiento de las últimas fuerzas enemigas y la organización del nuevo poder y de las fuerzas revolucionarias encargadas de su defensa.

Dadas estas circunstancias, el reglamento de la guerra civil deberá componerse de tres capítulos por lo menos: preparación de la insurrección, insurrección, y por último, consolidación de la victoria. Así, pues, además de la introducción de principio a que antes nos referíamos al hablar de características en forma abreviada de reglas generales o en forma de directrices, postulados y condiciones revolucionarias, nuestro reglamento deberá encerrar tres capítulos que engloben por orden sucesivo las tres etapas de la guerra civil. Tal será la arquitectura estratégica de la obra. El problema estratégico que tenemos que resolver consiste precisamente en combinar con lógica todas las fuerzas y todos los medios revolucionarios a fin de alcanzar el móvil principal: la conquista y la defensa del poder. Es evidente que cada aspecto de esta estrategia provoca múltiples problemas tácticos particulares, como la formación de centurias de fábrica, la organización de puestos de mando en las ciudades y en las vías férreas, y la preparación minuciosa de los procedimientos para apoderarse de los puntos vitales urbanos. En nuestro reglamento de la guerra civil, unos de estos problemas tácticos se desprenderán del segundo capítulo, relativo a la insurrección, y los otros, del capítulo tercero, que abarcará el período de aplastamiento del enemigo y consolidación del poder revolucionario.

Si adoptamos semejante plan de trabajo, tendremos la posibilidad de abordar nuestra obra por varios lados a la vez. Con tal objeto, un grupo de compañeros se encargará de ciertas cuestiones tácticas que afecten a la guerra civil. Otros grupos establecerán el plan general de la introducción de principio, y así sucesivamente. Al mismo tiempo, será necesario examinar, bajo el enfoque de la guerra civil, los materiales históricos que se hayan reunido. Porque es evidente que no tiende nuestra intención a forjar un reglamento que constituya un simple producto del espíritu, sino un reglamento inspirado por la experiencia, aclarado y enriquecido por una parte, por las teorías marxistas y, por la otra, por los datos de la ciencia militar.

Sabido es que los reglamentos militares no tratan sino del método, o dicho en otros términos, no dan sino directrices generales sin corroborarlas con ejemplos precisos o con explicaciones detalladas. ¿Podremos adoptar el mismo método para enunciar el reglamento de la guerra civil? No es seguro. Es muy posible que nos veamos obligados a citar, a título de ilustración, en el reglamento mismo, o en un capítulo anexo, cierto número de hechos históricos, o al menos, a referirnos a ellos. Quizá esto suponga una excelente manera de evitar el exceso de esquematismo.

La insurrección y la fijación del “momento”

¿De qué se trata? ¿De un reglamento de la insurrección? Entiendo que, de adoptar la palabra reglamento, se trata, ante todo, de uno de la guerra civil.

Se dice que algunos compañeros han formulado objeciones a este respecto y han dado la impresión de confundir la guerra civil con la lucha de clases y la insurrección con la guerra civil. La verdad es que ésta constituye una etapa determinada de la lucha de clases cuando, rompiendo las trabas de la legalidad, va a situarse en el plano de un reto público y con cierta medida física de las fuerzas opuestas. Concebida de tal guisa, abarca las insurrecciones espontáneas determinadas por causas locales, las intervenciones sanguinarias de las hordas contrarrevolucionarias, la huelga general revolucionaria, la insurrección por la conquista del poder y el período de liquidación de las tentativas de sublevación contrarrevolucionaria. Todo ello entra en el terreno de la noción de la una guerra civil; todo ello resulta más amplio que la insurrección y, sin embargo, infinitamente más estrecho que la noción de la lucha de clases, la cual campea a través la historia entera de la humanidad. Si se estima la insurrección como una tarea por realizar, conviene hablar de ella a sabiendas y no deformándola, según suele hacerse al confundirla con una revolución. Debemos librar de semejante confusión a los demás y empezar por desecharla nosotros.

La insurrección comporta por doquiera y siempre una tarea precisa que ha de realizarse. Con este propósito repartimos los respectivos papeles, confiamos a cada cual su misión, distribuimos armas, escogemos el momento, asestamos golpes y tomamos el poder… si no se nos aplasta antes. Debe ejecutarse con arreglo a un plan preconcebido.

