Por Roberto Sáenz  



 

Algunas enseñanzas a propósito del actual ciclo de luchas – 

“El sindicalismo implica el sometimiento ideológico de los obreros a la burguesía” (Lenin, ¿Qué hacer?)

El durísimo conflicto que están llevando adelante los compañeros de Gestamp es uno de los más importantes de la coyuntura. Luchas similares están ocurriendo en Calsa, Emfer, Cerámica Neuquén y otras plantas abandonadas a su suerte por la burocracia sindical.

Estas luchas muestran, también, como la izquierda sigue rengueando por detrás de la situación en la pelea contra el ajuste económico. Sobre todo los integrantes del FIT, ninguno de los cuales ve la necesidad de realizar, urgentemente, un gran encuentro nacional del sindicalismo combativo unificado para rodear de apoyo estas luchas; a lo sumo plantean “esperar para después del Mundial”…

Este tema lo tratamos en el editorial de esta edición. Aquí sólo queremos dedicarnos a algunos de los rasgos de la nueva generación obrera, tal como se desprenden de las actuales experiencias de lucha, como parte de ir sacando enseñanzas de ellas. Y, también, como para desmentir tanta pavada que se dice por ahí, poniendo el dedo en la llaga acerca de la complejidad que tiene la forja de una verdadera conciencia clasista entre los trabajadores.  

Los límites del sindicalismo

Lo primero que salta a la vista es el sindicalismo de los compañeros. La nueva generación obrera se caracteriza por ser muy activista, “radicalizada” muchas veces en cuanto a algunas acciones y con fuertes rasgos de desconfianza en la burocracia sindical (aun si, como ocurre en la mayoría de los casos, los compañeros no la tengan identificada como enemiga al inicio del proceso de la lucha).

Estos son algunos de los muchos rasgos positivos de los compañeros en un proceso que por el momento es más antiburocrático que realmente clasista. Sin embargo, y por esto mismo, están caracterizados por fuertes contrastes que desmienten, a la vez, la mitología de tantos izquierdistas de café sobre que estaría en curso una “radicalización” de la conciencia de los trabajadores sólo a partir de la (importante) votación obtenida por la izquierda y por fuera de una verdadera profundización de la lucha de clases.

Insistimos: los rasgos de la base obrera e, incluso, de los compañeros de vanguardia en la lucha desmienten este relato facilista. Es verdad que entre el activismo hay compañeros que simpatizan e, incluso, han votado por la izquierda. Esto se da sobre todo allí donde la izquierda ha ido ganado posiciones por anticipado. Pero esta situación no es la dominante ni entre el activismo ni muchísimo menos entre la base. La realidad es que la conciencia es, mayormente, reivindicativa (atada a la necesidad económica), con poca amplitud de miras, y sin mayores rasgos de radicalización política.

A la hora de la lucha, este es un tremendo límite que se expresa en una aguda ceguera frente a determinadas circunstancias. Pasa que a los compañeros les cuesta muchísimo elevarse más allá de los estrechos límites de su lugar de trabajo. Lenin dijo un siglo atrás que el rasgo característico de la conciencia obrera era el “trade-unionismo”, enseñanza universal que sigue presente hoy. Sindicalismo que se caracteriza por no ver más allá de las relaciones creadas entre obreros y patrones en el lugar de trabajo. Es decir: por la pérdida de la dimensión política de las cosas, que siempre incluye al Estado. Y también por aspirar a mejoras dentro de la relaciones de explotación existentes que dejan siempre al obrero como obrero y al patrón como patrón (con todo lo que esto conlleva en materia de expectativas falsas, ingenuidad, representaciones irreales de las relaciones reales, espera de un “salvador” y un largo etcétera).

Esto es lo que sigue dominando a nuestra clase obrera, que si no se identifica, como lo hizo en las décadas pasadas con el peronismo como movimiento ideológico, sí lo hace en todo caso con el “residuo burgués” de esa conciencia política, expresada en la estrechez de miras y el criterio economicista con que se abordan las relaciones: entregar sus condiciones de explotación e, incluso, su independencia política y sindical a cambio de plata.   

Resumiendo, sindicalismo es la incapacidad de elevarse más allá de las estrechas relaciones del lugar de trabajo, no ver las consecuencias políticas de los desarrollos, estar demasiado determinados por una conciencia armada alrededor del terreno de la necesidad que, por ejemplo, no logra muchas veces evitar la tentación de los arreglos que ofrece la empresa o ver en esta instancia, la tabla última de salvación. Claro que esto no debe dar lugar a ningún comportamiento sectario hacia nuestra clase. Cualquier organización que pretenda desentenderse de estas limitaciones existentes en la realidad de la clase obrera sería criminal: tendrá el camino vedado para hacer pie en ella. Guste o no, es el estado de cosas y de él hay que partir en cualquier lucha. Pero que partamos de la realidad tal cual es no quiere decir que no la sometamos a crítica, que la idealicemos o que en el transcurso de la lucha no demos una pelea contra ella, so pena de que la lucha sea derrotada.

