Por Ale Kur
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El 21 de abril se realizó un importante paro nacional en Chile. Los protagonistas fueron los llamados “gremios estratégicos”, en primer lugar los mineros del cobre, los trabajadores portuarios y los obreros de la construcción.
El motivo del paro fue el intento por parte del gobierno de Bachelet de avanzar en una reforma del código laboral, es decir, de la regulación de las condiciones de negociación entre obreros y patrones, de sindicalización, de huelgas, etc. La reforma propuesta es una modificación del código laboral vigente, implementado por el dictador Pinochet hace más de treinta años.
El contenido de la reforma se pinta de “progresista” y “modernizador” ya que parte por modificar algunos de los aspectos hiper-reaccionarios de la legislación anterior (que prácticamente pulverizaba a la clase obrera negándole todo derecho real). Pero en sus modificaciones no se avanza en nada sustancial: no se reconoce el derecho a la negociación de convenios colectivos por rama de actividad, ni se establece el derecho a huelga en ciertos sectores de la economía, entre otros problemas.
La reforma generó un efecto polarizador ya que gran parte de la burguesía se le opuso por derecha, considerando que aun la más mínima modificación a las condiciones de trabajo neoliberales-pinochetistas es una herejía populista. Por su parte el espectro político “progresista” sostenedor del gobierno (incluida una parte considerable de la dirigencia sindical), tendió a “dejar correr” la reforma y el discurso oficial sobre ella.
Pero por abajo, la bronca obrera se hizo sentir, lo que terminó por llevar a importantes sindicatos a determinar medidas de lucha. La huelga del 21 fue decidida como un“paro de advertencia” frente al intento de reforma, como primer escalón de un posible plan de lucha. El próximo paso sería la convocatoria al Primero de Mayo.
Los reportes señalan que la medida del 21 fue un éxito, logrando paralizar los puertos, bloquear la producción minera e importantes rutas. Se realizaron también concentraciones y movilizaciones con una considerable participación obrera, a lo largo de todo el país. La exigencia es muy clara y sencilla: acabar de raíz con el régimen laboral pinochetista y con la super-explotación neoliberal.
Un régimen en crisis
Para comprender mejor la situación que atraviesa Chile, es necesario tener en cuenta varios elementos.
El primero, y más “estructural”, es que el conjunto del régimen político, económico y social es herencia directa de la dictadura pinochetista. Gran parte del andamiaje legal (empezando por la misma Constitución Nacional que rige hoy en día) fue implementado luego de su sangriento golpe de Estado, 40 años atrás.
A principios de los 70, los tanques de Pinochet aplastaron a la clase obrera chilena y a todo el movimiento popular, y abrieron el paso a uno de los primeros experimentos mundiales de aplicación del recetario neoliberal. Chile tuvo el muy dudoso honor de ser el “conejillo de Indias” de las ideas de los gurúes que, una década más tarde, inspirarían a gran parte de los líderes de todo el planeta.
En Chile, la explotación de los trabajadores aumentó brutalmente, y se puso en pie una de las sociedades más desiguales de todo el continente.Uno de los aspectos más claros de ello es el sistema educativo privatizado y elitista, contra el cual se rebelaron los estudiantes en 2011.
Este régimen no fue modificado por los siguientes gobiernos “democráticos”. Por el contrario, la alternancia partidaria y la ficción del voto decoraron un sistema de “consensos” por el cual la última (y la primera) palabra sobre todos los asuntos la tiene la burguesía chilena.
El segundo elemento de la situación tiene que ver con la enorme deslegitimación que viene sufriendo este régimen político, como producto de una acumulación de luchas populares, de la irrupción de la juventud, de una lenta recomposición de la clase trabajadora, y especialmente del impacto del ciclo mundial de las rebeliones populares de 2011. Con las enormes movilizaciones por la gratuidad de la educación y el fin del lucro, se evidenció ante la sociedad chilena (y ante todo el mundo) que este régimen era profundamente anacrónico y no debía ser sostenido.
Como subproducto de ese cuestionamiento, fue reelecta Bachelet, que asumió en 2014 con un programa de “reformas” que intentaban ponerse a tono con los “vientos de cambio” locales, regionales y mundiales. Sin embargo, las reformas mostraron sus patas cortas: sin jugarse a romper a fondo con los pilares políticos y económicos del neoliberalismo-pinochetismo, no logró más que acumular frustraciones.
El tercer elemento estalló recientemente, con una serie de escándalos de corrupción que salpicaron al gobierno y al conjunto del régimen político. Allí se puso en evidencia la estrechísima ligazón entre el “mundo de los negocios” y la política, mostrando a los políticos como representantes directos de los intereses empresariales, o inclusive como parte directa de los negociados.
Los escándalos de corrupción se combinaron con el desgaste que venía trayendo el gobierno por su incapacidad de reformar los pilares de la sociedad.Los niveles de popularidad de Bachelet se desplomaron (cayendo por debajo del 30 por ciento). Esto redundó en una profunda caída de su autoridad política: los movimientos sociales comienzan a plantear que “los corruptos no tienen derecho a decidir sobre la educación”, sobre las reformas laborales, etc.
Es decir, se cuestiona el derecho mismo a gobernar por parte de una “casta” de políticos corruptos que hace 40 años mantienen a Chile bajo un régimen político y económico odioso, heredado de una violenta dictadura[1].
Esto se pudo visualizar hace unas semanas con la movilización de más de 100 mil estudiantes que rechazaron las trampas que pone Bachelet para no reformar a fondo la educación. La consigna no fue otra que la que señalábamos hace dos párrafos.
El paro nacional del 21, si efectivamente consigue ser el primer paso de un plan de lucha continuado, puede ser un importante factor de la recomposición del movimiento de trabajadores. El hecho de realizarse acciones a escala nacional, coordinadas entre diversos gremios, con participación activa de las bases (aunque sean todavía acciones relativamente “pequeñas” por su grado de convocatoria), implica un importante avance en ese sentido.
Pareciera estar abriéndose paso a un ciclo más general de luchas populares: luego de más de cuatro años de importantísimas movilizaciones educativas, de una acumulación de experiencias (aún fragmentarias) de huelgas laborales y reorganización desde las bases en ciertas ramas (como los mineros y portuarios), de acciones alrededor de diversos temas: la defensa del agua, derecho a la vivienda, etc., las actuales condiciones de deslegitimación del régimen tienen la potencialidad de abrir las puertas a un nivel cualitativamente mayor de conflictividad social y política.
[1] Se pueden encontrar paralelismos importantes entre varios de estos elementos y la situación abierta en España con la deslegitimación del régimen de la “transición” post-franquista (ver nota “España: El movimiento de los indignados” publicado en Socialismo o Barbarie 328)