Es una etapa determinada de la revolución. La conquista del poder no remata la guerra civil sino que la hace cambiar de carácter. Así, pues, se trata de un reglamento de la guerra civil, en efecto, y no de un reglamento de la insurrección.

Hemos aludido a los peligros del esquematismo. Veamos a la luz de un ejemplo en qué pueden consistir. Con frecuencia he tenido ocasión de observar una de las más peligrosas manifestaciones esquemáticas en la manera como nuestros jóvenes oficiales del Estado Mayor abordan las cuestiones militares de la revolución. Echando una ojeada a las tres etapas que hemos distinguido en la guerra civil, notamos que reviste un carácter particular en cada uno de los tres períodos el trabajo militar del partido revolucionario dirigente.

En el período de preparación revolucionaria, chocamos con el escollo obligado de las fuerzas (policía, ejército) de la clase dominante. Durante este momento, las nueve décimas partes del trabajo militar del partido consisten en disgregar al ejército enemigo, en dislocarlo desde dentro, y sólo una décima parte en congregar y preparar las fuerzas revolucionarias. Huelga añadir que están calculadas de un modo arbitrario las proporciones aritméticas que indico; pero, aun así, dan idea de lo que debe ser en realidad el trabajo militar clandestino del partido revolucionario.

Cuanto más se aproxime el momento de la insurrección, más debe intensificarse el esfuerzo para formar organismos de combate. Entonces ya procede temer ciertos peligros esquemáticos. Es evidente que no pueden tener una fisonomía muy definida las formaciones de combate con cuya ayuda se apresta el partido revolucionario a llevar la insurrección a cabo, y se concibe menos aún que correspondan a unidades militares como la brigada, la división o el cuerpo de ejército. A los encargados de dirigir la insurrección no les dispensa lo anterior de hacer penetrar en ella el orden y el método. Pero no se basa el plan de la misma sobre una dirección centralizada de las tropas revolucionarias, sino, por el contrario, sobre la máxima iniciativa de cada destacamento al cual se habrá asignado de antemano con toda precisión la tarea que le incumbe. En general, el insurrecto combate siguiendo los métodos de la guerrilla, es decir, por medio de destacamentos de partidarios o semipartidarios mucho más cimentados por la disciplina política y por la clara conciencia de la unidad de la meta propuesta que por no importa qué disciplina jerárquica.

Después de la toma del poder, se modifica completamente la situación. La lucha de la revolución victoriosa por asegurar su defensa y su desarrollo se transforma inmediatamente en lucha por la organización del aparato gubernamental centralizado. Los destacamentos de partidarios, cuya aparición era tan inevitable como necesaria en el momento de la lucha para apoderarse del poder, luego de conquistarlo, pueden ser causa de graves peligros susceptibles de quebrantar el Estado revolucionario en formación. Entonces debe procederse a la organización de un “ejército rojo” regular.

La fijación del momento insurreccional se relaciona mucho con las medidas que acabamos de examinar. Claro que no hay por qué designar arbitrariamente, con independencia de los acontecimientos, la fecha fija e irrevocable de la insurrección. Eso sería, en verdad, formarse una idea harto simplista del carácter de la revolución y de su desarrollo. Marxistas como somos, debemos saber y comprender que no basta querer la insurrección para llevarla a cabo. Cuando la hagan posible las condiciones objetivas, se impone ejecutarla, pues no se ejecuta sola. Y a tal fin, antes de desencadenarla ha de tener listo su plan el estado mayor revolucionario.

El plan insurreccional dará una orientación de tiempo y de lugar. Se tomarán en cuenta de la manera más minuciosa todos los factores y elementos de la insurrección, con el golpe de vista justo para determinar su dinamismo, para definir la distancia que la vanguardia revolucionaria deba mantener entre ella y la clase obrera con objeto de no aislarse y, al mismo tiempo, se dará el salto decisivo. Uno de los elementos necesarios de esta orientación es el de fijar el momento oportuno. Se fijará de antemano, en cuanto aparezcan claros las señales de la insurrección. Por supuesto, no se divulgará a cualquiera el plazo marcado, y al revés, se disimulará lo más posible al enemigo, sin inducir a error, empero, al propio partido ni a las masas que lo sigan. El trabajo de éste se subordinará en todos los dominios a la fecha marcada, debiendo estar todo dispuesto el día fijado. De engañar los cálculos, podrá demorarse el momento aunque siempre esta eventualidad comporta graves inconvenientes y numerosos peligros.

