Por Víctor Artavia
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Introducción
El siglo XXI trajo consigo una profundización de la lucha de clases en diferentes partes del orbe, principalmente con el desarrollo del actual ciclo de rebeliones populares contra gobiernos neoliberales y/o dictatoriales. En el caso de América Latina, durante la primera década del siglo se produjeron varias de estas rebeliones, principalmente en los países del Cono Sur, fruto de las cuales cayeron muchos presidentes afines al “Consenso de Washington” y surgieron gobiernos populistas y/o nacionalistas-burgueses como Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, Morales en Bolivia, Kirchner en Argentina, etc.
Este nuevo contexto político internacional, aunado al fortalecimiento de los denominados movimientos sociales en la región (indigenismo/zapatismo, feminismo, ecologismo, desocupados), propiciaron el desarrollo de varios proyectos teórico-políticos que cuestionaron el “consenso neoliberal” reinante en los 80 y 90, aunque sin plantear una perspectiva de lucha por el socialismo. Por el contrario, se limitaron a realizar una crítica antineoliberal en clave reformista, cuyo énfasis es realizar cambios parciales al capitalismo dentro de los límites institucionales del mismo Estado burgués.
El denominado “proyecto” o “giro” decolonial hace parte de este entramado de perspectivas “críticas” y de “liberación”. Sus orígenes los podemos datar a finales de los setenta e inicios de los ochenta, cuando algunos de sus actuales referentes teóricos delinearon sus categorías fundantes y análisis históricos con apoyo en la teoría de la dependencia.1 Pero hasta hace algunos años se transformó en la nueva “moda intelectual” que recorre los pasillos de muchas universidades de América Latina, sirviendo como corpus teórico al activismo del autonomismo y populismo reformista.
¿Qué plantea el giro decolonial? Su propuesta consiste en rechazar la “modernidad”, pues representa la “colonialidad del poder” que se constituyó a partir de la conquista y colonización de América. Renuncia a pelear por la emancipación social y desprecia cualquier propuesta universal de lucha para los explotados y oprimidos, pues esto equivale a reproducir un nuevo meta-relato “totalitario” propio de la modernidad, de la cual son partícipes por igual el cristianismo, liberalismo y… ¡el marxismo! Lanza ataques contra el materialismo histórico y su perspectiva de lucha de clases, al mismo tiempo que rechaza la organización de partidos de vanguardia leninista (¡a los que califica de mesiánicos cristianos!) y sus “programas enlatados”. En contraposición, fomenta la construcción de “movimientos de retaguardia” cuya orientación consiste en “preguntar y escuchar”, al estilo del zapatismo y otros movimientos autonomistas. En el plano programático, su orientación radica en “descolonizar” el conocimiento, por lo cual caracteriza como grandes avances a los gobiernos populistas de la región, en particular a Evo Morales en Bolivia y el chavismo en Venezuela, por desarrollar una nueva “plataforma epistémica” en América Latina. En fin, el giro decolonial se inscribe en la lógica del Foro Social Mundial (FSM) y su propuesta de “otro mundo es posible”, combinando rasgos reformistas y anti-comunistas.
En el presente trabajo realizaremos un debate a fondo con el giro decolonial, el cual asumimos como parte de las luchas teóricas inscritas en el actual recomienzo histórico de las luchas de los explotados y oprimidos, producto del cual se están está reabriendo importantes discusiones estratégicas entre la vanguardia y el conjunto de las corrientes de izquierda. En este sentido daremos particular énfasis a rebatir los ataques sin fundamento contra el marxismo de autores como Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Ramón Grosfoguel, aprovechando para presentar a las nuevas generaciones militantes aspectos centrales de las elaboraciones teóricas de los principales autores del materialismo histórico (Marx, Lenin, Engels, Trotsky) y las de nuestra corriente Socialismo o Barbarie (SoB), esperando aportar a su proceso de formación política de cara al gran desafío que nos plantea la lucha de clases en la actualidad: reintroducir la perspectiva de la revolución socialista en el siglo XXI entre la clase obrera, los explotados y oprimidos.
Para comprender y debatir las categorías centrales del giro decolonial, es preciso iniciar con la interpretación histórica que realizan sobre la constitución del capitalismo, la configuración de la “matriz colonial del poder” y la colonización de América. Esto es un punto nodal de su propuesta para dirigir sus ataques contra la modernidad y, especialmente, para entablar un debate intelectualmente deshonesto contra el marxismo y su interpretación materialista de la historia, achacándole posturas que son exclusivas del estalinismo soviético e invisibilizando otras perspectivas teóricas de la tradición del socialismo revolucionario, en particular las elaboraciones del trotskismo.
La “matriz colonial del poder” en la historiografía decolonial
Para los decolonialistas el desarrollo histórico se comprende desde la “colonialidad”, la cual “consiste en develar la lógica encubierta que impone el control, la dominación y la explotación, una lógica oculta tras el discurso de la salvación, el progreso, la modernización y el bien común” (Mignolo, 2007: 32). Está se encuentra relacionada con la modernidad, la cual asocian orgánicamente con el proceso histórico mediante el cual Europa se constituyó como región hegemónica, por lo cual sostienen una peculiar conclusión: ¡no se puede ser moderno sin ser colonial!
Producto de la dialéctica “modernidad/colonialidad” aducen que se configuró una “matriz colonial del poder”, clave estratégica para comprender las relaciones políticas mundiales instauradas por Europa desde la conquista de América en el siglo XVI, lo cual explica el “componente colonial de la modernidad” (Mignolo, 2007). Así, el ángulo central para comprender el desarrollo histórico son las relaciones/contradicciones de poder entre el “centro” y la “periferia” (nociones tomadas de la teoría de la dependencia) y el capitalismo es asumido como un sistema ya plenamente constituido desde el siglo XVI, aunque se reconoce que tuvo “momentos históricos derivados” con la Ilustración, Revolución Industrial y, más recientemente, finalizada la Segunda Guerra Mundial y el ascenso de los Estados Unidos como potencia hegemónica.
Esta es una interpretación abstracta y sin ninguna densidad histórica, pues la centralidad del análisis gira en torno a nociones geopolíticas carentes de cualquier anclaje de clase, incurriendo en caracterizaciones con marcados sesgos esencialistas para explicar el desarrollo histórico; por un lado, nos presentan una versión monolítica de Europa/Occidente capitalista, eurocéntrica y racista, por el otro una versión romántica de las regiones no-europeas/occidentales, colonizadas y expoliadas por la modernidad. Ramón Grosfoguel reproduce con precisión esta deriva esencialista decolonial, al situar la asimetría entre las “poblaciones occidentales” y las “no-occidentales” como la contradicción central del proceso histórico mundial: “El sistema-mundo entonces es mucho más que un sistema económico, es una matriz colonial de poder compuesta por todo un sistema complejo en red de múltiples y heterogéneas relaciones de poder enredadas entre sí que privilegian a las poblaciones occidentales (euro-norteamericanas, euro-mexicanas, euro-colombianas, etc.) sobre las poblaciones no-occidentales” (Grosfoguel, 2008: 25).
A partir de esto los decolonialistas emprenden ataques contra la modernidad en su conjunto, pero con mayor énfasis contra la perspectiva materialista de la historia, a la cual reprochan no romper con la “colonialidad del poder” y sostener un proyecto de “emancipación universal” enmarcado en el paradigma de la modernidad eurocéntrica, similar al cristianismo y liberalismo. En realidad los argumentos decoloniales contra el materialismo histórico son de muy bajo nivel teórico, en su mayoría sustentados en postulados del posmodernismo y en muchos “lugares comunes” del anticomunismo de la Guerra Fría.2
Esto se aprecia desde el arranque de sus críticas pues, de forma totalmente abusiva, incluyen al materialismo histórico en la misma “modernidad” del cristianismo y liberalismo. Esta falsa idea de una “modernidad homogénea” es muy propia del posmodernismo, cuando en realidad debe ser considerado como un fenómeno sumamente contradictorio (o una “modernidad doble” en palabras de Alan Rush), pudiéndose encontrar “modernistas afirmativos” que reivindican los valores hegemónicos del pensamiento racionalista burgués, pero también los “modernistas críticos” que cuestionan las sociedades modernas burguesas y colocan su énfasis en las contradicciones sociales, como es el caso del marxismo y la perspectiva materialista de la historia (García, 2007).
Por otra parte, los decolonialistas arguyen que el marxismo realiza un enfoque eurocéntrico, economicista y teleológico de la historia, sustentando en las categorías “ahistóricas” de “modos de producción” y “lucha de clases”. De acuerdo a Aníbal Quijano, en el materialismo histórico (y otras visiones eurocéntricas) “subyace la idea de que de algún modo las relaciones entre los componentes de una estructura societal son dadas, ahistóricas, eso es, son el producto de la actuación de algún agente anterior a la historia de las relaciones entre las gentes (…) Si en Marx se hace también intervenir acciones humanas en el origen de las ‘relaciones de producción’, para el materialismo histórico eso ocurre por fuera de toda subjetividad” (Quijano, 2007: 97).
En realidad el materialismo histórico dista muchísimo de esta “caricatura” que nos ofrecen Quijano y otros decolonialistas. Marx y Engels dedicaron grandes esfuerzos a la investigación económica, pues resultaba determinante descifrar el funcionamiento real de la acumulación capitalista para consolidar una nueva economía política desde los intereses de la clase obrera y los oprimidos. Pero esto nunca lo realizaron desde una perspectiva economicista, por el contrario, siempre estuvo orientado a esclarecer el funcionamiento histórico de las sociedades.
Esto se aprecia en La Ideología Alemana, donde Marx comienza a desarrollar varias de las categorías centrales del materialismo histórico, realizando un abordaje de la historia desde la “ciencia real” y analizando el “proceso práctico de desarrollo de los hombres”. Ahí Marx establece una relación dialéctica entre las formas de producción social y la historia de las sociedades humanas, destacando que el “primer hecho histórico” es la producción de medios para satisfacer las necesidades de los seres humanos.
Siguiendo con este razonamiento, Marx analiza que la producción es la clave para comprender el funcionamiento de las formaciones sociales, dado que “representa ya una forma determinada de la actividad de estos individuos, una forma establecida de manifestar su vida, un modo de vida fijado. La forma en que los individuos manifiestan su vida refleja exactamente eso que son. Eso que son coincide, entonces, con su producción, tanto con lo que producen como con la forma en que lo producen. Lo que son los individuos depende, pues, de las condiciones materiales de su producción” (Marx, sin data: 26).
En Marx las relaciones sociales de producción son la clave para comprender las formaciones sociales, lo cual, insistimos, no se reduce a un “economicismo vulgar”, sino que abarca al conjunto de la vida social, incluyendo el plano de las ideas. Por eso Marx aduce que las relaciones materiales en la sociedad son el “lenguaje de la vida real”, rechazando cualquier interpretación fetichista de la realidad. Por esto Marx y Engels arrancan el Manifiesto Comunista con la célebre frase “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de de clases”, estableciendo un criterio central para comprender el proceso histórico, tanto en sus permanencias y en su rupturas, algo determinante para el marxismo en tanto proyecto de emancipación social.
Lo anterior también niega cualquier indicio de “teleología” en el materialismo histórico, pues la lucha de clases plantea un escenario abierto de posibilidades históricas, donde el factor agencial de los sujetos toma parte en el proceso histórico. Callinicos señala que “el materialismo histórico no es una teoría teleológica de la evolución social, y no sólo niega que el capitalismo sea el último estadio del desarrollo histórico, sino que el comunismo, la sociedad sin clases (…) no es la consecuencia inevitable de las contradicciones del capitalismo, pues existe otra alternativa, lo que Marx llamó ‘la perdición mutua de las clases en conflicto’ y Rosa Luxemburg ‘barbarie’” (Callinicos, 2011: 98).
Capitalismo, colonización y explotación del trabajo
Por otra parte, Ramón Grosfoguel emprende ataques contra Marx, a quien acusa de etapista porque desvincula la acumulación originaria de la acumulación ampliada de capital, lo cual tiene por objetivo “liberar de responsabilidad” a los europeos de las formas de explotación colonial: “Esta negación de la coetaneidad en el tiempo es típica de las formulaciones eurocéntricas que conceptualizan el tiempo en etapas de la historia y expulsan hacia el pasado las formas de producción de la periferia no-europea para liberar de responsabilidad a los centros europeo/euro/norteamericanos de la explotación ayer y hoy” (Grosfoguel, 2008: 20).
Esta acusación de Grosfoguel es una vulgarización de las posturas de Marx que no resiste el menor análisis. Marx y Engels constituyeron un equipo de trabajo intelectual y político que produjo elaboraciones monumentales, las cuales aún destacan por su riqueza estratégica. Pero no se debe perder de vista que también fue una obra pionera, estableciendo las bases fundacionales del comunismo científico y el materialismo histórico. De ahí que algunas de sus elaboraciones presenten desigualdades, pues su agenda de trabajo estuvo muy saturada en gran cantidad de temas y dejaron otros puntos de su elaboración teórica inacabados.3 Es el caso de las posiciones sobre el colonialismo, las cuales variaron mucho en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX. A pesar de esto, Marx legó significativas hipótesis de trabajo para comprender el desarrollo del capitalismo y las relaciones sociales de producción en las colonias (las cuales serán profundizadas por Trotsky), en particular sus apreciaciones generales sobre las formas combinadas de explotación capitalista.