Sólo las corrientes electoralistas que consideran a las luchas cotidianas de la clase obrera como una “pérdida de tiempo” o un terreno en el cual sería “imposible obtener ganancias de conjunto” pueden considerar la realidad desprendida de los rasgos reales. Hacen generalizaciones abusivas o pierden de vista que la transformación del resultado electoral en influencia orgánica es muy complejo; que entre el voto y la cotidianeidad de la clase obrera hay un sinnúmero de mediaciones y “formas de representación”. Entre ellas, las direcciones sindicales tradicionales. Instituciones en el seno de las cuales el “cuco de los zurdos” tiene mucho peso aún. De ahí el temor casi pánico de los compañeros de vanguardia a mostrarse como simpatizantes de izquierda, de que la izquierda pueda ondear sus banderas en las luchas.

La importancia de los tiempos 

Una derivación de lo anterior es el “legalismo” que caracteriza a los trabajadores. Se trata de una forma de atraso complementaria al sindicalismo, según la cual sólo se puede hacer lo que habilita el derecho burgués. Esto viene de larga data y hace a la conciencia concreta de la clase obrera argentina. El movimiento sindical fue estatizado bajo el peronismo desde finales de los años 40, y esto significa que desde hace décadas, en lo que hace a las relaciones entre obreros y patrones, interviene un “tercer actor”, que es el derecho laboral y el Ministerio de Trabajo que hace las veces de “mediador entre las partes” (en la cabeza de los compañeros), razón por la cual los trabajadores muestran una fuerte resistencia a trasponer cualquier límite a la legalidad.

Claro que no se trata, solamente, de un límite o “muro mental” (que existe y tiene mucho peso), sino también de una realidad material vinculada a las sanciones jurídicas que se le puedan venir a los que osen cuestionar el imperio de la propiedad privada en cualquiera de sus formas (por ejemplo, ocupando una planta). De ahí que frente a los problemas legales no se deba tener ningún facilismo ni izquierdismo infantil; hay que abordarlos con toda seriedad, lo que no quiere decir adaptarse acríticamente a ellos o perder de vista que las que mandan son siempre las relaciones de fuerza, no el cretinismo de la “legalidad” desprendido de la vida real.

Si en determinados casos una sanción legal es posible, las más de las veces la “conciencia legalista” funciona por anticipado como un límite dramático a la hora de radicalizar las acciones, que toma la forma de una gran ceguera alrededor de las posibilidades que plantea el conflicto o de los momentos de vida o muerte en los que hay que endurecer la lucha. Momento que si se pierde (por dudas o lo que sea), lo que se pone en riesgo es la propia lucha.

Esto último nos lleva a un tema más general: el problema de los tiempos en materia de los conflictos obreros. En nuestra columna de la edición anterior señalábamos a los conflictos obreros como una suerte de “guerra de guerrilla industrial” donde se ponía en marcha un enfrentamiento directo entre las clases en los lugares de trabajo. Una “guerra de clases” donde estaba planteado trasponer el escenario habitual de la “legalidad” y apelar a acciones directas como el quite de colaboración, los paros, los bloqueos de portones, la ocupación de la planta, el corte de ruta, hacer ingresar a los despedidos o evitar que sean desalojados y demás experiencias de lucha. Ahora bien, si todo conflicto real plantea un escenario de este tipo, como en toda guerra o toda cuestión política de importancia, el problema de los tiempos en que se llevan a cabo las acciones es decisivo. Ninguna experiencia de lucha se lleva a cabo en una “temporalidad vacía” con relaciones de fuerza “congeladas” a nuestro favor, razón por la cual no importa llevar adelante una iniciativa hoy, mañana o pasado.

Esto no es así. El tiempo es lo más dinámico y cambiante que hay. Además, en toda lucha de clases hay dos actores de clase: la clase obrera y la burguesía. Si nuestra voluntad se paraliza, por la razón que sea, la del enemigo no tiene por qué hacerlo y se nos viene encima. Un ejemplo de esto, en el caso de conflictos por despidos, es como hora a hora va cambiando la conciencia, la representación de las cosas por parte de los compañeros. La “felicidad” y el “éxito” por una acción de hoy puede convertirse en la desmoralización de mañana si un delegado arregla traicionando la lucha, o si la patota ve débil el acampe de los despedidos y se tira sobre ella, o si la empresa ha acumulado stock y hagamos lo que hagamos no le importa perder algunos días de producción, o si el gobierno considera que ya tiene suficiente margen y reprime a los que están el lucha; hay una multitud de escenarios.

El activista obrero que considere que los tiempos invariablemente le juegan a su favor seguramente se encontrará, a la vuelta de la esquina, fuera de la planta, con su despido consumado y sin vuelta atrás.