Reconozcamos que consideran exento de importancia el plazo de la insurrección muchos comunistas occidentales, quienes no han desechado en absoluto su manera fatalista y pasiva de abordar los principales problemas revolucionarios. Todavía constituye su tipo más expresivo y lúcido Rosa Luxemburgo. Desde el punto de vista psicológico, se comprende sin esfuerzo. Ella se formó, digámoslo así, en la lucha contra el aparato burocrático de la socialdemocracia y de los sindicatos alemanes. Demostró incansablemente cómo este aparato ahogaba la iniciativa del proletariado. No veía salvación ni salida para ello sino en un irresistible empuje de las masas que arrollara todas las barreras y defensas edificadas por la burocracia socialdemócrata. Para Rosa Luxemburgo, la huelga general revolucionaria, desbordando todas las orillas de la sociedad burguesa, se había convertido en sinónimo de revolución proletaria. Sin embargo, cualquiera que sea su potencia, la huelga general no resuelve el problema del poder, no hace más que plantearlo. Para apoderarse del poder, se requiere organizar la insurrección, apoyándose en la huelga general. Toda la evolución de Rosa Luxemburgo lleva a pensar que hubiera acabado por admitirla. Pero, cuando fue arrancada la lucha, todavía no había dicho su última ni su penúltima palabra.

No obstante, hace poco aún existía en el Partido Comunista alemán una acusada corriente hacia el fatalismo revolucionario. “Se acerca la revolución, que traerá la insurrección y nos dará el poder [decían los representantes de tal tendencia]. En lo que atañe al partido, en este momento reduce su papel a provocar la agitación revolucionaria y a esperar sus efectos.” En tales condiciones, plantear concretamente la cuestión del plazo insurreccional es sacar de la pasividad y del fatalismo al partido, es ponerlo frente a los principales problemas revolucionarios, entre ellos y sobre todo, el de la organización consciente de la insurrección para echar del poder al enemigo.

Por eso en el reglamento de la guerra civil debe tratarse la cuestión del momento insurreccional. Así facilitaremos la preparación del partido para insurreccionarse o, cuando menos, la preparación de sus prohombres.

Conviene considerar que el paso más difícil que un partido comunista tendrá que franquear será el tránsito del trabajo preparatorio revolucionario, forzosamente largo, a la lucha directa por la toma del poder. No se dará este caso sin provocar crisis, y crisis graves. El único procedimiento para debilitar su alcance y facilitar la agrupación de los elementos dirigentes más resueltos consiste en persuadir a los prohombres del partido para meditar y ahondar de antemano las cuestiones derivadas de la insurrección revolucionaria, y con un sentido tanto más concreto cuanto más próximos estén los acontecimientos.

Bajo este aspecto ofrece una importancia excepcional para los partidos comunistas europeos el estudio de la Revolución de Octubre. Por desgracia, no se hace tal estudio en la actualidad, ni se hará mientras nadie proporcione los medios para hacerlo. Nosotros mismos no hemos estudiado ni coordinado las enseñanzas de la citada revolución, y especialmente las enseñanzas militares revolucionarias que se desprenden de ella. Será menester seguir paso a paso todas las etapas de la preparación revolucionaria que va de marzo a octubre, la manera como se desarrolló la insurrección de octubre en algunos puntos más típicos y después la lucha por la consolidación del poder.

¿A quién destinaremos el reglamento de la guerra civil? “A los obreros [han respondido ciertos compañeros], con objeto de que sepa cada cuál de ellos cómo comportarse.” Sin duda, sólo habría motivos para alabarse de que “todo” obrero supiera lo que le corresponde hacer. Pero ello traspone la cuestión a una escala sobrada, amplia y, por tanto, utópica. De cualquier modo, no es por esta finalidad por donde hay que empezar. En primer lugar, debe destinarse nuestro reglamento a los prohombres del partido, a los caudillos de la revolución. Naturalmente, en él se vulgarizarán ciertos capítulos y ciertos extremos dedicados a las grandes atmósferas obreras; pero ante todo, se dirigirá a los jefes.