En sus escritos sobre el colonialismo en El capital, Marx retoma su definición del capital como una relación social dinámica, estableciendo que “los medios de producción y de subsistencia pertenecientes al productor inmediato, al trabajador mismo, no son capital. Sólo se convierten en él cuando sirven como medios para explotar y dominar el trabajo” (Marx, 973: 746). Nótese que Marx no hace énfasis en ningún régimen específico de extracción de plustrabajo, solamente señala que la relación capitalista se establece a partir de la explotación y dominación del trabajo, cuya base es la “expropiación del trabajador”.
Esto se complementa con sus elaboraciones en Trabajo asalariado y capital (citado en esta sección de El capital) donde plantea con todo detalle el carácter combinado de la explotación capitalista: “Un negro es un negro. Sólo en condiciones determinadas se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una máquina de hilar algodón. Sólo en determinadas condiciones se convierte en capital. Separada de estas condiciones, es tan poco capital como el oro es por sí mismo dinero o el azúcar precio del azúcar. El capital representa también relaciones sociales. Se trata de relaciones burguesas de producción, de las relaciones de producción de la sociedad burguesa” (Marx, 1973: 745).
Visto lo anterior, es claro que en Marx la explotación capitalista podía incorporar formas de explotación diferentes al trabajo asalariado, aunque ésta continuara siendo la relación social predominante en el capitalismo industrial, tesis que en las últimas décadas se confirmó plenamente, pues actualmente el mundo es mayoritariamente urbano y proletario, siendo la relación salarial determinante en el capitalismo del siglo XXI.
Capitalismo e imperialismo
Como explicamos anteriormente, para los decolonialistas la “modernidad” y la “colonialidad del poder” son las categorías estratégicas para comprender el proceso histórico, cuya interrelación genera la “matriz colonial de poder”. De esta forma, todas las especificidades en las relaciones sociales de producción y las variaciones sustantivas en los regímenes de acumulación capitalista se diluyen en una abstracción ahistórica. El “capitalismo eurocentrado” y su “matriz colonial de poder” es la definición determinante, estableciéndose casi que una línea directa entre la conquista española y las guerras mundiales del siglo XX: ¡Isabel de Castilla, Stalin y Roosevelt son parte de la misma “colonialidad del poder”!
A partir de esto los decolonialistas refutan la definición de imperialismo sintetizada por Lenin en su texto El imperialismo, fase superior del capitalismo. De acuerdo a Grosfoguel la “caracterización leninista que tanto ha influido en la discusión sobre el imperialismo en el siglo XX parte de una visión eurocéntrica del capitalismo con su correspondiente concepción lineal y etapista del tiempo histórico: ‘capitalismo comercial’, ‘capitalismo agrario’, ‘capitalismo industrial’ y ‘capitalismo financiero’ son las cuatro fases sucesivas del capitalismo (…) Esta posición asume una linealidad en la que las formas anteriores de trabajo se remplazan por las formas posteriores y en la que el capitalismo se identifica como el equivalente al trabajo asalariado. Otras formas de trabajo (semifeudal, esclavista, mercantil simple, etc.) son lanzadas al pasado al ser conceptualizadas como ‘precapitalistas’, cuando en realidad siempre co-existieron en la periferia colonial articuladas a la acumulación de capital a escala mundial” (Grosfoguel, 2008: 18-19).
¿Son atinadas estás críticas decoloniales hacia la categoría leninista de “imperialismo”? Lenin escribe El imperialismo… en 1916 con el objetivo de brindar una respuesta teórica a un fenómeno enteramente novedoso y de enorme trascendencia para el movimiento socialista revolucionario: explicar el carácter social y las perspectivas abiertas por la Primera Guerra Mundial. En este sentido el aporte de Lenin con esta obra fue gigantesco, pues demostró la transformación de la economía mundial capitalista y sus implicaciones en las relaciones internacionales a inicios del siglo XX: “El capitalismo se ha transformado en un sistema universal de sojuzgamiento colonial y de estrangulación financiera de la inmensa mayoría de la población del planeta por un puñado de países ‘adelantados’. El reparto de este ‘botín’ se efectúa entre dos o tres potencias rapaces, y armadas hasta los dientes (Norteamérica, Inglaterra, el Japón), que dominan en el mundo y arrastran a su guerra, por el reparto de su botín, a todo el planeta” (Lenin, 1970: 696).
Debido a este análisis, Lenin comprendió de inmediato el carácter imperialista de la Primera Guerra Mundial, la cual definió acertadamente como una “guerra de conquista, de bandidaje y de rapiña”. Más importante aún, atinó a caracterizar que la guerra mundial no era un enfrentamiento bélico más, sino que representaba un “punto de quiebre” en la historia contemporánea al generar una crisis irreversible del orden político europeo.4 Esto lo capturó Lenin en tiempo real (demostrando la sensibilidad política que le distinguía) y, por lo mismo, calificó al imperialismo como la “antesala de la revolución socialista”, perspectiva que se demostraría históricamente correcta con el triunfo de la revolución rusa en 1917 (un año después de escribir El imperialismo…)
Quizá esto nos parezca algo poco significativo en la actualidad, pero contamos con la ventaja de que ya sabemos el “final de la película”. Pero en tiempos de Lenin era una conclusión novedosa en las tiendas del socialismo revolucionario. Para ilustrar esto, basta con revisar algunos pasajes de la correspondencia entre Marx y Engels sobre el colonialismo en 1858, donde reflejan sus “dudas” sobre las posibilidades de triunfo de la revolución socialista en Europa debido a que el capitalismo aún presentaba un papel ascendente al universalizar las relaciones sociales de producción: “La verdadera misión de la sociedad burguesa es la de crear el mercado mundial, al menos a grandes rasgos, así como una producción basada en éste (…) Para nosotros, la cuestión difícil es ésta: en el continente está a punto de estallar la revolución, que adquirirá en seguida carácter socialista; ¿no será ineludiblemente aplastada en este pequeño rincón, ya que, en un terreno mucho más amplio, el movimiento de la sociedad burguesa sigue aún en ascenso?” (Marx, 1970: 93)
Con El imperialismo… Lenin demuestra que el capitalismo ingresaba en “una fase particular de desarrollo” al lograr un determinado grado de madurez, donde sus características fundamentales se transformaron en su “antítesis”. Dicho en otros términos, la sociedad burguesa había superado su movimiento “ascendente”, sentándose las condiciones para un cambio epocal en la historia universal: ¡la perspectiva de la revolución socialista en el horizonte político de la clase obrera!
Lo anterior desvalida las acusaciones de Grofoguel sobre el “etapismo” de Lenin en su comprensión del tiempo histórico. Por el contrario, con su caracterización del imperialismo como la fase superior del capitalismo realizó un aporte novedoso para la comprensión materialista de la historia universal. Pero también conquistó una herramienta estratégica para comprender la profundidad de la revolución de febrero contra el zarismo y la nueva situación política que se abrió en Rusia a partir de este momento, superando la formulación clásica bolchevique que sostenía que la revolución rusa sería por sus fines burguesa, pero dirigida por la clase obrera en unidad con el campesinado, lo cual se sintetizaba en la consigna de “dictadura democrática revolucionaria del proletariado y los campesinos”.
En este sentido Lenin sí sostuvo una visión etapista de la revolución rusa durante muchísimos años pero, a diferencia de lo que señala Grosfoguel, no se originó por una valoración esquemática en las formas de explotación del trabajo, sino que se sustentó alrededor de las relaciones políticas entre las clases sociales y la necesidad de revolucionar la propiedad agraria. Para Lenin la burguesía liberal rusa era extremadamente débil e incapaz de liderar una revolución democrática a fondo contra el zarismo, mientras que existía una comunidad de intereses democrático-populares entre el proletariado y campesinado que los potenciaba para luchar a fondo contra el régimen autocrático. Así, según la concepción de Lenin, la revolución contra el zarismo sería un punto de apoyo para fortalecer la lucha del proletariado por el socialismo y no la dominación de la burguesía rusa, aspecto que lo diferenciaba de la otras concepciones etapistas de Plejanov y los mencheviques, quienes siempre sostuvieron que la revolución debía ser dirigida por la burguesía y no por la clase obrera.
Lo anterior se confirma con las posiciones de Lenin en Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática (escrito en 1905), donde a la vez que defiende el carácter “burgués” de la próxima revolución rusa, también deja en claro que sería un proceso donde se entrelazarían “elementos del pasado y del porvenir”: “Naturalmente, en una situación histórica concreta se entrelazan elementos del pasado y del porvenir, se confunden uno y otro camino. El trabajo asalariado y su lucha contra la propiedad privada existen también bajo la autocracia, nacen incluso en el régimen feudal. Pero esto no nos impide en lo más mínimo distinguir lógica e históricamente las grandes fases del desarrollo. Pues todos nosotros contraponemos la revolución burguesa y la socialista (…), pero ¿se puede negar acaso que se entrelacen en la historia elementos aislados, particulares de una y otra revolución? ¿Acaso la época de las revoluciones democráticas en Europa no registra una serie de movimientos socialistas y de tentativas socialistas?” (Lenin, 1970b: 538).
Esta cita desmiente las acusaciones de Grosfoguel sobre la “narrativa lineal eurocéntrica del leninismo”, pues Lenin sí tenía presente, aunque fuese de forma muy general y sin abandonar su perspectiva etapista, que en las revoluciones se combinaban “elementos aislados, particulares” de diferentes fases del desarrollo histórico, aspecto que alcanzaría su punto de mayor lucidez con las elaboraciones de Trotsky.
Así, la revolución democrática adquiere con Lenin una particular “dialéctica de clases”, estableciéndose una tensión permanente entre los fines burgueses y los sujetos sociales de la revolución. Trotsky fue crítico de esta perspectiva bolchevique, pues caracterizaba que resolvía de forma “algebraica” el problema del poder, aunque rescataba que también incorporaba un aspecto fuerte al plantear una colaboración entre las clases para la revolución: “Lenin planteaba la cuestión de una alianza de obreros y campesinos, irreconciliablemente opuesta a la burguesía liberal. La historia no había presenciado nunca semejante alianza. Se trataba de una experiencia, nueva por sus métodos, de colaboración de las clases oprimidas de la ciudad y el campo. Por esta misma razón, planteábase también como novedad el problema de las formas políticas de colaboración” (Trotsky, 2000: 453). De ahí que, sin dejar de lado los límites etapistas de esta concepción, Lenin siempre procuró incorporar a otras clases sociales explotadas y oprimidas a la revolución, en particular al campesinado que era una inmensa mayoría en Rusia.5
Esta particular concepción de la revolución, sustentada sobre la acción directa de la clase obrera y los campesinos, le facilitó a Lenin replantearse sus posturas con las Tesis de abril (1917), donde rompe con su etapismo previo y se posiciona por avanzar hacia una segunda fase de la revolución “que debe poner el Poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado”, es decir, estableciendo una “sintonía fina” entre los fines y los sujetos de la revolución. Esto generó un debate intenso a lo interno del Partido Bolchevique, pues Lenin fue atacado por los “viejos bolcheviques” debido a que estaba distanciándose de las posiciones históricas del partido. Ante esto Lenin insistió en la necesidad de saber apreciar los momentos políticos y, haciendo gala de una riquísima comprensión del marxismo distante de todo dogmatismo, aseguró que “las consignas y las ideas bolcheviques han sido, en general, plenamente confirmadas por la historia, pero concretamente las cosas han sucedido de modo distinto a lo que (quienquiera que fuese) podía esperarse; han sucedido de modo más original, más peculiar, más variado” (Lenin, sin data: 11).
Por último, es cierto que en El imperialismo Lenin se concentra en los aspectos económicos del proceso, lo cual se explica por la necesidad de fundamentar con datos sólidos sus debates sobre la guerra mundial con la socialdemocracia europea, la cual se posicionó a favor de la guerra. Pero también porque, como el mismo Lenin señala en varios prólogos del texto, era una medida consciente para sortear la censura del zarismo 6, haciendo énfasis en debates teóricos en detrimento de otros más políticos. Lastimosamente la honestidad intelectual de Grosfoguel no le alcanza para señalar esto cuando lo acusa de “reduccionista económico”, demostrando la bajeza del “debate” que realiza.
En síntesis, el debate de Lenin sobre el imperialismo siempre estuvo tensionado en torno a su perspectiva de la revolución socialista, haciendo eje en las discusiones estratégicas por encima de las situaciones coyunturales. Este es un rasgo común de todas las elaboraciones de los grandes socialistas revolucionarios (Marx, Engels, Luxemburgo, Trotsky). Por esto afirmamos que su caracterización del imperialismo no es un reflejo del “etapismo” del que lo acusa Grosfoguel, todo lo contrario, fue un punto de partida para que Lenin repensara la perspectiva de la revolución socialista en el siglo XX a partir de los desarrollos de la lucha de clases, pues como el mismo afirmara en las Tesis de abril, “el marxismo debe tener en cuenta la vida misma, los hechos exactos de la realidad, y no continuar aferrándose a la teoría del ayer, que, como toda teoría, únicamente traza, en el mejor de los casos, lo fundamental, lo general, y sólo de un modo aproximado abarca toda la complejidad de la vida” (Lenin, s/d: 12). Así razonaba y hacía política el verdadero Lenin, muy distante de la vulgar caricatura dogmática de Guerra Fría que nos presenta Grosfoguel.
