Por José Luís Rojo


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La construcción del partido

 

A propósito del intercambio de ideas en nuestro partido sobre cómo llevar adelante la campaña electoral de la mejor manera, se nos ocurrió este artículo acerca de algunas de las condiciones generales para la formulación de la política revolucionaria.

 

Aprender a escuchar

 

La primera regla general para la formulación de una política revolucionaria es partir de la realidad objetiva, de lo que existe de manera independiente de nuestro partido.

Eso que existe son las condiciones generales de nuestra actuación (economía, Estado, gobierno), así como las clases y relaciones de fuerzas entre ellas, sus partidos y demás representaciones, y las tendencias más generales que denota cada ciclo político (internacional y nacional). Todas estas determinaciones hacen a las condiciones objetivas de nuestra acción.

Pero existe una segunda “ley” o regla fundamental a la hora de formular la política. La realidad siempre está determinada por tendencias progresivas y conservadoras; y es obvio que el partido debe saber atrapar, tener la sensibilidad de apoyarse en esas tendencias objetivas que le pueden ser favorables para oponerse a las otras, las conservadoras.

La formulación de una política revolucionaria (lo mismo que la construcción partidaria) sería imposible sin esa relación con la realidad, si la realidad apareciera como una “caja cerrada”, algo inmodificable y no surcada por estas tendencias contradictorias en las que hay que saber apoyarse para construir el partido y transformar la realidad.

Una política que no partiera de esta riqueza de la realidad, de sus contradicciones, sería un mero ejercicio de laboratorio y no lo que debe ser: un diálogo del partido con la clase (que es otra de las determinaciones de una política revolucionaria).

Este era –como destacara Trotsky– uno de los aspectos más fuertes de Lenin: saber escuchar (estando incluso a miles de kilómetros de Rusia) lo más profundo que animaba los sentimientos de las masas laboriosas.

Los más grandes revolucionarios han insistido siempre en que la única manera de formular una política correcta es partiendo de escuchar lo que “dicen” las masas. En una reciente conferencia nacional de nuestro partido –atendiendo a los rasgos juveniles de nuestra organización– insistíamos en la importancia de que nuestra militancia aprendiera a escuchar a nuestra clase; que antes de “hablar” (antes de formular su política) partiera de saber qué opina, qué siente la clase trabajadora.

Parte de esto es algo ya señalado: tener sensibilidad frente a las tendencias más dinámicas de la realidad (no solo nacional sino internacionalmente), saber utilizarlas como un punto de apoyo en nuestra acción.

Subrayamos las tendencias internacionales y no solo las nacionales, porque la construcción de nuestros partidos ha colocado siempre como necesidad lo que estamos mencionando: saber cómo marcha el mundo, comprender que el localismo es ciego, que sólo el internacionalismo permite ver más allá y comprender las tendencias esbozadas nacionalmente como parte de algo más global.

La formulación de la política revolucionaria es así un “diálogo”: diálogo entre el partido y la realidad, diálogo entre el partido y la clase obrera. Y nunca un “monólogo”, que es una de las marcas del orillo que hacen a una organización partidaria estéril, sin fuerza transformadora.

 

Masas y vanguardia

 

Otro elemento importante en esta discusión es el abordaje de las relaciones del partido con las masas y la vanguardia. ¿En relación a cuáles de estas dos determinaciones se formula nuestra política?

Este es otro debate recurrente que parte de lo señalado y es evidente para el marxismo: siempre se parte de la realidad, de lo que es más objetivo.

Y lo más objetivo son las clases y los partidos mayoritarios que la “representan”: las grandes fuerzas burguesas y burocráticas. Recién luego de eso entran en el cuadro de evaluación la vanguardia y sus organizaciones.

Esto mismo vale para las relaciones generales entre las masas y la vanguardia. Porque la vanguardia es, en definitiva, una expresión específica de la clase misma. Pero una expresión que se refiere, de últimas, a esa misma clase, que es siempre el agregado mayor.

Nahuel Moreno, en los años 70 (en su lucha contra el guerrillerismo), llevaba demasiado lejos esta expresión (la extrapolaba hasta casi disolver la vanguardia) cuando afirmaba que la vanguardia era un “fenómeno” y que la clase era lo objetivo, lo que siempre persistía, el “ser o esencia” de la cosa.

Pero, si había un gramo de verdad en esta afirmación, el problema estuvo en que luego el morenismo se caracterizó por cometer un error simétrico por el lado opuesto: perder de vista la importancia estratégica de la pelea en la vanguardia como un engranaje indispensable del partido revolucionario, como una “palanca” indispensable para el acceso a las más grandes masas (las que no pueden ser conquistadas de manera orgánica si no se conquista, a la vez, a la vanguardia misma, sus organismos y partidos más en general).

La vanguardia es una palanca para que el partido conquiste a las masas. Pero la formulación de la política debe remitir siempre –para que sea correcta– a las tares planteadas por las mismas clases sociales en la liza de los grandes acontecimientos.

De no ser así, esa política será estéril, tacticista, carecerá de verdadera fuerza material.

 

Oportunismo y sectarismo

 

Veamos ahora la consecuencia que tiene lo que estamos señalando a la hora de la formulación de una política revolucionaria.

Por regla general, el oportunismo en política significa adaptarse pasivamente a las circunstancias, no tener un abordaje crítico de estas, lo que redunda en renunciar a transformarlas.

El no adaptarse a la realidad (¡lo que no niega que debamos partir de ella tal cual es!) se expresa en que intervenimos de la misma de manera revolucionaria a partir de una ubicación estratégica, lo que significa que los medios deben ser adecuados a los fines, que los pasos que damos deben servir al objetivo de la transformación social.

De ahí que no podamos hacer, por ejemplo, frentes electorales con cualquier fuerza (sólo son admisibles frente de independencia de clase), o que no podamos adoptar una estrategia de obtener cargos parlamentarios renunciando a nuestra política revolucionaria.

El sectarismo, por su parte, significa creer que la política se puede formular de manera independiente de las circunstancias de tiempo y lugar: es decir, bajo un enfoque que podríamos llamar de “laboratorio”, abstracto, general. 

El error de no partir de lo más objetivo, de las condiciones más generales, puede expresarse a la hora de formular una política que no se rija por las grandes fuerzas de clase sino sólo por la disputa en la vanguardia; o que confunda el contenido de nuestra política (innegociable) con la forma asequible o flexible de formularla para los más amplios sectores.

La política revolucionaria no es sectaria ni oportunista, es revolucionaria. Parte críticamente de la realidad, de las condiciones tal cual son, pero siempre para transformarla. Se apoya en lo más dinámico para combatir los elementos más conservadores. Y arranca siempre de un diálogo con nuestra clase para intentar formularla de la manera más asequible posible (pero nunca para adaptarla al nivel estrictamente reivindicativo o sindicalista).

Nuestra política no es de laboratorio, no es doctrinaria, se forja en la realidad de la lucha cotidiana de nuestra clase partiendo de las condiciones tal cual son, pero apostando siempre a transformarlas.

 

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