Como medida previa, hemos de poner a contribución para nosotros mismos nuestra propia experiencia y nuestras ideas, formulándolas del modo más claro posible, comprobándolas con minuciosidad y sistematizándolas cuanto nos sea posible. Antes de la guerra imperialista, ciertos escritores militares se quejaban de que escasearan por demás los episodios bélicos, lo cual impedía la buena instrucción de los oficiales. Con no menor fundamento, cabría argüir que la escasez de revoluciones impide la educación de los revolucionarios. A este respecto, nuestra generación carece de motivo para quejarse. Nosotros hemos tenido tiempo de hacer la revolución de 1905 y de vivir lo bastante para tomar parte dirigente en la revolución de 1917. Pero huelga añadir que se disipa con rapidez la experiencia revolucionaria. Además, desaparece bajo un cúmulo de nuevos problemas. Hoy nos hallamos obligados a discutir cuestiones como la fabricación de tela, la construcción de la fábrica eléctrica de Nolkoff y tantos otros problemas económicos antes que la manera de insurreccionarse. Pero está lejos de haber prescrito esta cuestión. Más de una vez exigirá la historia que se responda a tan importante extremo.

¿En qué momento se debe comenzar?

La catástrofe alemana de 1923 ha decidido a la Internacional Comunista a ocuparse de los métodos organizativos de la revolución, y particularmente de la insurrección revolucionaria. Sobre este extremo ha adquirido una importancia de principio la fijación del momento insurreccional, puesto que se ha demostrado de modo notorio que tal cuestión es la piedra de escándalo en la cual convergen todos los problemas relativos a la organización del movimiento revolucionario.

La socialdemocracia ha adoptado acerca de la revolución la actitud que caracteriza a la burguesía liberal en su período de lucha por el poder contra el feudalismo y la monarquía. La burguesía liberal especula con la revolución; pero se guarda mucho de asumir su responsabilidad. En el instante propicio de la lucha, echa en la balanza su riqueza, su instrucción y los demás medios de influencia de su clase para tomar a manos llenas el poder. En 1918 desempeñó un papel de este género la socialdemocracia alemana. En el fondo, constituía ésta el aparato político que transmitió a la burguesía el poder decaído de los Hohenzollern. Semejante política de especulación pasiva es incompatible en absoluto con el comunismo, dado que se asigna el móvil de apoderarse del poder en nombre y por interés del proletariado.

La revolución proletaria supone una revolución de masas sin organizar dentro de su conjunto. En el movimiento desempeña un papel considerable el ciego empuje de estas masas. No puede adquirirse la victoria más que por un partido comunista que se adjudique como objetivo preciso la conquista del poder, que con un cuidado minucioso medite, forje y reúna los medios de alcanzar el móvil perseguido, y que, apoyándose en la insurrección de las masas, realice sus designios. Con su centralización, su resolución y su manera metódica de abordar la insurrección, el partido comunista aporta al proletario, en la lucha por el poder, las ventajas que la burguesía lleva consigo a causa de su posición económica. Sobre este particular no es un simple detalle técnico la cuestión del momento insurreccional. Por el contrario, demuestra de la manera más clara y precisa hasta qué punto se está preparado para abordar la insurrección con todas las reglas del arte militar.

Es innegable: que, cuando se trata de fijar el momento de la insurrección, no puede uno basar sus cálculos sobre la experiencia meramente militar. Disponiendo de suficientes fuerzas armadas, un Estado logra desencadenar la guerra a su antojo. Por otra parte, durante la guerra, el alto mando decide la ofensiva después de haber pesado todos los datos de la situación. Resulta, empero, más fácil analizar una situación militar que una situación revolucionaria. El mando militar ha de habérselas con unidades combatientes organizadas, cuyo enlace entre sí se ha estudiado con esmero y combinado con antelación, merced a lo cual sus directores tienen, digámoslo así, a los ejércitos entre manos. No es menos innegable que, durante una revolución, ocurre algo muy distinto. Ya no están separadas de las masas obreras las formaciones de combate, las cuales no consiguen aumentar la violencia del choque que deban producir sino ligadas con el movimiento ofensivo de aquéllas. De ahí que incumba al mando revolucionario discernir el ritmo de ese movimiento para fijar a ciencia cierta el instante de ejecutarse la ofensiva decisiva.