El imperialismo y la “dialéctica de las etapas históricas”
A lo largo de este capítulo insistimos en que los ataques decoloniales al materialismo histórico son infundados, lo cual sustentamos en los acápites anteriores en referencia a las discusiones sobre las posiciones de Marx y Lenin. Pero donde no queda ninguna duda sobre la bajeza de los debates decoloniales es con respecto a una “pequeña” omisión: ¡Trotsky y la teoría del desarrollo desigual y combinado! Aquí ya las cosas pasan a otro nivel, pues Trotsky es el gran pensador estratégico del marxismo revolucionario en el siglo XX y quien realizó los mayores aportes para la actualización del enfoque materialista de la historia.7 De ahí que obviar la riqueza de su obra es muestra de un debate intelectualmente deshonesto.
De acuerdo a Quijano, el “materialismo histórico ha reconocido, después de la Segunda Guerra Mundial, que en su visión evolucionista y unidireccional de las clases sociales y de las sociedades de clase, hay pendientes problemas complicados. En primer lugar por la reiterada comprobación de que incluso en los ‘centros’, algunas ‘clases pre-capitalistas’, el campesinado en particular, no salían, ni parecían dispuestas a salir de la escena histórica del ‘capitalismo’, mientras otras, las clases medias, tendían a crecer conforme el capitalismo se desarrollaba. En segundo lugar, porque no era suficiente la visión dualista del pasaje entre ‘precapitalismo’ y ‘capitalismo’ respecto de las experiencias del ‘Tercer Mundo’, donde configuraciones de poder muy complejas y heterogéneas no corresponden a las secuencias y etapas esperadas en la teoría eurocéntrica del capitalismo. Pero no logró encontrar una salida teórica respaldada en la experiencia histórica y arribó apenas a la propuesta de ‘articulación de modos de producción’, sin abandonar la idea de la secuencia entre ellos. Es decir, tales ‘articulaciones’ no dejan de ser coyunturas de la transición entre los modos ‘precapitalistas’ y el ‘capitalismo’. En otros términos, consisten en la coexistencia — transitoria, por supuesto — del pasado y del presente de su visión histórica!” (Quijano, 2007: 97).
Nos disculpamos por la extensión de la cita, pero nos pareció necesario reproducirla totalmente para reflejar lo insustancial de la crítica decolonial al materialismo histórico. Para nuestros lectores y lectoras más avezadas en la obra de Trotsky, desde ya resultará claro que este planteamiento de Quijano tiene la solidez de un castillo de naipes, pues todos estos cuestionamientos al materialismo histórico fueron problematizados dialécticamente por el gran revolucionario ruso desde principios del siglo XX (¡no después de la Segunda Guerra Mundial!), cuando perfiló su teoría de la revolución permanente en Rusia que, posteriormente, universalizaría a partir de las enseñanzas de la revolución china de 1927.
Anteriormente explicamos que Trotsky fue crítico de la teoría etapista de la revolución leninista, al considerar que no vinculaba en un mismo proceso la fase democrática con la perspectiva socialista, a la vez que resolvía de forma algebraica el tema del poder con el planteamiento de “dictadura democrática revolucionaria del proletariado y los campesinos”. Para Trotsky era necesario sumar al campesinado a la revolución, pero estableciendo un papel de dirección del proletariado, pues era la única forma de garantizar que transitara hacia una perspectiva socialista y no se detuviera en la fase democrático-burguesa. Como explicará más adelante, su formulación colaboracionista entre la clase obrera y el campesinado la realizaba a partir de una “mecánica política” diferente, sustentada en otro programa, formas de partido y métodos políticos (Trotsky, 2000). Por esto no compartía la consigna bolchevique para la revolución que, aunque garantizaba la independencia política frente a la burguesía liberal, establecía desde el vamos un “dique estratégico” que bloqueaba la profundización del proceso revolucionario. Esta diferencia se resolvió en los hechos en 1917, cuando Lenin avanzó hacia una perspectiva similar con las Tesis de abril, ante lo cual Trotsky se integró posteriormente al Partido Bolchevique pues las diferencias pasaron a ser meramente tácticas (Trotsky también avanzó en cuanto a sus criterios centristas en materia de organización, asumiendo la teoría del centralismo democrático de Lenin).
Trotsky apoyaba su teoría de la revolución permanente en una peculiar y novedosa interpretación del proceso histórico, la cual denominó la “ley del desarrollo desigual y combinado”, que explicó de la siguiente manera en su capítulo primero de la Historia de la Revolución Rusa: “Las leyes de la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela en parte alguna con la evidencia y la complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas” (Trotsky, 2012: 33).
A partir de esta concepción Trotsky actualizó el andamiaje estratégico del materialismo histórico al incorporar al imperialismo en la comprensión del desarrollo histórico-social universal. Con anterioridad Marx y Engels habían señalado el papel revolucionario de la burguesía en el proceso histórico, pues el capitalismo configuró el carácter universal/cosmopolita de la producción y el consumo de las sociedades humanas. Esto les permitió comprender el carácter internacionalista de la revolución socialista, pero no alcanzaron a esbozar una estrategia revolucionaria realmente universal que abarcara a los países coloniales y semicoloniales.8
Esta hipótesis de Marx y Engels no se cumplió, lo cual resultó claro a finales del siglo XIX e inicios del XX, cuando Trotsky inició su trayectoria militante. Esto explica la riqueza de su obra teórica y estratégica, pues tuvo que buscar respuesta a los desafíos políticos impuestos por la lucha de clases en un país como Rusia, donde el capitalismo se desarrolló en el marco de un Estado autocrático absolutista y la clase social mayoritaria era el campesinado, pero que contaba con una joven y dinámica clase obrera producto de las inversiones industriales del capital imperialista europeo que, además, mostraba un alto nivel de politización y combatividad social.
Estas particularidades del desarrollo capitalista en Rusia y las experiencias de lucha de su joven clase obrera contra el zarismo, fueron el terreno fértil para que Trotsky captara la “dialéctica de las etapas históricas”, identificado los elementos desiguales y combinados en el proceso histórico: “Los países atrasados se asimilan las conquistas materiales e ideológicas de las naciones avanzadas. Pero esto no significa que sigan a estas últimas servilmente, reproduciendo todas las etapas de su pasado (…) El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la universalidad y permanencia en la evolución de la humanidad. Con esto, se excluye ya la posibilidad de que se repitan las formas evolutivas en las diferentes naciones. Obligados a seguir a los países avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas sucesivas” (Trotsky, 2012: 32).
Así, para Trotsky el capitalismo en su fase imperialista era un factor clave que alteraba las relaciones entre las clases sociales en los países coloniales y semicoloniales, a los cuales se les imponía el salto de etapas en su desarrollo histórico y se constituían formaciones sociales combinadas totalmente nuevas, impidiendo que se produjera un desarrollo secuencial en la historia.
Este enfoque desigual y combinado de la historia dista muchísimo de la “articulación de modos de producción” sostenida por el estructuralismo en la segunda mitad del siglo XX, pues no plantea la “coexistencia” temporal de modos de producción ni la “secuencia” lineal entre los mismos. Para Trotsky estas formaciones sociales combinadas son algo nuevo que rompen con cualquier “esquematismo pedantesco”, dando lugar a realidades sociales muy complejas: “El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace forzosamente que se confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí, el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso, embrollado, mixto” (Trotsky, 2012: 32).
Visto lo anterior, es claro que los debates decoloniales contra el materialismo histórico no tienen pies ni cabeza. En realidad sus argumentos están dirigidos contra el “marxismo” vulgar y esquemático del estalinismo, pero de forma muy deshonesta generalizan que es contra el materialismo histórico. Esto explica que Quijano no se refiera a la obra de Trotsky cuando denuncia la interpretación del desarrollo histórico eurocéntrica y secuencial del “marxismo”, pues le impediría sostener la gran cantidad de sandeces con que configuran su proyecto decolonial. Este mismo método de discusión se reproduce en el debate historiográfico central para los decolonialistas: la colonización de América.
La colonización de América ¿feudal o capitalista?
La historiografía decolonial sostiene que la colonización de América fue producto de la expansión comercial mercantilista, lo cual determinó el carácter capitalista de las sociedades coloniales. Aunado a esta interpretación, los decolonialistas nuevamente incurren en un debate falso contra el marxismo, al generalizar que, desde el enfoque “secuencial” del materialismo histórico, la colonización del continente fue asumida como feudal.
A partir de este prejuicio intelectual, Quijano caracteriza que el materialismo histórico es una “teoría de una secuencia histórica unilineal y universalmente válida entre las formas conocidas de trabajo y de control del trabajo”, por lo que plantea la necesidad de reabrir el debate sobre la colonización de América como una “cuestión mayor del debate científico-social contemporáneo”: “Desde el punto de vista eurocéntrico, reciprocidad, esclavitud, servidumbre y producción mercantil independiente, son todas percibidas como una secuencia histórica previa a la mercantilización de la fuerza de trabajo (…) En América la esclavitud fue deliberadamente establecida y organizada como mercancía para producir mercancías para el mercado mundial y, de ese modo, para servir a los propósitos y necesidades del capitalismo.” (Quijano, 2000: 219).
Esta cita de Quijano demuestra su total desconocimiento de las elaboraciones del marxismo sobre la colonización de América. Aunque Marx no realizó un estudio pormenorizado del carácter social de la colonización en América, aunque sí legó importantes apuntes de trabajo sobre las formas combinadas de explotación del trabajo en las colonias, entre los cuales figuran sus valoraciones sobre las plantaciones americanas y la explotación capitalista mediante el trabajo esclavo. Esto lo retoma Henryk Grossmann 9 en su obra La ley de acumulación y derrumbe del sistema capitalista: “Desde el principio (…) se trata, en lo que se refiere a estos territorios (…) según la expresión de Marx, de ‘una segunda clase de colonias, las plantaciones, que son desde el momento mismo de crearse especulaciones comerciales, centro de producción para el capitalismo mundial’ (Teorías de la plusvalía, tomo II). Se podría poner en duda su carácter capitalista, dado que aquí son ocupados esclavos y no trabajadores asalariados. Marx responde a ello que ‘aquí existe un régimen de producción capitalista, aunque sólo de un modo formal, puesto que la esclavitud de los negros excluye el libre trabajo asalariado (…) Son, sin embargo, capitalistas los que manejan el negocio de la trata de negros’” (citado en Yunes, 2009: 215).
Visto lo anterior, no aplican los señalamientos de Quijano sobre el “secuencialismo” del materialismo histórico en torno a las formas de control del trabajo, por el contrario, como demuestra Grossmann, desde Marx ya se tiene claridad sobre las formas combinadas que podía asumir la explotación capitalista en contextos sociales específicos, tal como sucedió en las colonias americanas.
El mismo tipo de señalamientos “críticos” están presentan en los trabajos de Grosfoguel. En sus reproches contra el materialismo histórico aduce que “Solamente desde una geopolítica del conocimiento eurocentrada se puede concluir que lo que pasó en Europa como sucesión lineal de modos de producción pasó igualmente en todo el planeta. Nunca hubo feudalismo en África, Asia y América Latina. Lo que hubo fue la exportación de diversas formas de trabajo coercitivas desde Europa hacia las periferias coloniales bajo el control del capitalismo monopolista y financiero a escala mundial” (Grosfoguel, 2008: 20-21).
Ya sea por ignorancia o por deshonestidad intelectual, estos apuntes “críticos” de Grosfoguel son totalmente errados. ¡Desde mediados del siglo XX diversos autores del trotskismo latinoamericano caracterizaron que la colonización de América fue realizada con fines capitalistas! En particular hay que destacar la obra de Milcíades Peña, quien a partir de las herramientas teóricas de la ley del desarrollo desigual y combinado desarrolló un profundo análisis sobre esta temática, la cual fue publicaba mediante entregas en revistas de Argentina entre los años cincuenta y setenta (y más recientemente reunidas en Historia del Pueblo Argentino).
Peña defiende que, tanto por el contenido, los móviles y los objetivos desarrollados, la colonización española del continente americano fue capitalista, lo cual explicaba que la economía colonial estuviera orientada desde un comienzo hacia el mercado mundial. Para ilustrar esto tomaba como ejemplo a Potosí, cuya industria minera reunía todos los rasgos propios de una actividad capitalista, pues además de la producción a gran escala de metales preciosos para la exportación, en la región no se producía nada más, teniendo que importar alimentos y otro tipo de productos desde otras zonas del continente (Peña, 2012)
Profundizando esta tesis, Peña señala que se trató de una variante específica de capitalismo, al cual denominó “capitalismo colonial”, caracterizado por emplear una forma peculiar de explotación del trabajo, el “salario bastardeado”10: “Es un capitalismo de factoría, ‘capitalismo colonial’, que a diferencia del feudalismo no produce en pequeña escala y ante todo para el consumo local, sino en gran escala, utilizando grandes masas de trabajadores y con la mira puesta en el mercado; generalmente el mercado mundial o, en su defecto, el mercado local estructurado en torno a los establecimientos que producen para la exportación. Éstas son características decisivamente capitalistas, aunque no del capitalismo industrial que se caracteriza por el salario libre” (Peña, 2012: 67).
