Por Roberto Sáenz
“Todo el mundo está harto de esta porquería gloriosa” (Carta de Karl Liebknecht a su compañera desde el Frente Oriental donde fue movilizado compulsivamente, 31 de octubre de 1915.)
Estas décadas que abren el siglo XXI están marcadas por una suerte de recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos. Aunque estamos presenciando importantes luchas en varios puntos del planeta, estas no terminan de desbordar los marcos del régimen capitalista ni el horizonte de la democracia burguesa. Pero al comienzo del siglo XX las cosas eran distintas. Las condiciones maduraban para la época revolucionaria que la primera guerra vendría a abrir. Entre los años 1890 y 1910 se había vivido un gran florecimiento económico. Pero la desigualdad del mismo y el carácter no resuelto de las relaciones entre los estados imperialistas, llevaron su competencia al paroxismo. Aquí cabe una reflexión antes de proseguir. En cada momento histórico de la evolución del capitalismo, la “frontera” entre las fuerzas productivas mundializadas y el carácter nacional de los estados se ha “corrido” pero nunca solucionado. La actual mundialización de las fuerzas productivas y la división del trabajo internacionalizada que conlleva la misma, no tiene parangón con cien años atrás. Y, sin embargo, la camisa de fuerzas de los estados nacionales pervive y eso es lo que coloca, a mediano plazo, la posibilidad de renovadas conflagraciones. Lo que señalara Trotsky hace un siglo parece escrito para el mundo de hoy: “(…) la tendencia natural de nuestro sistema económico busca romper los límites del estado. El globo entero, la tierra y el mar, la superficie y también la plataforma submarina, se han convertido en un gran taller económico, cuyas diversas partes están reunidas inseparablemente entre sí (…) La presente guerra, es en el fondo, una sublevación de las fuerza productivas contra la forma política de la nación y el estado” (La guerra y la Internacional, idem).
Ni hablar del escenario cien años atrás, dónde la lucha colonial por aprovisionamiento de materias primas y lugar de colocación de productos manufacturados era mucho más “rustica” que la de hoy: se necesitaba del control militar de esos territorios, cosa que no es la característica del imperialismo moderno emergente alrededor de los EE.UU., y que se transformó en tónica mundial: independencia política más o menos formal combinada con la dependencia económica; una dependencia, de todas formas, organizada también de manera distinta en la medida que la división del trabajo es más compleja que entonces con las cadenas productivas distribuidas en varios países. Sí es similar en su configuración en lo que hace a investigación y desarrollo y ramas de punta: ¡estas se encuentran en el norte del mundo!
La razón básica para el desencadenamiento de la primera guerra fue, entonces, esta desigual distribución del mundo como lo denunciara Lenin, desigualdad que tuvo que ver con que la llegada a potencias imperialistas fue más tardía en unos que en otros. No fue casual que Alemania reclamara su cuota parte en el reparto a comienzos del siglo XX, país que se había unificado recién en 1866. El historiador Marc Ferro describe bien esta búsqueda de Alemania de un “lugar bajo el sol”: el recurrente tema del derecho a su “espacio vital” para desarrollarse como imperialismo tal que llevaría al desencadenamiento no de una sino de dos guerras mundiales sucesivas (cuestión que también subraya Traverso cuando explica la genealogía del nazismo por oposición al concepto de que su razón de ser hubiera sido sólo “ideológica”: el enfrentamiento con la URSS[1]).
Europa se precipitó a la guerra. La historia de su desencadenamiento ha sido contada mil veces. Sólo nos interesa subrayar aquí la convulsión dramática que significó para las poblaciones sometidas a la misma. Muchos historiadores recalcan el inicial carácter “nacional imperialista” de la movilización. En agosto de 1914 se vivió un verdadero fervor patriótico entre los jóvenes movilizados al frente de guerra; un fervor que rayaba la más inconciente ingenuidad: “La existencia que llevamos no nos satisface, porque si bien poseemos todos los elementos de una vida bella, no podemos organizarlos en una acción inmediata que nos tomase en cuerpo y alma y nos arrojara fuera de nosotros mismos. Esta acción sólo la permitiría un hecho: la guerra” (La Gran Guerra 1914-1918, Marc Ferro, Alianza Editorial, España, 2014, pp. 36.[2])
La guerra imperialista vestida de colores patrióticos significó una dramática presión para las fuerzas de la Segunda Internacional, la que capituló de manera ignominiosa: “El partido cede, vende precipitadamente su alma internacionalista y, movido por el instinto de autoconservación, se transforma en partido patriota” señalaría Robert Michels con veta pesimista. Trotsky marcaría lo mismo, pero con otra perspectiva evidentemente: “No es el socialismo el que se ha venido abajo sino su temporal histórica forma externa. La idea revolucionaria comienza a vivir nuevamente, arrojando su vieja y rígida caparazón. Esta caparazón está hecha de seres humanos, de toda una generación de socialistas que se han petrificado en abnegación y en trabajos de agitación y organización, o durante un período de varias décadas de reacción política y han caído dentro de los hábitos y opiniones del oportunismo nacional o posibilismo” (Trotsky, idem[3]).