La dignidad no tiene precio

Estas características de la nueva generación obrera no han caído del cielo, ni podrán superarse por fuera de la experiencia histórica de la misma clase, no sólo en nuestro país, sino internacionalmente hablando. Cada una de las luchas que estamos viviendo (como ahora la de Gestamp) hace a una imprescindible acumulación de experiencias inevitable e insustituible para el progreso de cada nueva generación obrera y partidaria: “Por clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima de la experiencia, como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico (…), la noción de clase entraña [una] relación histórica. [Y] como cualquier otra relación, es un proceso fluido” (E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra).

Efectivamente, las características con las que las nuevas generaciones llegan a la lucha se forjan históricamente y tienen que ver no sólo con las particularidades de la tradición nacional de cada país, sino con el “clima de época” vinculado a los grandes hechos de la lucha de clases mundial. Y este “clima de época” está marcado específicamente hoy por una ruptura con la experiencias del siglo pasado protagonizada por las clase obrera, con sus triunfos y derrotas, y por la pérdida de toda idea,, aun difusa, de una alternativa superadora al capitalismo.

Esta crisis de alternativas que todavía se vive nacional e internacionalmente alimenta representaciones de un “eterno presente” que ata a los trabajadores al sindicalismo y el economicismo habitual. Es decir, y como señalara Lenin, a las formas tradicionales de su conciencia burguesa. Porque el sindicalismo es eso: una forma de conciencia burguesa a la que le cuesta ir más lejos de su consideración como trabajador eternamente dependiente de un salario; pasar a ser el amo de la producción y no siempre el esclavo de ella. Esto plantea toda la problemática de la adquisición, por parte de la clase trabajadora, de una conciencia de clase. Aquí se expresan dos agudos problemas. El primero es que por oposición a una conciencia puramente reivindicativa, estrechamente económica, en la conciencia de clase deben dominar los elementos políticos, como ocurría antiguamente cuando la clase obrera, incluso la argentina, era anarquista, socialista o comunista (es decir, antes del peronismo). A un delegado con conciencia de clase, que le pongan billetes sobre la mesa puede ejercerle una presión (dadas las necesidades que inevitablemente tiene), pero su comprensión de que lo quieren comprar, su dignidad, sus responsabilidades frente a los demás compañeros que lo han elegido, serán el factor dominante, afirmando orgullosamente que “no tiene precio” y dándole un portazo a la patronal.   

Es que de eso se trata, justamente, la conciencia de clase de los trabajadores. Y un avance hacia eso es lo que expresaría una verdadera radicalización. De una conciencia donde los elementos de tipo político –es decir, la identificación de sus intereses con las del resto de sus compañeros y por oposición a los patrones– dominen los elementos meramente económicos o reivindicativos. Elementos estos últimos que, además, se hacen valer muchas veces de maneras inconsciente, confundiendo la voluntad del trabajador dominado por la “ciega necesidad”.

El Estado burgués dentro de la familia

Aquí corresponde identificar el rol reaccionario que cumple en la generalidad de los casos lo que se llama la “familia obrera”. Este tipo de familia, en realidad, es una idealización y no existe como tal “familia obrera”: se trata de la forma burguesa de la familia de los trabajadores, que es una cosa muy distinta. Esta forma entra completamente en crisis ni bien el compañero –¡y ni hablar si se trata de una compañera! salta el cerco del atraso habitual y comienza a tomar tareas que hacen a la representación del conjunto de los trabajadores. Es decir, entra en la vida política.  

A cualquier compañero o compañera que viene de la clase obrera con la familia ya formada y da un paso revolucionario así (ni que decirlo si entra a militar en un partido de izquierda), la familia le entra en crisis. Esa crisis se traslada a él mismo y es muy difícil manejarla, porque los vínculos ya están formados, con su compañera, sus hijos, etcétera. La familia ejerce una dramática contrapresión de la que cuesta mucho desentenderse, so pena de que el vínculo familiar se rompa (lo que ocurre en no pocos casos).

No por nada Gramsci decía que la esposa ama de casa (o el esposo sin trabajo, en los tiempos contemporáneos), que recibe todas las presiones del Estado vía la Iglesia, los medios de comunicación masivos y demás instituciones culturales del atraso, es “el Estado burgués dentro de la familia”. De ahí la importancia de que la mujer pueda ir a trabajar y socializar las tareas del hogar, haciendo la experiencia de ingresar en las relaciones reales de la sociedad y no vivirlas deformadamente desde el hogar.

La radicalización de la conciencia de clase también debe significar, en algún grado, la radicalización de las familias de los trabajadores, si no, sería una pura abstracción. De ahí que opere siempre en contextos de gran lucha de clases, donde el conjunto de la familia obrera es arrastrada a la lucha. Ejemplos sobran en todas las grandes revoluciones históricas (ver el caso de las mujeres en armas en la Revolución Española).  En definitiva, la forja de una conciencia de clase (para no hablar de la socialista) combina, necesariamente, dos procesos: la acumulación de una experiencia de lucha y grandes acontecimientos de la lucha de clases internacional que pongan a la clase obrera como alternativa.

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