Lo anterior es de suma importancia, pues aunque en primera instancia hay cierta semejanza entre la caracterización de la colonización de América entre los decolonialistas y la perspectiva del trotskismo que refleja Peña, cuando se hila más fino en la definición de la forma específica de la economía colonial comienzan a surgir las diferencias. Por ejemplo, para Grosfoguel la economía colonial fue la primera manifestación del capitalismo industrial en la historia, aspecto que pasa desapercibido para el materialismo histórico debido a su concepción etapista del capitalismo eurocentrado, en particular por la visión de Lenin sobre el imperialismo (Grosfoguel, 2008). En realidad esta formulación de Grosfoguel es una deriva de la noción decolonial de “matriz colonial de poder”, donde se diluyen las especificidades en las formas de acumulación capitalista y se analiza el desarrollo histórico desde una categoría ahistórica.
Por el contrario con Peña la caracterización de la colonización capitalista de América se formula desde la ley del desarrollo desigual y combinado, debido a lo cual coloca su énfasis en identificar el surgimiento de una nueva formación social combinada: “Los españoles llegados a América encontraron una realidad nueva, inexistente en España; y el resultado fue que, aun cuando subjetivamente quisieran reproducir la estructura de la sociedad española, objetivamente construyeron algo distinto. La España feudal levantó en América una sociedad básicamente capitalista –un capitalismo colonial, bien entendido, del mismo modo que, a la inversa, en la época del imperialismo el capital financiero edificó en sus colonias estructuras capitalistas recubiertas de reminiscencias feudales y esclavistas-. Este es precisamente el carácter combinado del desarrollo histórico. El pensamiento formal no capta esto y, por eso, en general no capta absolutamente nada de lo esencial” (Peña, 2012: 70).
En definitiva la elaboración de Peña sobre la colonización en América Latina es un ejemplo claro de la riqueza del materialismo histórico, el cual no tiene ninguna relación con la versión esquemática que nos presentan los decolonialistas. El mismo Peña nos recuerda esto al indicar que “nada es más extraño al marxismo que el cretinismo jurídico, y nada más revelador de un impenitente cretinismo jurídico que caracterizar como feudal la colonización española no por la estructura de sus relaciones de producción sino por la forma jurídica que asume el vínculo entre las colonias y la Corona española” (Peña, 2012: 69-70).
Entonces ¿contra quienes polemizan Quijano, Grosfoguel y los autores decoloniales? Dentro de la izquierda que se reclama marxista reconocemos dos tradiciones o corrientes de peso que caracterizaron como feudal la colonización de América: José Mariátegui y los partidos comunistas de la región vinculados al estalinismo soviético. En cuanto a Mariátegui, en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (publicado en 1928) procuró realizar un estudio pionero sobre América Latina desde el materialismo histórico, el cual contiene aportes significativos (por ejemplo su abordaje “antiromántico” del problema indígena relacionándolo con un problema estructural de la posesión de la tierra), aunque también presenta grandes limitaciones vinculadas a cierto secuencialismo en las etapas del desarrollo histórico, lo cual le induce a caracterizar la economía latinoamericana como feudal. Más allá de estos déficits, su obra teórica corresponde a la de un revolucionario pensando sobre la teoría de la revolución en América Latina. Muy diferente es nuestra valoración sobre el estalinismo “criollo”, que adecuó una interpretación de la colonización de América para justificar su política de alianzas con la “burguesía progresista”, al sostener que el carácter de la revolución en la región era anti-feudal y cuyo objetivo era profundizar el desarrollo del capitalismo.11
Lastimosamente los decolonialistas son incapaces de realizar este tipo de precisiones y, por el contrario, desarrollan un método de discusión profundamente desleal donde confunden las perspectivas historiográficas de las corrientes de izquierda bajo la etiqueta de “materialismo histórico”, aunque existan profundas diferencias de concepción estratégica y programática entre éstas.
Anteriormente detallamos que, para los decolonialistas, la “matriz colonial del poder” es la clave estratégica para comprender las relaciones políticas instauradas por Europa desde la conquista de América hasta la actualidad. A partir de esta valoración construyen una epistemología política con énfasis en la clasificación social, las historias locales, los cambios parciales y enarbolan a los “condenados de la tierra” como sujeto decolonial. En palabras de Walter Mignolo, “la opción decolonial es la opción que surge desde la diversidad del mundo y de las historias que, a lo largo de cinco siglos, se enfrentaron con ‘la única manera de leer la realidad’ monopolizada por la diversidad (cristiana, liberal, marxista) del pensamiento único occidental” (Mignolo, 2009: 254).
Aunque presenten su propuesta como novedosa y radical, en realidad la epistemología decolonial se compone por una serie de nociones procedentes del posmodernismo, postcolonialismo y el perspectivismo, cuyo resultado es una oda a la fragmentación política y el particularismo. Esto explica que todo su planteamiento tenga un constante tono polémico con el materialismo histórico, al cual acusan nuevamente de determinista y eurocéntrico por su concepción de clases sociales.
La clasificación social y la sociedad de “gentes”
Quijano sostiene que la colonización de América instauró un nuevo patrón de poder mundial, dentro del cual la raza se constituyó en la determinante central para la articulación de las relaciones de poder en la sociedad. Por esto aduce que, las diferencias sociales en el marco de la “matriz colonial del poder”, deben comprenderse desde la noción de “clasificación social”, la cual “se refiere a los procesos de largo plazo en los cuales las gentes disputan por el control de los ámbitos básicos de existencia social y de cuyos resultados se configura un patrón de distribución del poder centrado en relaciones de explotación/dominación/conflicto entre la población de una sociedad y en una historia determinadas” (Quijano, 2007: 114).
Visto lo anterior, Quijano interpreta la sociedad como un ámbito donde prevalece una lucha por el poder y los recursos, pero no precisa ningún anclaje social que explique dicha pugna de intereses. Incluso nótese que los “sujetos” en conflicto son las “gentes”, término que no sintetiza ninguna dimensión socio-política. ¿Por qué las “gentes” disputan? La respuesta que nos brinda el autor es por el control del trabajo, del sexo, la subjetividad, la autoridad, naturaleza, etc. Pero esta respuesta es una tautología y, por lo tanto, no establece ninguna relación social que explique el por qué de las disputas de poder entre las “gentes”, dándolo casi que por un hecho intrínseco al ser humano.
Acá destacan de nuevo el esencialismo maniqueísta en los análisis decolonialistas, pues su proyecto carece de herramientas conceptuales para explicar materialmente los antagonismos sociales, por el contrario, concentran su análisis en relaciones epistemológicas desvinculadas de cualquier tensión social: ¡todo se reduce a la modernidad/colonialidad y la “matriz colonial del poder”! Así las cosas, establecen que hay una disputa de “gentes” con sus “historias” por el poder, pero nunca se analiza ¿cómo se origina la lucha por el poder y el control de los recursos?
En relación directa a lo anterior, Quijano no desaprovecha la opción para lanzar ataques contra Marx, el materialismo histórico y su concepción de clases sociales, a la cual acusa de ser reduccionista, dado que “se refiere única y exclusivamente a uno sólo de los ámbitos del poder, el control del trabajo y de sus recursos y productos (…) todas las otras instancias de la existencia social donde se forman relaciones de poder entre las gentes no son consideradas en absoluto o son consideradas sólo como derivativas de las ‘relaciones de producción’ y determinadas por ellas” (Quijano, 2007: 113).
¡Quijano no deja de sorprendernos por su total incomprensión del materialismo histórico! Por momentos nos da la impresión que sus apuntes sobre “marxismo” los obtuvo de la lectura de un “manual de formación política” editado por el estalinismo soviético de Guerra Fría. Bajo la concepción materialista de la historia la producción no es un proceso técnico o unilateral, sino que hace parte de una relación social que opera en la interacción entre las clases sociales, más precisamente, en las formas de explotación y opresión social. Por esto Marx recalcó que las condiciones materiales de producción determinan históricamente a los seres humanos: ¡dime como produces y te diré quién eres! Si nos apegamos a la lógica de Quijano, esta aseveración vendría a confirmar que la categoría de clases sociales es reduccionista, dado que la primacía analítica está colocada en las relaciones de producción, en detrimento de otros ámbitos de la sociedad donde se reproducen luchas de poder, como la sexualidad y el conocimiento.
Pero el materialismo histórico dista muchísimo de esa caricatura “economicista vulgar” y unilateral que nos ofrece Quijano y compañía. Para Marx las relaciones de producción son la clave estratégica para comprender el conjunto de la vida social, lo cual no se limita a la esfera del intercambio económico. Por ejemplo, en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels dedican varios pasajes para problematizar la correspondencia entre las relaciones de clase, las ideas y la moral de las sociedades: “¿Acaso se necesita una gran perspicacia para comprender que con toda modificación sobrevenida en las condiciones de vida, en las relaciones sociales, en la existencia social, cambian también las ideas, las nociones y las concepciones, en una palabra, la conciencia del hombre? (…) Las ideas dominantes en cualquier época, no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante” (Engels y Marx, sin pie de imprenta: 96). Pero ambos autores van más allá, pues adelantan ya una comprensión materialista de la opresión de las mujeres como producto de la familia burguesa patriarcal, análisis que Engels profundizará más adelante en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, donde establece que la opresión patriarcal hacia las mujeres es producto de la división social del trabajo entre ricos y pobres.12
Continuando con sus críticas, Quijano considera que la noción de clases sociales es determinista porque pre-configura el accionar de los seres humanos a partir de su ubicación en la producción social, estableciendo que “las gente son portadoras” de conductas estructurales determinadas automáticamente por su pertenencia de clase, negando cualquier espacio para la acción libre o independiente de los individuos. Líneas atrás indicamos que las relaciones de producción determinan históricamente a los seres humanos, lo cual no debe asumirse como un aplastamiento de las “estructuras” sobre los individuos, tal como parece ocurrir en la mente de Quijano. Todo lo contrario, la determinación histórica establece una relación dialéctica entre los límites del conjunto de la actividad social y las posibilidades de cambio histórico, para el cual es indispensable la intervención consciente y revolucionaria de los sujetos. Marx fue categórico al establecer los términos de esta relación donde “las circunstancias hacen tanto a los hombres como los hombres hacen a la circunstancias”, en contraposición al estructuralismo donde la historia se realiza sin sujetos activos, así como contra cualquier interpretación idealista de los individuos por fuera de cualquier realidad histórico-social. Este abordaje lo encontramos también en un texto de formación política de Socialismo o Barbarie, donde se establece una relación dinámica entre la determinación histórica, las clases sociales y las perspectivas de revolución social: “La contemporaneidad de la historia no debe ser vista como algo puramente ‘objetivo’ que ocurre paralelamente a nosotros, sino como un quehacer que, aunque parta de circunstancias determinadas heredadas de las generaciones anteriores, nos implica, implica a las clases fundamentales y su política, implica a la acción que los sujetos sociales llevan adelante en el campo de la lucha de clases y transforma, para mal o para bien, la realidad de las cosas” (Saénz, s/d: 17)
En realidad Quijano debate contra la noción de clases sociales del estructuralismo y otras corrientes sociologistas, donde las clases son categorías abstractas que se definen unilateralmente por variables “duras” como la relación salarial, capacidad de consumo, etc. Esto dista muchísimo de la concepción dinámica del materialismo histórico, donde la realidad social se interpreta desde la lucha de clases 13, cuyo desarrollo está mediatizado por la politización de la clase obrera, paso crucial para transformarse de clase en sí en clase para sí, consciente de su condición de explotada y oprimida que debe luchar por su emancipación social. Esto es fundamental comprenderlo, pues nos remite a la praxis como parte del materialismo histórico, donde se combina la teoría con la experiencia, en este caso, la practica revolucionaria.
La herida colonial, las historias locales y la geopolítica del conocimiento
En relación directa a la “matriz colonial del poder”, los decolonialistas argumentan que las relaciones sociales están marcadas por la “herida colonial”, subproducto de los discursos racistas de clasificación social. Por esto Mignolo sugiere que la opción decolonial “surge desde la diversidad del mundo y de las historias locales que, a lo largo de cinco siglos, se enfrentaron con ‘la única manera de leer la realidad’ monopolizada por la diversidad (cristiana, liberal, marxista) del pensamiento único occidental” (Mignolo, 2009: 254)
La cita anterior nos coloca frente a una de las categorías medulares de la epistemología política decolonial: la geopolítica del conocimiento. Este enfoque se apoya en la “teoría de la dependencia”, la cual sostiene que existe un diferencial de poder en la economía mundial entre los países del centro y la periferia, lo cual es utilizado por los decolonialistas para señalar que ocurre lo mismo en el plano del conocimiento debido a la “colonialidad del poder”. Debido a esto se constituyó una “geopolítica del conocimiento” donde entran en juego las biografías individuales y colectivas, determinando que toda forma de interpretar el mundo esté condicionada por el lugar de enunciación dentro de la estructura de poder del mundo colonial moderno.
Coincidimos con Mignolo y los decolonialistas en que todo conocimiento (o interpretación del mundo) guarda una correspondencia con la realidad concreta, pero diferimos sustancialmente al respecto de que elementos constituyen dicha realidad (o al menos en la relación entre los mismos). Para la geopolítica del conocimiento, como su nombre lo indica, lo fundamental son las contradicciones “geopolíticas” entre bloques regionales, estableciéndose una relación desigual entre los centros y la periferia a partir de un imperio epistemológico de la potencias coloniales. Así, las contradicciones entre las clases sociales se sustituyen por los antagonismos derivados de la “geopolítica” y la “matriz colonial del poder”. No obstante, Mignolo hace un esfuerzo por subsanar este vacío en su propuesta, pero el resultado es un traslado mecánico de esta “geopolítica imperial del conocimiento” a las relaciones sociales, estableciendo categorías dicotómicas que explican los antagonismos sociales desde la “colonialidad del poder”: primitivos versus civilizados, bárbaros versus europeos blancos/blancas, homosexuales y lesbianas contra heterosexuales.