Pero ese fervor iba a durar poco; estaba condenado a perecer más temprano que tarde. Un preanuncio de esto fue la fraternización que se vivió en las navidades de 1914 entre los soldados franceses, ingleses y alemanes que se encontraban de cada lado de las trincheras del frente occidental. ¡Saliendo de sus posiciones, se dispusieron a conmemorar en conjunto tan sagrada fecha! ¡Un ejemplo de confraternización extraordinario! Este fue un símbolo de cómo el fervor patriótico podía ceder a un sentido de solidaridad de clase, de pertenencia en común de todos los “trabajadores-soldados” a una misma cofradía internacional: la de los explotados y oprimidos por el sistema capitalista. Los mandos se dedicaron a acallar rápidamente estos sentimientos. Pero de todos modos, andando las masacres indescriptibles de la guerra: Ypres, Verdun, Somme, Chemin des Dames y un largo etcétera[4], se fueron abriendo paso las primeras manifestaciones de rebeldía que alcanzaron su “punto de caramelo” con la desintegración del ejército zarista en 1917 y los crecientes motines en el ejército francés acallados a sangre y fuego por Petain (el jefe de la República de Vichy en la Francia ocupada en la segunda guerra), que pasó por las armas a 45 soldados ese año.
Bajo la presión de esa experiencia, de esa masacre, nació la revolución[5]. La Revolución Rusa, evidentemente. También la Alemana con caída del Káiser (noviembre 1918), el levantamiento espartaquista (enero 1919) y la República soviética de Baviera (abril mayo de 1919); esto por no olvidarnos de la efímera republica soviética de Hungría (primera mitad de 1919), de la experiencia de los consejos obreros en el norte de Italia para esas mismas fechas, y un largo etcétera.
Pero la derrota en la guerra fue caldo de cultivo, también, para la emergencia del nacionalismo extremo, los “cuerpos francos”, las camisas negras y el fascismo y el nazismo: “En estos hombres está viva una fuerza elemental que subraya, pero a la vez espiritualiza, la ferocidad de la guerra: el gusto por el peligro en sí mismo, el caballeresco afán de salir airoso de un combate. En el transcurso de cuatro años el fuego fue fundiendo una estirpe de guerreros cada vez más pura, cada vez más intrépida” (Tempestades de acero, Ernest Jünger, Tusquets editores, Buenos Aires, 2013, pp. 148[6]).
La guerra mundial parió la revolución y la contrarrevolución: una verdadera “era de los extremos” que caracterizaría al mundo europeo en la primera mitad del siglo pasado y que no es aun la tónica mundial en la actualidad.
El curso no lineal de la historia
Pero detengámonos algo más en la bancarrota de la Segunda Internacional. La historia de la misma es ampliamente conocida. Si queremos subrayar un elemento: la visión fatalista, mecanicista de los asuntos, como reflejo intelectual de una época. La idea subyacente, apoyada en el curso empírico de los asuntos, era que todo marchaba “bien”: que el capitalismo tenía inscrito en su naturaleza una irremediable perspectiva de progreso; que las cosas iban para adelante, que los trabajadores fortalecían sus posiciones, que la democracia burguesa estaba llamada a extenderse, lo mismo que las ganancias de los socialistas en el seno de la misma; se trataba de un curso evolutivo y sin rupturas de la clase obrera hacia la cima: “El irresistible y rápido progreso del proletariado en su conjunto, pese a algunas derrotas muy duras, se hace tan evidente que nada puede poner en duda la seguridad de su victoria” (Kautsky, citado por Valerio Arcary en “Cien años de la Primera Guerra Mundial: imperialismo contemporáneo y socialdemocracia alemana en perspectiva histórica”).
