Como subproducto de la reinstalación de Maximiliano Cisneros en Firestone, y de las conclusiones generales de la dura lucha llevada adelante a tales efectos por nuestro partido, publicamos a continuación una reflexión acerca de las relaciones entre derecho y lucha de clases, que tiene alguna resonancia con el debate que se va haciendo de actualidad en la izquierda, respecto de la utilización de la tribuna parlamentaria en general, y de las conquistas y / o concesiones que desde la izquierda podemos arrancar u obtener . [2]
Partamos de señalar la posición de principios, los marxistas no confiamos en la justicia patronal. Esto parte de la base que el derecho en la sociedad capitalista es una “forma superestructural”, que más allá de gozar de cierta “autonomía relativa” respecto de las relaciones económicas, sanciona las relaciones sociales imperantes en el sistema, que son precisamente las de la propiedad privada y la explotación del trabajo asalariado.
El derecho vienen a consagrar eso: el imperio irrestricto de la propiedad privada y en consecuencia, el derecho de disposición y disposición de las patronales, dueños de los medios de producción.
Sin embargo la relación entre economía y derecho no es mecánica. Está mediatizada por las circunstancias políticas, que pueden inclinar las cosas para un lado u otro; además, el derecho mismo tiene su especificidad: si no fuera un ámbito específico de la totalidad social, no existiría como tal, sería superfluo.
Existen doctrinas diversas que imperan en distintos tiempos, ajustadas a los cambios políticos. Esto ocurre sobre en el derecho laboral, que tiene como elemento constitutivo la idea que su materia específica sería “tutelar las relaciones entre patronos y obreros”, o, incluso, ir más allá: legislar la situación de los “más débiles” (según sus palabras), que vendrían a ser los trabajadores.
Esta representación de las relaciones laborales obrero-patronales conforman una ideología metida en la cabeza de los trabajadores, en el sentido que habría que “confiar en la Justicia y el Ministerio de Trabajo”, que no se puede dar paso alguno sin pasar por alguna de sus instancia.
Se trata de una ideología, pero también de una realidad material que no se puede desconocer so pena de infantilismo. Porque las relaciones entre el trabajador y el dueño de la empresa, amén del sindicato mismo, están institucionalizadas: es decir, mediatizadas por un “tercer actor” llamado estado (y derecho).
Esto significa que la justicia laboral y el Ministerio de Trabajo son parte real de las relaciones establecidas entre ambos “actores”, por intermedio de “instrumentos” como las paritarias, las leyes que rigen la organización sindical, las conciliaciones obligatorias etc. Instancias que no pueden dejar de ser tenidas en cuenta a la hora de reclamar.
Sin embargo esta relación entre estado, economía y derecho está mediada por las circunstancias políticas cambiantes. En condiciones dictatoriales o de gran estabilidad, la “autonomía” relativa del derecho laboral es muy limitada o, más bien, directamente nula, por lo que pasa a ser una instancia que no es más que un mero “trámite” en el cual nada se podría lograr.
Pero en condiciones como las que se están viviendo en el país (creadas por la rebelión del 2001), el derecho laboral adquirió -en cierto modo- una mayor autonomía relativa. Esto ha podido observarse en casos como la reinstalación de compañeros activistas de FATE entre tantos otros, y ha sido subproducto de varias razones.
Las hay tanto locales como internacionales. Localmente, la clase trabajadora recuperó capacidad de lucha y sectores de la misma lograron, incluso, legalizar la expropiación de empresas abandonadas por sus patrones. Se ha tratado de una lucha durísima, y, además, esa legalización invariablemente se ha hecho bajo la forma de cooperativas de producción, sin financiamiento y aisladas frente a la competencia capitalista. Esto con el objetivo de reventarlas a mediano plazo mediante las reglas de juego del “libre mercado”, obligándolas a cerrar o a reabsorberse en la propiedad privada “tradicional”.
La forma de cooperativa como “primera expresión de emancipación del trabajo de la propiedad privada” deja abolido al patrón y muestra la potencialidad de los trabajadores para dirigir la producción; pero en la medida que no puede abolir el resto del mercado, obliga a sus trabajadores a auto-explotarse para competir en él, so pena de sucumbir.
La circunstancia de que se hayan logrado leyes sancionando la expropiación de dichas empresas, o, con un grado de radicalidad algo menor, sentando el precedente de cuestionar la potestad del empresario de despedir arbitrariamente trabajadores, evidentemente significa algún tipo de menoscabo al derecho absoluto a la propiedad privada que sanciona habitualmente el capitalismo.