Aunado a esto, los decolonialistas argumentan que, dado el carácter geopolítico del conocimiento, resulta imposible un conocimiento universal, pues toda forma de interpretar el mundo está mediatizada por las historias locales. Esto deja en claro que la opción decolonial es una variante del perspectivo epistemológico, donde toda conocimiento está restringido por la parcialidad y/o contextos sociohistóricos específicos, careciendo de cualquier ángulo de totalidad (García, 2013).14 Grosfoguel da cuentas de este enfoque “perspectivista” cando sentencia que el “racismo epistemológico es intrínseco al ‘universalismo abstracto’ occidental, que encubre a quien habla y el lugar desde donde habla” (Grosfoguel, 2007b: 71).
Nótese la enorme contradicción de los decolonialistas, pues a la vez que identifican una “matriz colonial del poder” en el marco de relaciones desiguales entre países del centro y la periferia (imperialistas y semicoloniales en términos del marxismo), a la hora de plantear una forma de comprender la “colonialidad” retroceden al sostener perspectivas estrictamente locales y fragmentarias. Esto conduce a los decolonialistas a un relativismo epistemológico extremo (y por ende político, como veremos en la próxima sección), donde la verdad y la objetividad son prácticamente igualados a simples percepciones o creencias: “La opción decolonial, opción de coexistencia conflictiva, es un pensamiento que asume desde el vamos la objetividad entre paréntesis: creo en lo que creo y lo defiendo y entiendo que frente a mí hay otra posición equivalente de alguien que defiende sus creencias pero sabe que la suya no es ‘la única manera de leer la realidad’. Este es el espacio del diálogo pluri-versal” (Mignolo, 2009: 264).
Para Mignolo esto representa la “fractura epistemológica” del proyecto decolonial y, además, aduce que por fuera de esto se quedan los “espacios universales” donde la objetividad se asume como absoluta, en clara referencia a todos los proyectos de la modernidad, donde nuevamente incluye al marxismo como un pensamiento con tendencias “totalizantes”. Efectivamente el materialismo histórico dista de esta epistemología decolonial, y en buena hora que es así, pues para los intereses de la clase obrera, los explotados y oprimidos, esta forma de “comprender” el mundo equivale, por decirlo moderadamente, a un suicidio político.
Para graficar esta idea supongamos un diálogo “pluriversal” donde un trabajador sostenga que su patrón lo explota en la fábrica, mientras que el mismo patrón alegue que ayuda a su “colaborador” pues le garantiza un salario estable para vivir. ¿Quién tiene razón bajo la epistemología decolonial? Si nos apegamos a lo expuesto por Mignolo….ambas posiciones serían formas equivalentes de interpretar la realidad. Posiblemente algún decolonialista aduzca que el ejemplo está viciado porque no puede existir un dialogo “pluriversal” entre un obrero y un patrón, dado que existe una relación de poder. Entonces llevemos el razonamiento a otro escenario, por ejemplo la vanguardia social compuesta por activistas independientes y organizaciones políticas. Es normal que ante los procesos políticos existan diversas posiciones, muchas de las cuales se reflejan en las asambleas (sindicales o estudiantiles) o en los periódicos de las organizaciones (por ejemplo debates sobre las posiciones electorales o frente a gobiernos “progresistas”). Bajo los criterios del marxismo revolucionario estos debates hacen parte de la lucha de tendencias, los cuales son enriquecedores para el conjunto de la vanguardia. Desde la lógica decolonial esta lucha de tendencias es descalificada como “sectarismo” y sería un intento por imponer una lectura única o absoluta de la realidad. ¡Por donde se le mire los diálogos “pluriversales” son despolitizantes!
Es falso que el marxismo sostenga “verdades absolutas”, por el contrario, insiste en el carácter histórico y práctico del conocimiento humano, lo cual Marx ya señalaba en la segunda tesis sobre Feuerbach: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad (…) El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico”.15 En un sentido similar se expresaba Trotsky cuando, al polemizar con el doctrinarismo panfletario de la burocracia estalinista, recordaba que el “marxismo no tiene la pretensión de ser un sistema absoluto. Tiene conciencia de su propio significado históricamente transitorio” (Trotsky, 2004: 166).
El problema de fondo que se plantea entre el marxismo y la epistemología decolonial es el abordaje sobre el todo y las partes, entre lo universal y lo particular. Para el materialismo histórico el mercado mundial y la historia universal son un producto histórico del desarrollo de las fuerzas productivas realizadas por el capitalismo, una conquista a largo plazo de la humanidad pues impuso una ruptura con el aislamiento de regiones enteras del planeta, constituyendo un intercambio universal en todos los aspectos de la vida social (desde mercancías hasta las ideas). Esto no significa desconocer que la universalización de las relaciones sociales se llevó a cabo, como señalaran Marx y Engels, con la “artillería pesada” de la burguesía para forjarse “un mundo a su imagen y semejanza”, cometiendo mil y un atrocidades en nombre del “progreso”. Pero ante este desarrollo desigual y combinado, el materialismo histórico no antepone una valoración romántica o maniqueísta de la historia, sino que avanza a plantear una perspectiva de transformación social a partir de los desarrollos materiales alcanzados por el capitalismo para construir un mundo sin explotación y opresión social, la cual está sintetizado magistralmente en la última línea del Manifiesto Comunista: ¡Proletarios de todos los países, uníos!
Este enfoque de totalidad histórica del marxismo también incorpora dialécticamente a las “historias locales”, pues es una concepción donde los conceptos y categorías están en tensión constante con las particularidad de los contextos socio-históricos (García, 2013). Trotsky destacaba que esta dialéctica entre lo universal y lo particular era parte fundamental del materialismo histórico: “La esencia del marxismo consiste en esto, en que enfoca a la sociedad concretamente, como sujeto de investigación objetiva, y analiza la historia como se haría en un gigantesco registro de laboratorio. El marxismo considera la ideología como un elemento integral subordinado a la estructura material de la sociedad. El marxismo analiza la estructura de clase de la sociedad como una forma históricamente condicionada por el desarrollo de la fuerzas productivas (…). Precisamente esta aproximación objetiva confiere al marxismo un poder insuperable de previsión histórica” (Trotsky, 2004: 132-133)
Por el contrario, los decolonialistas carecen de cualquier ángulo de totalidad, lo cual termina por manifestarse en su incapacidad de esbozar un planteamiento de emancipación universal contra la “matriz colonial del poder”. En tanto críticos de la modernidad y los “grandes relatos”, argumentan que los cambios históricos no son totales ni homogéneos, por lo cual resultan insustanciales los debates en torno a si se producen por saltos o de forma gradual (Quijano, 2007). Así las cosas, el marxismo revolucionario apunta desde 1848 un horizonte estratégico de lucha: la unidad de los explotados y oprimidos del mundo para destruir el capitalismo y emancipar a la humanidad. En el caso de los decolonialistas del siglo XXI son incapaces de plantear esto tan siquiera sobre el papel, pues toda su propuesta termina siendo una justificación del etapismo en el cambio social, al cual disfrazan con su epistemología perspectivista y la “coexistencia conflictiva” (este concepto con derivas reformistas lo abordaremos en la próxima sección).
El sujeto colectivo decolonial
En sintonía con el planteamiento de “clasificación social”, los decolonialistas propugnan por la formación de sujetos colectivos, cuya constitución se deriva de la “herida colonial”. Esto lo sintetiza Mignolo cuando, apoyándose en la obra de Frantz Fanon, denomina al sujeto decolonial como los “condenados de la tierra”: “Los condenados se definen por la herida colonial, y la herida colonial, sea física o psicológica, es una consecuencia del racismo, el discurso hegemónico que pone en cuestión la humanidad de todos los que no pertenecen al mismo locus de enunciación” (Mignolo, 2007: 34).
Así, para los decolonialistas el sujeto colectivo se constituye a partir de los discursos opresivos y no como consecuencia de la explotación de clases sociales. Dicho enfoque resulta muy similar a los planteamientos posmodernos en torno a las identidades primarias (García, 2011), donde los sujetos se establecen en correspondencia con su “comunidad” más cercana y vivencial (razón por la cual el giro decolonial es utilizado también por activistas feministas y LGBT). Aunque se presente como un discurso “radical” y/o contestatario, en realidad este razonamiento es profundamente conservador y reaccionario. La centralidad en los “excluidos” es un subproducto de la política neoliberal que, aprovechándose de la desestabilización y fragmentación de la nueva clase obrera desde los años ochenta (mediante la tercerización y la migración), logró trasladar los debates hacia nuevas coordenadas políticas mucho más favorables para los capitalistas: ¡de la explotación de clases hacia la exclusión social, potenciando la división entre los explotados y oprimidos!
Esto lo analiza con mucha agudeza Daniel Zamora, al destacar que con la “revolución neoliberal” de Margaret Thatcher las discusiones comenzaron a orientarse exclusivamente alrededor de las políticas de “inclusión social”, a lo cual se sumaron la gran mayoría de intelectuales y corrientes de izquierda: “esta lógica – la redefinición de la pregunta social como un conflicto entre dos facciones del proletariado más que entre el capital y el trabajo– puede todavía ser encontrada tanto en la izquierda como la derecha (…) ambos extremos terminan aceptando, para el detrimento de todos los ‘trabajadores’, la centralidad de la categoría de los ‘excluidos’” (Zamora, 2013: 2, traducción de Marcela Ramírez).
Precisamente esta lógica fragmentaria está implícita en la categoría de “condenados de la tierra”, acuñada originalmente por Fanon en 1961. Este autor sostenía que en los países coloniales el sujeto revolucionario era el campesinado, a la vez que pregonaba una perspectiva anti-obrera por ser la “fracción más acomodada del pueblo”: “En los países colonialistas, el proletariado tiene mucho que perder. Representa, en efecto, la fracción del pueblo colonizado necesaria e irremplazable para la buena marcha de la maquinaria colonial: conductores de tranvías, mineros, estibadores, intérpretes, enfermeros, etc.,…Son esos elementos los partidarios más fieles de los partidos nacionalistas y que, por el sitio privilegiado que ocupan en el sistema colonial, constituyen la fracción ‘burguesa’ del pueblo colonizado” (Fanon, 1999: 86). El escepticismo de Fanon con respecto a la clase obrera llegaba a tales extremos que sostenía que en las ciudades la revolución entraría por medio del lumpen-proletariado, “una de las fuerzas más espontáneas y radicalmente revolucionarias de un pueblo colonizado” (Fanon, 1999: 102).
Dado que ninguno de los decolonialistas polemiza con estas valoraciones de Fanon (a quien, por el contrario, reivindican como una de sus matrices teóricas), damos por un hecho que comparten sus valoraciones sobre la clase obrera como privilegiados del sistema. En todo caso, de lo que no queda duda es sobre el escepticismo que sostienen en torno a la definición de la clase obrera como sujeto histórico, lo cual consideran hace parte de una visión teleológica de la historia.
Contrario a esta perspectiva, la definición de sujeto histórico del marxismo responde a un análisis materialista de las relaciones burguesas de producción, específicamente en la contradicción entre capital y trabajo. Ya adelantamos mucho de esto páginas atrás, así que nos limitaremos a realizar algunos apuntes complementarios. En primer lugar, este tipo de ataques contra la centralidad de la clase obrera ya eran comunes en tiempos de Marx y Engels, ante lo cual respondían que la potencialidad objetiva del proletariado radicaba en ser la única clase que, para lograr su verdadera liberación social, debía luchar a fondo contra toda forma de explotación y opresión social de la sociedad burguesa. Esto lo sintetizaron magistralmente en un pasaje de La Sagrada Familia: “Si los autores socialistas atribuyen al proletariado ese papel mundial, no es debido, como la crítica afecta creerlo, porque consideren a los proletarios como a dioses (…) no puede él libertarse sin suprimir sus propias condiciones de existencia. No pueden suprimir sus propias condiciones de existencia, sin suprimir todas las condiciones de existencia inhumanas de la sociedad actual que se condensan en su situación. No se trata de saber lo que tal o cual proletario, o aun el proletariado íntegro, se propone momentáneamente como fin. Se trata de saber lo que el proletariado es y lo que debe históricamente hacer de acuerdo con su ser” (Engels y Marx, 2008: 51).
De la cita anterior se desprende que Marx y Engels no realizan ningún fetichismo de la clase obrera como tal, tan solo remarcan su potencialidad objetiva para revolucionar el conjunto de la sociedad burguesa, pues solo resulta victorioso “suprimiéndose a sí mismo y a su contrario”, en otros términos, la única forma de liberarse de su condición de explotación es mediante la destrucción de la propiedad privada capitalista, todo lo demás serían reformas a su condición de clase explotada.