El baño de sangre indescriptible de la guerra vino a hundir estas ingenuas expectativas. El capitalismo es un régimen de opresión basado en la explotación del hombre por el hombre y marcado por contradicciones mortales que pueden en determinado momento aparecer “atenuadas”, pero que son tan “estructurales”, hacen de manera tan característica a su naturaleza, que tarde o temprano siempre van a emerger. Ya Rosa Luxemburgo condenaba en su época la “utopía pacifista” de pensar que estas contradicciones mortales se pudieran resolver sin sangre. Sus contradicciones podrán ser temporalmente “mediatizadas” o desplazadas; pero el pronóstico de “Socialismo o Barbarie” ha tenido en los últimos cien años tal ratificación que obliga a evitar todo sueño ingenuo acerca de la marcha del sistema y de la lucha por acabar con el mismo; el “imperio del presente es el peor de los impresionismos” dice muy correctamente un compañero marxista revolucionario brasilero (Valerio Arcary, ídem).
Está inscrito en el ADN del sistema que tarde o temprano se reabrirá la época de las grandes crisis, guerras y revoluciones; para eso hay que preparase. Ese es el alerta y la enseñanza que deja la Primera Guerra Mundial a las jóvenes generaciones revolucionarias de hoy: “Nosotros, revolucionarios marxistas, no tenemos razón para desesperar. La época en la cual estamos ahora entrando, será nuestra época” (Trotsky, ídem).
[1] Esto remite al debate acerca de la especificidad de la Segunda Guerra Mundial y sus matices respecto de la primera, cuestión que ya hemos abordado en nuestra revista teórica.
[2] En el mismo sentido subraya Ferro en otro texto: “(…) llámense campesinos o provincianos, la guerra les prometía durante algunas semanas lo que su existencia cotidiana no podía darles: una aventura extraordinaria. La mayor parte de ellos nunca se había subido a un tren; no conocía la gran ciudad y a la edad de veinte años se imaginaba que regresaría al poco tiempo, con coronas de laurel por sus victorias”. Trotsky señalará en tiempo real el mismo hecho: como el torrente movilizador había “despertado” a las capas más atrasadas de los trabajadores; pero era un despertar que a diferencia de la revolución social se realizaba en su propio provecho, era puesto al servicio de los intereses más reaccionarios de la sociedad.
[3] En pinceladas literarias Trotsky agregaba sobre el espíritu que debía prevalecer entre los revolucionarios en aquello aciagos momentos: “Mantendremos claras nuestras imaginaciones entre esta infernal música de la muerte, mantendremos nuestra esclarecida visión” (La guerra y la Internacional, idem).
[4] Señala Traverso: “Todos los testigos de la Primera Guerra Mundial han descrito esta dimensión mecánica de la guerra. La batalla se transformó en una masacre planificada. Un ejemplo emblemático en este sentido es la batalla del Somme en Francia (1916), donde el enemigo se deshumanizó porque era invisible detrás de las líneas del frente y la muerte no era infligida por un enemigo de carne y hueso, viviente, sino que era causada por máquinas, por los bombardeos de los aviones y la artillería, por las ametralladoras, por las armas químicas de gas, etcétera. La muerte perdió su carácter épico: ya no era ‘la muerte en el campo de honor’, según la fórmula clásica, sino que se había transformado en una muerte anónima, de masa, en el marco de un proceso de exterminio industrial”, de ahí los monumentos erigidos al “soldado desconocido” agrega más adelante y que dieron lugar a grandiosas manifestaciones luego de la guerra en Francia, Italia y otros países. En “Memoria y conflicto. Las violencias en el siglo XX”.
[5] Ferro pinta bien la masacre tomando la experiencia de la guerra de trincheras en Verdún: “Con sus avanzadas, sus islotes, sus barreras y cierres formados por montones de cadáveres, ningún campo de batalla había conocido nunca pareja promiscuidad de vivos y muertos. Al llegar el relevo, el horror subía a la garganta y señalaba a cada uno el implacable destino de enterrarse vivo en el suelo para defenderlo y de, una vez muerto, seguir defendiéndolo y quedarse en él para siempre”. La Gran Guerra, idem.
[6] Jünger fue un combatiente y autor de la derecha conservadora alemana de la Primera Guerra Mundial, que estuvo alistado también en la segunda aunque en tareas no militares y cuya obra literaria más conocida que estamos citando aquí, transformaba e idealizaba a la guerra como una suerte de enfrentamiento entre “fuerzas elementales de la naturaleza”.