A estas condiciones locales más favorables creadas por la lucha misma, se le han venido a sumar ciertas disposiciones internacionales del derecho laboral, las que incluso se han visto influenciadas por elementos que en materia legal vienen de un ámbito completamente distinto al laboral como es el de los derechos humanos y la condena al genocidio nazi. Esto es una resonancia de determinadas relaciones de fuerzas o “sensibilidades” en obra internacionalmente en los tiempos que corren.
En términos generales se puede decir que en nuestro país se vive todavía un momento con matiz “progresista” en materia laboral. Pero ese matiz “progresista” en ningún modo cuestiona los fundamentos de la explotación capitalista: viene a operar como elemento legitimador eliminando, en todo caso, sus “distorsiones” más aberrantes.
Nos explicamos. Ya hemos señalado que el derecho en definitiva es una “superestructura” que sanciona legalmente las relaciones básicas del capitalismo. Sin embargo, dentro de ese contexto más amplio que ningún derecho burgués podría cambiar sustancialmente, hay variaciones que tienen que ver con “situaciones aberrantes”, que al no ser aceptadas, sirven a los objetivos más generales de legitimación del propio sistema.
El estado capitalista vía su el legislación laboral, aparecen realimentando la ilusión de “neutralidad” entre patrones y obreros para que estos últimos confíen en él, y no en su acción directa.
Y sin embargo, si esto es así, sería un ultraizquierdista irrecuperable, aquél que en condiciones de normalidad burguesa, no utilizara ese terreno para hacer un uso revolucionario incluso del mínimo matiz que pudiera haber; por ejemplo, como en este caso, para lograr sancionar legalmente la reincorporación de nuestro compañero.
En determinadas circunstancias históricas el derecho puede terminar sancionando conquistas, directas o indirectas, de los explotados y oprimidos. Esta sanción legal siempre tendrá dos caras: por un lado, cristalizará conquistas y eso es un enorme triunfo; por el otro, las introduce dentro de un articulado legal que, en definitiva, es que el que sanciona la continuidad del orden capitalista. Sin embargo, el que se opusiera a la sanción de estos triunfos aun parciales, sería un sectario sin remedio. Lo que corresponde no es negarse a ello, sino insistir que ese nuevo derecho adquirido no fue una graciosa concesión de nadie, sino producto de la lucha desde abajo. Y que la única manera que se logrará que estas y otras conquistas no vuelvan a perderse, es con la transformación socialista de la sociedad.
De aquí se desprende otro problema, incluso teorizado por los estudiosos del derecho. ¿Cuál es la relación entre el derecho y la realidad? Porque la mayoría de las veces lo que se observa, es que los supuestos “derechos” van por un lado y los hechos por el otro… De ahí que Lenin hablara de derechos “formales” cuando se refería a la libertad de expresión o de participación política, si es que los trabajadores no conquistaban los atributos materiales para expresarse realmente (papel, imprenta, etcétera) o el tiempo libre suficiente para participar en política.
Esto último ocurre cotidianamente en la realidad del capitalismo: lo que está “igualado” en el mundo abstracto de las formas jurídicas, permanece desigual en la realidad económica de todos los días: un obrero y un burgués tienen derecho a un voto en las elecciones; pero el voto del obrero y el del burgués valen distinto: el primero cuenta sólo para la estadística; el burgués tiene una capacidad de “presión” e influencia que el marxismo siempre ha denunciado como la dictadura de un puñado de empresas capitalistas sobre todo el país.
Una derivación de lo anterior -en lo que tiene que ver con los atributos materiales para hacer valer derechos-, es como Marx así despues el sociólogo burgués alemán Max Weber, afirmaban que el estado no sería nada sin el monopolio de la violencia. Ese monopolio es lo que le permite hacerse valer. Y el derecho funciona igual: el respeto a la propiedad privada se garantiza no solo por la costumbre y la “naturalización” de las relaciones sociales de explotación, sino, sobre todo, por la amenaza –implícita o explícita- de una sanción para quien la transgreda.
Pero esta “materialización” de las sanciones jurídicas no siempre procede. Sobre todo cuando se trata de los derechos de los explotados y oprimidos, deben hacerse valer con la lucha. Demasiadas veces el derecho se va por los vericuetos procesales que, en definitiva, no suponen ningún cambio real y hay que presionar con la movilización para concretarlo.
Esa autonomía relativa del derecho puede operar en formas muy distintas: hacerlo “presionable” para lograr conquistas; o significar lo contrario: una “abstracción de derechos” que no implica ninguna modificación real.
El logro de triunfos jurídicos como una reinstalación laboral, así como su “materialización” en la realidad, solamente se puede obtener, en definitiva, mediante el mecanismo “extrajurídico” por antonomasia: la lucha en los lugares de trabajo y las calles.