En segundo lugar, esta potencialidad objetiva se relaciona dialécticamente con la perspectiva de “necesidad histórica” (lo cual no debe asumirse de forma mecanicista o teleológica), cuyo desarrollo unitario se materializa en el terreno de la lucha de clases: “Pero que algo sea necesario (¡y el socialismo lo es!), que estén dadas las precondiciones objetivas para ello, no quiere decir que ineluctablemente se imponga. Porque como decía Marx, la historia no hace nada, no es ningún tipo de agente independiente, los que la hacen, los que sienten y pelean, son los hombres mismos. Las circunstancias objetivas sólo marcan las condiciones de su acción, sus alcances y límites, su ‘posibilidad objetiva’, nunca el desenlace de los asuntos. Posibilidad objetiva que tiene que ver con las condiciones materiales e históricas que hacen ‘necesarios’ determinados desarrollos, pero no llevan teleológicamente a ellos: eso ya depende de las luchas de las fuerzas vivas en la palestra histórica” (Sáenz, 2014).
Visto lo anterior, existe una relación directa entre la identificación de los sujetos sociales y las perspectivas estratégicas de las corrientes políticas. En el marxismo revolucionario la apuesta por la clase obrera como sujeto social determina un planteamiento de revolución social contra el capitalismo, pues la única forma de liberar a la clase obrera de su explotación es destruyendo las relaciones burguesas de producción. Esto no debe dar paso a una posición sectaria frente a otras clases o sectores oprimidos en la sociedad capitalista, lo cual sería incurrir en un “obrerismo panfletario” que dista muchísimo del marxismo revolucionario. La experiencia histórica del siglo XX demostró que para el triunfo de la revolución proletaria es fundamental ganarse el apoyo de esos sectores en la perspectiva de instaurar un gobierno de la clase obrera, los explotados y oprimidos. Algo de lo cual el marxismo revolucionario siempre dio cuentas, tal como quedó expuesto en la sección anterior que abordamos el debate entre Lenin y Trotsky sobre el colaboracionismo revolucionario entre la clase obrera y el campesinado, criterio extensible en el siglo XX a otros sectores sociales.
En el caso del giro decolonial (y otras variantes autonomistas y populistas), el énfasis en los “condenados de la tierra” conlleva a una perspectiva estrictamente contra la “matriz colonial del poder” y sus discursos “racistas”, dejando incólume la explotación de clases sociales. Esto mismo acota Zamora cuando destaca que “La nueva centralidad de los ‘excluidos’ o los ‘de clases bajas’ no solo cambia los términos del problema sino que también cuenta como una solución” (Zamora, 2013: 3). Sobre esto nos referiremos en el siguiente acápite.
III. ¿Emancipación social o liberación decolonial? Un debate sobre programa y organización
Los debates con la historiografía y la epistemología decolonial no son asuntos académicos, sino que remiten a problemas de estrategia en torno al carácter del programa y el tipo de organización social que se piensa. En el caso del proyecto decolonial su propuesta se reduce a un accionar enteramente reformista que, más allá de su retórica “radical”, no cuestiona el imperio del Estado burgués sobre el conjunto de la vida social. Por el contrario, sus principales autores se esfuerzan por sustentar teóricamente a los gobiernos populistas burgueses y las experiencias de autogestión paralela al poder estatal (como el zapatismo), sin dejar de lado sus ataques furibundos contra el marxismo revolucionario y su lucha por la emancipación social.
Mignolo expresa bien la estrategia reformista decolonial, al señalar que “ya no es izquierda, sino otra cosa: es desprendimiento de la episteme política moderna, articulada como derecha, centro e izquierda; es apertura hacia otra cosa, en marcha, buscándose en la diferencia” (Mignolo, 2007b:30-31). De ahí que el epicentro de su propuesta es “la descolonización del saber y del ser” y la lucha por la “liberación” en todas las escalas (individual, social o colectiva), donde según el lugar de “enunciación” se determinará qué proyecto desarrollar.
¿Reforma o revolución en América Latina?
Páginas atrás rebatimos las acusaciones de Anibal Quijano contra la categoría de “imperialismo” de Lenin, a quien acusaba de ser un etapista histórico. Lo más ridículo del caso es que este autor es el principal ideólogo de la noción del cambio “heterogéneo”, eufemismo que utiliza para esconder su planteamiento reformista. En la visión de Quijano las relaciones de poder en el capitalismo no son homogéneas, sino que están compuestas por “historias diversas y heterogéneas”, motivo por el cual “el proceso de cambio de dicha totalidad capitalista no puede, de ningún modo, ser una transformación homogénea y continua del sistema entero, ni tampoco de cada uno de sus componentes mayores. Tampoco podría dicha totalidad desvanecerse completa y homogéneamente de la escena histórica y ser reemplazada por otra equivalente” (Quijano, 2000: 223). Agrega, además, que los debates en torno a si los cambios sociales se producen de forma gradual o por saltos, son insustanciales dado que no implican una “ruptura epistemológica”.
Aunque Quijano disimule su planteamiento con una retórica academicista, el trasfondo de su política reformista salta a la vista: las sociedades son “heterogéneas”, por lo cual sólo es posible realizar cambios desiguales (léase parciales) y nunca totales. En otras palabras, arriba a la misma conclusión estratégica del etapismo estalinista: en el actual momento histórico (¡que no tiene principio ni final en realidad!) la tarea es reformar el capitalismo y luchar por “otro mundo posible”.
Acá se comienzan a hacer patentes las conclusiones estratégicas del abordaje historiográfico y epistemológico decolonial, pues al colocar la centralidad de su proyecto en combatir la “matriz colonial del poder” y en la agenda fragmentaria de los sujetos colectivos (los “condenados de la tierra”), termina por renunciar a luchar por un proyecto alternativo al capitalismo, o lo que es lo mismo, ¡se decreta que la revolución social está por fuera de la agenda histórica! Mignolo nos coloca de frente a esta estrategia decolonial: “En la medida en que la opción decolonial confronta la matriz colonial de poder (…), la tarea a futuro no es tanto pelear con los molinos de viento llamados ‘capitalismo global’ sino con las intrincadas fases, esferas y dominios en los que hoy la matriz colonial de poder está en disputa en un orden mundial policéntrico” (Mignolo, 2009: 274).
¡El objetivo explícito del proyecto decolonial es luchar contra la “colonialidad del poder” y no contra la explotación y opresión del capitalismo!16 ¿Qué significa esto en términos prácticos? Pues que a diferencia de los marxistas que persiguen “molinos de viento”, los decolonialistas se concentran en pelear por la “liberación” de las “gentes” en sus espacios de interacción social, por lo cual la “corporeidad” desempeña un lugar central para esta tarea. Por donde se le mire, esto es una orientación abiertamente reformista, pues al no asumir la pelea contra la totalidad del orden social burgués e instaurar una nueva forma de organización social para el conjunto de los explotados y oprimidos, el énfasis se coloca en los momentos “parciales” de la liberación de las “gentes”.
Lo anterior nos remite al clásico debate entre reforma y revolución. Para el marxismo revolucionario la estrategia consiste en enlazar cada lucha parcial en la perspectiva de la revolución socialista, estableciendo una dialéctica entre fines y medios. Así, las peleas por reformas son momentos tácticos de las luchas de los explotados y oprimidos, cuyo principal valor reside en su aporte a la politización de lo sujetos que se organizan y luchan. En el caso del reformismo las cosas están invertidas, pues su estrategia consiste en desvincular las luchas parciales de un proyecto de revolución social, haciendo de las reformas concretas un fin en sí mismas.
Para los decolonialistas su estrategia reformista se justifica por el carácter “heterogéneo” de las sociedades, donde conviven “gentes” con “historias diversas” y, muy importante, porque sostienen que la relación salarial es la menos extendida geográfica y demográficamente, por lo cual la clase trabajadora es socialmente minoritaria (Quijano, 2007). En realidad las estadísticas del siglo XXI apuntan en un sentido contrario, pues la tendencia es hacia una creciente proletarización en todo el orbe, constituyéndose una nueva clase obrera (muy tercerizada y fragmentada) y sociedades mayoritariamente urbanas: “entre 1970 y el 2010, el número de trabajadores en los países avanzados pasó de 300 millones a 500 millones. Pero en los países pobres, su número, incluyendo dependientes inmediatos, pasó de 1.100 millones a entre 2.500 y 3.000 millones (…) nunca como a comienzos de este siglo XXI los explotados y oprimidos del mundo han sido tan proletarios como hoy” (Sáenz, 2012: 89-90).
Por otra parte, es absurdo sostener que la heterogeneidad de las sociedades impide realizar un cambio del conjunto del sistema capitalista. Desde la perspectiva del desarrollo desigual y combinado de Trotsky, el capitalismo en su fase imperialista era un factor clave que alteraba las relaciones entre las clases sociales en los países coloniales y semicoloniales, a los cuales se les imponía el salto de etapas en su desarrollo histórico y se constituían formaciones sociales combinadas, cuyo carácter específico se comprendía dentro de la totalidad del capitalismo mundial. Por eso en Trotsky el carácter desigual y combinado no es una justificación para rechazar la perspectiva de la revolución socialista en los países semicoloniales, por el contrario la dotaba de mayor actualidad al determinar la necesaria combinación entre las tareas democráticas y las socialistas como parte de un mismo proceso político revolucionario “Los países coloniales y semicoloniales son, por su misma naturaleza, países atrasados. Pero los países atrasados son parte del mundo dominado por el imperialismo (…) De la misma manera se determina la política del proletario de los países atrasados: las luchas por los objetivos de independencia nacional y de democracia burguesa más elementales se combinan con la lucha socialista contra el imperialismo mundial. Las reivindicaciones democráticas, las reivindicaciones transitorias y las tareas de la revolución socialista no se separan en épocas históricas durante esta lucha sino que emanan inmediatamente unas de otras” (Trotsky, 1971: 247).
En relación directa (y diríamos complementaria) a su perspectiva reformista, los decolonialistas también sostienen elaboraciones “autonomistas” que rechazan la lucha por el poder del Estado, acusando al marxismo de “superestructuralista” por cifrar sus expectativas de cambio social desde la institucionalidad: “la idea de que el socialismo consiste en la estatización de todos y cada uno de los ámbitos del poder y de la existencia social, comenzando con el control del trabajo (…) hace de una superestructura, el Estado, la base de la sociedad. Y escamotea el hecho de una total reconcentración del control del poder, lo que lleva necesariamente al total despotismo de los controladores, haciéndola aparecer como si fuera una socialización del poder, esto es la redistribución radical del control del poder” (Quijano, 2000: 241).
De esta cita se desprenden tres aspectos centrales por debatir. Primero, la falsa equivalencia entre socialismo y estatización. Desde Socialismo o Barbarie realizamos un balance estratégico de las revoluciones de la segunda posguerra del siglo XX, producto de las cuales surgieron Estados autodenominados “socialistas” y “obreros” porque expropiaron a la burguesía, aunque en la práctica se establecieron gobiernos burocráticos donde la clase obrera no tenía control democrático del Estado y la toma de decisiones mediante sus organismos y partidos. Al respecto de esto señalábamos que “se pierde de vista que la expropiación en sí todavía no es una tarea propiamente socialista, sino que depende del sentido de la evolución ulterior. Esto es, del desarrollo de una verdadera tendencia a la socialización de la producción (…) no se trata sólo de cuáles son las tareas, sino de cómo (los medios) y quién (el sujeto) las lleva a cabo” (Sáenz, 2004: 51).
Segundo, un posicionamiento antiestatista muy similar al planteamiento de John Holloway (otrora referente del autonomismo mundial) con su famoso “cómo cambiar el mundo sin tomar el poder”. En realidad el marxismo no hace de la toma del poder y control del Estado un fin en sí mismo, sino que se relaciona directamente con una apreciación materialista de la lucha de clases, de lo cual se desprende que el Estado es el epicentro de las relaciones políticas en la sociedad y, por lo mismo, su control democrático por parte de la clase obrera es fundamental para consumar un proyecto de transición hacia el socialismo. Renegar de la centralidad del Estado en la vida social es una pose ultraizquierdista e infantil, cuyo trasfondo implícito es la renuncia a no transformar el conjunto de la sociedad, tal como sostienen los decolonialistas. En este sentido resultan atinadas las palabras de Lenin cuando señalaba que “fuera del poder todo es ilusión”.
Tercero, una reproducción criolla de la “ley de hierro de las oligarquías”, al determinar que la burocratización es consecuencia directa de concentrar el poder en el Estado. Dicha tesis fue sostenida por el alemán Robert Michels a comienzos del siglo XX, para quien era inevitable que las organizaciones se burocratizaran en el poder, tal como le sucedió a la socialdemocracia alemana a finales del siglo XIX tras su ascenso en el parlamento alemán (Sáenz, 2014). Esta concepción denota un enfoque teleológico de la historia, pues parte de suponer que toda revolución que tome el poder devendrá inevitablemente en un proceso de burocratización. En esto incurre Quijano cuando, subrepticiamente, “explica” el estalinismo como una consecuencia directa de la revolución bolchevique.