Conforme se ve, la fijación del plazo insurreccional plantea un problema difícil. Puede acaecer también que se presente la situación con tanta claridad, que ya no quepa duda alguna sobre la oportunidad de la acción a los dirigentes del partido. Pero, de apreciar así la situación veinticuatro horas antes del momento definitivo, es susceptible de llegar demasiado tarde la señal, y cogido de improviso, se encuentra el partido imposibilitado para dirigir el movimiento, que en tal caso, puede terminar en la derrota. De donde se deduce la necesidad de prever lo antes posible la proximidad del instante oportuno, o, dicho en otros términos, de fijar la fecha de la insurrección, basándose en la marcha general del movimiento y en el conjunto de la situación del país.

Si se cumple, pongamos por caso, dentro de un mes o de dos el plazo marcado, el comité central o la dirección del partido aprovecha este intervalo para poner en condiciones a los afiliados, iniciándolos en todas las cuestiones que se planteen, por medio de una propaganda acentuada, de una preparación y una organización apropiadas y de una selección concienzuda de los elementos más combativos para la ejecución de misiones determinadas. Huelga añadir que no puede ser irrevocable una fecha que se haya designado uno o dos meses de antemano, y menos aún cuando se designe con una antelación de tres o cuatro meses; pero la táctica debe consistir en confirmar a lo largo del plazo fijado si era justa la elección del momento.

Veamos un ejemplo. Los postulados políticos indispensables al éxito de la insurrección residen en el quebrantamiento de la máquina gubernamental y en el apoyo que a la vanguardia revolucionaria preste la mayoría de los trabajadores de los principales centros y regiones del país.

Admitamos que las cosas no hayan llegado todavía a tanto, sino que estén cerca de llegar. Aumentan con rapidez las fuerzas del partido revolucionario; pero es dificultoso comprobar si tiene tras sí una mayoría suficiente de trabajadores. Entretanto, como cada vez se hace más grave la situación, se plantea prácticamente el problema insurreccional. ¿Qué debe hacer la dirección del partido? Supongamos que razona de la guisa siguiente:

1º.- Puesto que en el transcurso de las últimas semanas se ha acrecentado con rapidez la influencia del partido, cabe presumir que esté a punto de seguirnos la mayoría obrera de tales o cuales centros principales del país. En estas condiciones, concentremos sobre estos puntos decisivos las mejores fuerzas afiliadas y calculemos que necesitaremos alrededor de un mes para captarnos la mayoría.

2º.- Desde el momento en que está con nosotros la mayor parte de los principales centros del país, podemos llamar a los trabajadores para que constituyan soviets de diputados obreros, a condición, por supuesto, de que prosiga la desorganización del aparato gubernamental. Calculemos que la constitución de los soviets en los principales centros y regiones del país exija todavía dos semanas.

3º.- Puesto que están organizándose soviets en las principales aglomeraciones y regiones del país bajo la dirección del partido, se impone, naturalmente, la convocatoria de un Congreso Nacional de Soviets. Pero pueden transcurrir tres o cuatro semanas antes de que se celebre. Ahora bien: es toda evidencia que este Congreso, en una situación así, ha de consagrar la conquista del poder, so pena de exponerse a la represión. Dicho de otro modo, el poder de hecho debe hallarse en manos del proletariado al llegar el momento de reunirse el Congreso.

Por consiguiente, el plazo que se marque para preparar la insurrección será de dos meses a dos y medio. Este lapso de tiempo, deducido del análisis general que se haya hecho de la situación política y de su desarrollo ulterior, define el carácter y el aspecto que se requiere imprimir al trabajo militar revolucionario con miras a la desorganización del ejército burgués, a la incautación de la red ferroviaria, a la formación y al armamento de los destacamentos obreros y demás pormenores. Asignamos una tarea bien definida al mando clandestino de la ciudad por conquistar: adopción de tal o cual medida durante las cuatro primeras semanas; puntualización de cada disposición e intensificación de los preparativos en el curso de las dos semanas siguientes, de suerte que esté todo dispuesto para la acción dentro de los quince días posteriores. De esta manera, realizando faenas de carácter limitado, aunque claramente definido, se ejecuta el trabajo militar revolucionario sin salirse de los límites del plazo impuesto. Así se evitará caer en el desorden y la pasividad, que pueden ser fatales, obteniendo, por el contrario, la fusión necesaria de esfuerzos, a la par que más resolución en todos los jefes del movimiento. Al mismo tiempo, debe llevarse a fondo el trabajo político. La revolución sigue su curso lógico. Un mes después, ya estamos en condiciones de comprobar si de veras ha logrado el partido captarse a la mayoría de los obreros en los principales centros industriales del país. Cabe hacer tal comprobación por medio de un “referéndum” cualquiera, de una gestión de los sindicatos o de manifestaciones en la calle, y hasta con una combinación de todos estos medios.

Cuando adquirimos la certeza de haber franqueado, según teníamos previsto, la primera etapa que nos trazáramos, con ello se refuerza de modo singular el término fijado para la insurrección. En cambio, si se denota que seguimos sin tener junto a nosotros a la mayoría de los obreros, por mucho que haya aumentado nuestra influencia durante el mes transcurrido, es prudente aplazar el momento de la insurrección. A lo largo del mismo tiempo, tendremos numerosas ocasiones de observar hasta qué punto han perdido la cabeza las clases dirigentes, hasta qué extremo está desmoralizado el ejército y debilitado el aparato de represión. Por medio de estas comprobaciones, nos daremos cuenta de las fugas que hayan podido producirse en nuestro trabajo clandestino de preparación revolucionaria. En lo sucesivo supondrá la organización de los soviets un procedimiento eventual de cotejar las proposiciones de fuerzas, y, por tanto, de establecer si las condiciones son propicias para desencadenar la insurrección. Evidentemente, no siempre resultará posible, en cualquier instante y en cualquier lugar, constituir antes de la insurrección los soviets. Conviene incluso contar con la circunstancia de que no puedan organizarse sino en plena acción. Pera aparecerán como preludio de la insurrección próxima por doquiera donde, bajo la dirección del partido comunista, haya posibilidad de organizarlos antes del derrocamiento del régimen burgués. Y entonces será más fácil de fijar la fecha.

El comité central del partido inspeccionará el trabajo de su organización militar, se dará cuenta de los resultados obtenidos en cada rama y conforme lo exija la situación política, imprimirá a este trabajo el impulso necesario. Ha de descontarse que la organización militar, por no basarse en el análisis general de la situación y en la proporción de las fuerzas contrapuestas, sino en la apreciación de los resultados que haya obtenido dentro del terreno de su acción preparatoria, se considerará siempre insuficientemente apercibida. Pero cae por su peso que lo decisivo de tales momentos es la apreciación que se haga de la situación y de la proporción de las fuerzas respectivas, en particular de las tropas de choque del enemigo y de las nuestras. Así, pues, podrá surtir efecto sin igual en la organización de la insurrección un término marcado dos, tres o cuatro meses de antemano, incluso cuando circunstancias ulteriores obligaran a adelantarlo o a retrasarlo algunos días.

Claro que es meramente hipotético el ejemplo que antecede; pero comporta una notable ilustración de la idea que debe uno formarse de la preparación insurreccional. No se trata de jugar a ciegas con las fechas sino de determinar el momento de la insurrección basándose en la marcha misma de los acontecimientos, de comprobar su justeza en el transcurso de las etapas sucesivas del movimiento, y de fijar el término al cual ha de subordinarse todo el trabajo de preparación revolucionaria.

Repito que bajo este aspecto deben estudiarse de la manera más atenta las enseñanzas de la Revolución de Octubre, de la única revolución que hasta ahora ha hecho el proletariado victoriosamente. Es menester componer un calendario de Octubre desde el punto de vista estratégico y táctico, exponiendo cómo se han desarrollado los acontecimientos uno tras de otro, cuáles han sido sus repercusiones en el partido, en los soviets, en el seno del comité central y en la organización militar insurrecta. ¿Qué sentido tenían los titubeos que se produjeron dentro del partido mismo? ¿Hasta qué punto pesaron sobre los acontecimientos en bloque? ¿Cuál fue el papel desempeñado por el organismo militar? He aquí un trabajo de inapreciable importancia. Dejarlo para más tarde sería cometer una falta imperdonable.

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