Esta ambivalencia entre el autonomismo y el reformismo, se vincula directamente con la centralidad de los “condenados de la tierra” en el proyecto decolonial, determinando que su agenda esté restringida por la “inclusión social” antes que por la emancipación social. Son perspectivas complementarias que rechazan la centralidad de la clase obrera y no cuestionan el imperio del Estado burgués sobre el conjunto de la sociedad, ante lo cual su respuesta es realizar cambios parciales y fragmentarios. Al respecto de esto, nos parece atinadas las palabras de un texto de Socialismo o Barbarie a propósito de las rebeliones populares de América Latina y el auge de los movimiento sociales: “No hay sucedáneo orgánico posible para la clase trabajadora urbana si lo que se pretende es orientar la lucha social en el sentido de erigir un nuevo orden opuesto a y superador del capitalismo. Va de suyo que la clase trabajadora necesita articular y encabezar una alianza social con todas las capas sociales explotadas y oprimidas. Pero por fuera de ella y de su hegemonía sólo hay o bien reformismo (…), o bien la utopía reaccionaria de la construcción de una sociedad ‘paralela’ en los ‘intersticios de la sociedad capitalista’” (Yunes, 2005: 12).
Reteorizando vías de coexistencia con el Estado burgués
El rechazo a un proyecto de revolución social conlleva, inexorablemente, a sostener “alternativas” de convivencia con el Estado burgués. Una muestra de esto son las teorizaciones decoloniales sobre la “coexistencia” de varios mundos, premisa que hace parte del ideario político del Foro Social Mundial (FSM) y del movimiento zapatista. Explícitamente Mignolo se refiere a esto, cuando aduce que para el giro decolonial “no se trata únicamente de una conciencia de oposición o resistencia. Se trata de actuar para desligarse y mirar a un futuro en el que «otros mundos son posibles», como afirma el discurso del Foro Social Mundial, o «encaminarse hacia un mundo en el que sea posible la coexistencia de varios mundos», como nos dicen los zapatistas” (Mignolo, 2007: 160). Esta formulación coincide con la lógica del cambio heterogéneo de Quijano, donde cada sujeto colectivo construye su proyecto de liberación en los márgenes de su “geopolítica del conocimiento”. También es consecuente con el enfoque unilateral de las “historias locales”, ángulo particularista mediante el cual se abandona cualquier criterio de totalidad y, por lo mismo, se termina por enarbolar la bandera de la coexistencia social.
Por eso los decolonialistas defienden un programa que no cuestiona el Estado burgués en su conjunto y, por el contrario, impulsan políticas reformistas de inclusión social de los “condenados de la tierra” en la institucionalidad burguesa. Un ejemplo es cuando Mignolo celebra acríticamente las políticas de “interculturalidad” de algunos gobiernos en América Latina, donde los movimientos indígenas “coparticipan” en el Estado y la educación, lo cual asume como parte de la “descolonización del ser y del saber” en la región (Mignolo, 2007).
Entonces para Mignolo es correcto que un movimiento social “coparticipe” en un Estado a partir de un criterio unilateral: que sea “pluricultural” e incorpore otras “cosmologías”, obviando cualquier referencia a su carácter de clase burgués y, por lo tanto, explotador y opresor. Esto, insistimos, es consecuencia directa del abandono de un criterio clasista comprender la realidad social, por lo cual la política se estructura desde la lógica de los “excluidos”, cuyo resultado es una adaptación al Estado burgués al cual “embellece” calificándolo como más democrático o decolonial por sus políticas “pluriculturales”, aunque prosiga explotando y oprimiendo a otra gran parte de las sociedad. Así, la fragmentación política del sujeto colectivo decolonial y sus agendas unilaterales desde las “historias locales”, terminan por colocar a los movimientos sociales más cerca de la burguesía “plurinacional” (o progresista), antes que fomentar la unidad de todos los explotados y oprimidos en lucha por un mismo proyecto de emancipación social (lo cual desde la decolonialidad equivaldría a incurrir en una política desde la “colonialidad del poder”).
Desde ya señalamos que apoyamos las luchas de los pueblos originarios por exigirle a los Estados el reconocimiento de sus reivindicaciones, en particular las que atañen al derecho a la autodeterminación nacional. Como parte de esto es válido (y necesario) luchar por reformas que amplíen sus derechos políticos, pero nunca sin perder de vista el carácter de clase de dicho Estado. Al respecto de esta temática, desde Socialismo o Barbarie contamos con varias elaboraciones donde abordamos el problema de la opresión contra los pueblos originarios desde una perspectiva clasista, en particular sobre el caso de Bolivia. A propósito de las rebeliones populares en ese país a finales del siglo XX e inicios del presente, planteábamos que “el Estado boliviano no es sólo un Estado capitalista, sino un estado de opresión racial blanca sobre la población originaria indígena de estas tierras. Por lo tanto, desde el marxismo revolucionario es una tarea de primer orden reconocer el derecho de estas nacionalidades a su autodeterminación de manera incondicional” (Sáenz, 2005: 42). Por esto, antes que sostener como estrategia la “coparticipación” en el Estado, lo pertinente es enlazar las luchas por reformas políticas con un planteamiento de refundación social de nuestras naciones desde la clase obrera, los explotados y oprimidos, como parte de un proyecto internacionalista.
Por otra parte, Mignolo también defiende las experiencias de autogestión “paralelas” al Estado burgués, donde las comunidades desarrollan sus propias formas de organización social. Con respecto a “Los Caracoles” zapatistas en el sur de México, argumenta que “son asambleas comunitarias indígenas interconectadas que colaboran entre sí para «inventar» (…) sus propias formas de organización social, política y legal. En cuanto a la estructura económica, en lugar de regirse por los principios de un mercado competitivo, recurren a la reciprocidad. Sus subjetividades se moldean por medio de la colaboración, no de la competencia.” (Mignolo, 2007: 145).
Aunque defendemos el derecho de los pueblos para autogestionarse contra el Estado burgués y la violencia del crimen organizado (fenómeno que actualmente está muy extendido en México), también somos claros en afirmar que se ocupará más que esto para destruir de raíz toda forma de explotación y opresión. Desde nuestra perspectiva esto pasa por destruir el poder central de la burguesía e instaurar un gobierno unitario de todos los explotados y oprimidos, apropiándose de la industria y otras “palancas” materiales del capitalismo para crear las condiciones de una sociedad emancipada. Por el contrario, para los decolonialistas la solución remite a refugiarse en “comunas” donde no aplique la lógica del capitalismo, una política muy característica de las corrientes autonomistas y populistas en América Latina que pregonan un romanticismo de izquierda mediante el cual embellecen las prácticas de autosubsistencia comunal como estrategia para vivir al margen del Estado burgués.
La experiencia del actual zapatismo da cuentas de esto, pues durante muchos años este movimiento tuvo como orientación estratégica alcanzar acuerdos de “coexistencia” con los gobiernos burgueses mexicanos, algo que el mismo Mignolo señala pero que pasa por alto: “En 2001, tras la asunción de Vicente Fox como presidente de México, los zapatistas marcharon a pie hasta México DF, con la esperanza de iniciar un trabajo conjunto con el nuevo gobierno. Los Acuerdos de San Andrés, firmados en ese momento, fracasaron porque el gobierno no cumplió sus promesas. La reacción de los zapatistas no fue quejarse sino dar la espalda al gobierno y dedicarse a crear alternativas propias; por ejemplo, pusieron en marcha organizaciones socioeconómicas independientes llamadas «Los Caracoles»” (Mignolo, 2007: 145). Quizás para Mignolo “dar la espalda al gobierno” y limitarse a fundar “Caracoles” sea una respuesta muy “decolonial”, pero estamos seguros que para la clase trabajadora, los explotados y oprimidos de México la realidad es mucho más compleja, pues el gobierno y la burguesía no hacen lo mismo, sino que prosiguen gobernando el país con una gran violencia…Ayotzinapa es un recordatorio de eso. Ciertamente los zapatistas decoloniales no son responsables de la barbarie de la burguesía mexicana, pero tampoco son una alternativa ante la misma. Ese es nuestro punto.
Una adaptación al populismo burgués y el capitalismo de Estado
Otra expresión del reformismo decolonial es su posición frente a los gobiernos populistas de América Latina, a los cuales insertan en una segunda ola independentista en la región al caracterizar que presentan una “plataforma epistémica” diferente a la modernidad colonial: “La plataforma epistémico-política de Hugo Chávez (metafóricamente, la revolución bolivariana) ya no es la misma plataforma en la que se afirmó Fidel Castro (metafóricamente, la revolución socialista). Son otras las reglas del juego que están planteando Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia”. Más adelante agrega que “podríamos ver a Lula da Silva, Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez como ‘momentos de transición’ entre la plataforma epistémico-política de Castro, por un lado, y la de Chávez y Morales, por otro” (Mignolo, 2007b: 31).
Recordemos que para el giro decolonial la lucha es contra la “matriz colonial del poder”, inaugurada en su momento por los imperialismos europeos y sostenida posteriormente por los Estados Unidos. Dentro de este esquema la estrategia pasa por la “descolonización del ser y del saber”, tarea en la cual los gobiernos nacionalistas burgueses cumplen un papel importante por sus proyectos de Estados “pluriculturales” y disputas con el imperialismo, particularmente con el estadounidense. Este razonamiento es muy similar al que sostienen los teóricos del populismo latinoamericano, quienes caracterizan a los gobiernos por las “significaciones discursivas”, incurriendo en una interpretación de la realidad en clave idealista.17
Justamente esto acontece con los decolonialistas, cuyo proyecto se articula desde los enfoques epistemológicos alternativos a la “colonialidad del poder”, lo cual termina por convertirse en un cheque en blanco para adaptarse a cualquier gobierno burgués reformista. Desde este ángulo se pierde cualquier referencia al carácter de las relaciones sociales que imperan en los Estados que dirigen los gobiernos populistas afines al proyecto decolonial, pues el énfasis se coloca en su política de confrontación con el “imperialismo epistémico” de la Europa moderna y los Estados Unidos (Mignolo, 2009).
En ningún momento entra en la perspectiva decolonial la refundación social y política de los Estados desde una lógica anticapitalista y de transición al socialismo, lo cual implicaría un abordaje crítico del balance de los gobiernos populistas burgueses en la región que, más allá de algunas reformas parciales al capitalismo neoliberal reinante en las últimas décadas del siglo XX, nunca avanzaron hacia una ruptura con las relaciones sociales de explotación y opresión capitalista. Esto es valedero incluso para el caso del chavismo y su “plataforma epistémica” del “socialismo del siglo XXI”, la variante más radicalizada (al menos discursivamente) de esta oleada de populismos, a pesar de lo cual nunca dejó de ser un gobierno burgués que garantizó la continuidad del capitalismo en Venezuela: “la continuidad de la gran propiedad privada –y de un capitalismo de Estado que no significa que la economía está en manos de los trabajadores-; la existencia de una Fuerzas Armadas que, por muy ‘bolivarianas’ que se reclamen, no son milicias populares sino el mantenimiento del monopolio de la fuerza por parte de un Estado que, evidentemente, sigue siendo burgués; la continuidad y reforzamiento del mecanismo plebiscitario y de las instituciones de ‘representación’ que, por más ‘participativas’ que se califiquen, de ninguna manera constituyen organismos de poder de las masas. El Estado populista burgués chavista podrá ‘reformar’ todo lo que se quiera…pero lo que evidentemente nunca podrá ser es el ‘semi-estado de los obreros armados’ al que se refería Lenin; es decir, basado en sus propios organismos de representación y violencia organizada contra la clase capitalista” (Rojo, 2007: 38).
Mignolo procura revestir su propuesta con alguna referencia a relaciones políticas concretas, para lo cual recurre al correlato de integración económica de la “patria grande”…. el Mercosur, al cual presenta como un caso de ruptura epistemológica desde una “geopolítica del conocimiento” propia, en oposición a los acuerdos de libre comercio impulsados por los Estados Unidos, lo cual da cuentas de una independencia política del “Norte” y donde destaca que Brasil juega un papel central en esta redefinición identitaria de América Latina (Mignolo, 2007)
Esta valoración del Mercosur es totalmente desproporcionada y mentirosa, pues aunque esta alianza económica se constituyó por fuera de la conducción directa del imperialismo estadounidense, en ningún momento tuvo por objetivo romper con las lógicas de supeditación al mercado capitalista internacional. Por el contrario, el Mercosur confirmó la incapacidad de las “burguesías nacionales” de estos países por llevar a fondo un proyecto de liberación nacional, pues tras veinte años de “integración” el resultado es la continua supeditación de sus integrantes al mercado mundial como productores de materias primas o centros de ensamblaje para las empresas transnacionales: “El lugar de Brasil y de Argentina en la división mundial capitalista del trabajo está muy claro: proveedores de materias primas y factoría global (de menor escala, desde ya) de ensamblado de automotores para compañías imperialistas. El Mercosur, a más de 20 años de su nacimiento, no sólo no ha cuestionado ese status de ambos países sino que ha contribuido a reforzarlo” (Yunes, 2014: 5).
Los gobiernos populistas de América del Sur marcaron un cambio político en la región con relación a sus predecesores de los noventa, muchos más sometidos a los designios del Consenso de Washington. En algunos casos aplicaron medidas reformistas y redistribuyeron la renta nacional entre más sectores de la población, dando cuenta de las enormes presiones que ejercieron los movimientos de trabajadores y otros sectores sociales en el marco de las rebeliones populares de principios del siglo XXI. Incluso en algunos casos realizaron reformas para dotar de mayores derechos políticos a los pueblos originarios, como declarar a sus Estados como “plurinacionales”. Pero esto no implica que sean gobiernos de ruptura con la burguesía y en transición al socialismo: “Ni uno solo de esos gobiernos dio pasos sustantivos en ese sentido. Más bien, todos, con sus ritmos y sus matices, fueron poco a poco asumiendo la realidad del capitalismo mundializado y abandonaron toda pretensión de ‘antiimperialismo’ siquiera verbal. En todo caso, a lo más que aspiraron fue a mostrar que su proyecto de integración al capitalismo global proponía alguna salvaguarda más y un manejo un poco menos cipayo que el neoliberalismo puro de los años 90. Y eso fue todo” (Yunes, 2014: 5).
¿Partido de vanguardia o movimiento de retaguardia?
Por último nos referiremos al debate decolonial con la teoría de la organización leninista, donde varios de sus autores sacan a relucir sus mayores prejuicios anti-comunistas, en particular Aníbal Quijano y Ramón Grosfoguel. Ambos coinciden en su crítica al leninismo por considerarlo una concepción “mesiánica” de la política, de forma tal que la revolución se realizaría a partir de una organización de iluminados que llevaría a las masas la conciencia mediante sus programas científicos. Las posturas de Quijano y Grosfoguel, antes que constituir una crítica profunda o innovadora al leninismo, son una mezcla de “lugares comunes” empleados por la derecha durante la Guerra Fría y otras provenientes desde las corrientes posmodernas, en particular de los ideólogos del autonomismo.18 Las mismas parten de una lectura superficial del planteamiento de Lenin en el ¿Qué hacer?, obra que sintetiza muchos aspectos de la teoría de la organización del partido revolucionario.
En el caso de Quijano fundamenta su crítica a partir del “desacople” entre la noción de clases sociales y sujeto histórico con la realidad, donde las “gentes” no portan ninguna conciencia intrínseca a su clase social. Aduce que Lenin resolvió este problema mediante una formulación mecánica, donde la conciencia política “sólo podía ser llevada a los explotados por los intelectuales burgueses (Kautsky-Lenin) como el polen es llevado a las plantas por las abejas” (Quijano, 2007: 112). En un sentido similar se refiere Grosfoguel, aunque en su caso emplea argumentos bastantes más vulgares al relacionar a Lenin con el mesianismo judeocristiano: “En Lenin, vía Kautsky, se reproduce el viejo episteme colonial, donde la teoría es producida por las élites blancas-burguesas-patriarcales-occidentales y las masas son entes pasivos, objetos y no sujetos de la teoría. Tras el supuesto secularismo, se trata de la reproducción del mesianismo judeo-cristiano, encarnado en un universo secular marxista de izquierda” (Grosfoguel, 2007b: 76).
Estas diatribas se originan en una referencia a Kaustky que Lenin incluyó en el ¿Qué hacer?, con el objetivo de fortalecer su análisis de que la conciencia socialista era externa a la lucha económica de la clase obrera. La cita en cuestión señalaba que “el portador de la ciencia no es el proletariado, sino la intelectualidad burguesa (…): es del cerebro de algunos miembros de esta capa de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen luego en la lucha de clase del proletariado allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde fuera (…) en la lucha de clase del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente (…) dentro de ella” (Citado en Lenin, 1970b: 149). A partir de esto, los decolonialistas (y muchos autores autonomistas) establecen que hay una línea directa entre el planteamiento de Kautsky con el de Lenin, suposición que pareciera cierta pues lo emplea como una referencia de autoridad en su principal escrito sobre teoría de la organización revolucionaria.
Nuestra postura es totalmente diferente, pues aunque Lenin recurre a Kautsky para consolidar sus argumentos, a lo largo del ¿Qué hacer? desarrolla una profunda reflexión sobre el problema de la adquisición de la conciencia política, tomando como punto de partida las experiencias de lucha de la clase obrera, los explotados y oprimidos, ángulo que lo diferencia de Kautsky. La desafortunada referencia a Kaustky se explica porque contenía un aspecto correcto y que coincidía con el debate de Lenin con los economicistas: la conciencia socialista no surge de forma espontánea de la lucha económica, por lo cual tenía que ser elaborada por un grupo específico.19 Pero esta coincidencia es solamente arcial, pues en el caso de Kautsky daba paso para justificar que eran los miembros de la burguesía quienes elaboraban y trasmitían la “ciencia” a los “proletarios destacados por su desarrollo intelectual”, quienes a su vez lo trasladarían a la lucha de clases cuando fuese posible. Esta es una concepción muy mecanicista y “magistral” de la política, la cual se reduce a un proceso unilateral de trasmisión de ideas y desvinculada de los procesos de lucha de la clase obrera como tal, donde la relación entre el partido revolucionario y la clase obrera está fragmentada.
Esto dista enormemente de la teoría de la organización en Lenin, la cual está permanente tensionada en torno a garantizar una relación directa entre las masas obreras dispersas y el partido revolucionario. Esto ya lo planteaba en ¿Por dónde empezar? (antecesor directo del ¿Qué hacer?), donde señalaba que “la tarea inmediata de nuestro partido no debe consistir en llamar al ataque, ahora mismo, a todas las fuerzas con que cuenta, sino en llamarlas a constituir una organización revolucionaria capaz de unificar todos los sectores y de dirigir el movimiento no sólo nominalmente, sino en la realidad, es decir, una organización que esté lista para apoyar toda protesta y toda explosión, aprovechándolas para multiplicar y robustecer los efectivos aptos para el combate decisivo” (Lenin, 2015: 4).
De esta forma la intervención política no se limita al acto de “trasmitir” una verdad científica a los obreros más avanzados, sino de construir un partido revolucionario que ganara para sus filas a esos obreros y, de esta manera, desarrollar un trabajo orgánico sobre el movimiento obrero en sus luchas. Esto es fundamental para cualquier perspectiva revolucionaria, pues la experiencia histórica demuestra que la clase obrera de manera espontánea no podía alcanzar una conciencia socialista, por el contrario, librada a su propia suerte tiende a asimilar con mayor facilidad la ideología burguesa, mucho menos elaborada que la socialista y que cuenta con muchísimos canales de transmisión social (escuela pública, instituciones políticas, iglesias, etc.).
Para Lenin lo espontáneo era solamente la forma embrionaria de la conciencia y para su desarrollo era imprescindible un partido revolucionario que se “metabolizara” con la clase obrera para politizarla hacia una perspectiva socialista, con mucha más razón dado el carácter fetichizado de las relaciones sociales en el capitalismo (Sáenz, 2009). Esta era la única forma de romper la fragmentación de la conciencia de la clase trabajadora, los explotados y oprimidos, colocando en pie una organización revolucionaria que fuera parte orgánica de sus luchas cotidianas, pero articulándolas en una perspectiva revolucionaria, es decir, contra el conjunto del Estado burgués: “La socialdemocracia dirige la lucha de la clase obrera no sólo para obtener condiciones ventajosas de venta de la fuerza de trabajo, sino para que sea destruido el régimen social que obliga a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo a los ricos. La socialdemocracia representa a la clase obrera no sólo en su relación con un grupo determinado de patronos, sino en sus relaciones con todas las clases de la sociedad contemporánea, con el Estado como fuerza política organizada. Se comprende, por tanto, que los socialdemócratas no sólo no pueden circunscribirse a la lucha económica, sino que ni siquiera pueden admitir que la organización de las denuncias económicas constituya su actividad predominante. Debemos emprender activamente la labor de educación política de la clase obrera, de desarrollo de su conciencia política” (Lenin, 1970b: 169).
Así, la construcción y desarrollo del partido revolucionario en Lenin no responde a un criterio “mesiánico”, sino que parte de un análisis de las relaciones sociales en el capitalismo y su impacto en la conciencia de los explotados y oprimidos. La superación del fetichismo en el capitalismo no se produciría de forma espontánea en el conjunto de la clase trabajadora, mucho menos surgiría en los márgenes estrechos de la lucha por mejores salarios o condiciones laborales –cosa que niega, de paso, cualquier atisbo de determinismo economicista en la perspectiva marxista de Lenin, como sostienen los decolonialistas–, sino que era preciso hacerlo “desde afuera de esta lucha económica” con un partido que fuera parte orgánica de de clase obrera: “Lenin planteaba como orientación práctica la educación de la clase trabajadora en interesarse por los problemas de todas las clases, por todos los problemas de la sociedad. Y al ubicarse desde un punto de vista social total, plantearse verdaderamente el problema del poder político (…) Se trata de una orientación práctica, material: no simplemente ‘ideas’ o ‘conceptos’ que ‘vienen desde afuera’ de la clase porque la adquisición de la conciencia política por parte de los trabajadores (que no es lo mismo que la formación marxista), no puede ser algo puramente ‘ideal’ o ‘intelectual’ asimilado mecánicamente ‘desde afuera’. Es un hacerse material de la conciencia mediada por la propia experiencia, en interacción dialéctica con el partido revolucionario, y cuyo ‘vehículo’ es precisamente la política” (Sáenz, 2009: 322).
Esta polémica está directamente relacionada con la estrategia reformista del giro decolonial, cuyo resultado es plantear una forma de organización política de “retaguardia”, en contraposición a la definición de partidos de vanguardia del marxismo revolucionario. Esto resulta patente en la crítica de Grosfoguel al accionar político de los partidos leninistas a partir de un programa revolucionario: “El partido de vanguardia parte de un programa a priori enlatado, que al ser caracterizado como ‘científico’ se autodefine como ‘verdadero’. De esta premisa se deriva una política misionera de predicar para convencer y reclutar a las masas a la verdad del programa del partido de vanguardia. Muy distinta es la política pos-mesiánica zapatista, que parte de ‘preguntar y escuchar’, donde el movimiento de ‘retaguardia’ se convierte en un vehículo de un diálogo crítico transmoderno, epistémicamente diversal y, por consiguiente, decolonial” (Grosfoguel, 2007b: 77).
Renunciar a formular un programa y circunscribir la acción política a “preguntar y escuchar”, equivale a una adaptación a la conciencia imperante entre los explotados y oprimidos, es decir, al sentido común derivado de la fetichización de las relaciones sociales. Esto es muy funcional para los decolonialistas y su estrategia reformista del cambio heterogéneo y coexistencia con el Estado burgués. Si las masas de explotados y oprimidos tuvieran conciencia de la tarea histórica de arrebatar el poder a la burguesía e instaurar un gobierno propio, la emancipación social sería cosa de sentarse a esperar que ocurra de forma inercial. ¡Esta si es una concepción teleológica del cambio histórico!
Por supuesto que la construcción de un partido revolucionario requiere de teoría revolucionaria y del estudio científico de la realidad social en todos sus ámbitos, lo cual no implica que sea portador de una “verdad” abstraída del proceso de lucha de clases. La elaboración de cualquier programa requiere una caracterización previa, en lo cual es válido emplear infinidad de métodos para lograr una “apreciación del momento” y las sensibilidades políticas que lo definen, incluyendo el “preguntar y escuchar”. Pero esto nunca se realiza de forma pasiva, sino que tiene como finalidad delinear una propuesta para la acción del partido y los explotados y oprimidos, cuya prueba final es la misma lucha de clases. En fin, es una perspectiva donde “el propio educador necesita ser educado”.
Trotsky explicaba esto cuando señalaba que “el proletariado no conquista su conciencia de clase pasando de grado como los escolares, sino a través de la lucha de clases ininterrumpida”, y en este proceso era que los comunistas tenían que ganarse el puesto de dirección política, no por ser los mejores intelectuales o científicos, sino demostrando que tenían la capacidad de plantear respuestas a los problemas coyunturales e históricos de la clase trabajadora: “La identidad de principios entre los intereses del proletariado y las tareas del Partido Comunista no significa ni que el proletariado en su conjunto tome conciencia de sus intereses actuales, ni que el Partido Comunista los formule, en todas las circunstancias, de una manera correcta. La necesidad misma del Partido deriva precisamente del hecho de que el proletariado no nace con la comprensión inmediata de sus intereses históricos. La tarea del Partido consiste en demostrar al proletariado en lucha, su derecho a asumir la dirección” (Trotsky, sin data: 99).
A modo de conclusión
“Desde nuestra corriente reivindicamos la defensa de la tradición del marxismo revolucionario, especialmente las enseñanzas dejadas por Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo (y también Gramsci…), sobre todo en el terreno en el que cada uno se reveló más fuerte. Es desde esa ubicación que creemos se deben enfrentar las derivas reformistas, autonomistas, populistas y ‘socialistas nacionales’ hoy en boga, así como también el cerrado doctrinarismo de las corrientes incapaces de extraer enseñanza alguna de la riquísima experiencia, pero también frustraciones y derrotas, de las revoluciones del siglo pasado” (Sáenz, sin data: 6).
Desde la Corriente Socialismo o Barbarie (SoB) sostenemos que actualmente la lucha de clases atraviesa un ciclo universal de rebeliones populares 20, el cual marca un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos. Los estallidos de junio del 2013 en Brasil, las más de 30 huelgas generales en Grecia contra los planes de austeridad de la UE, las movilizaciones de millones en México por los 43 normalistas desaparecidos en Ayotzinapa, son algunos de los casos más recientes que suman a esta definición. Esto marca un avance con respecto a la situación imperante décadas atrás, cuando reinaba una sensación del “fin de la historia” y se daban por obsoletos los proyectos de emancipación social. ¡Esta basura ideológica está siendo barrida actualmente por las masas de jóvenes, mujeres y trabajadores que luchan por todo el mundo!
Estos desarrollos en la lucha de clases contraen nuevos debates estratégicos, los cuales parten del bajo nivel de politización que predomina entre las nuevas generaciones (rasgo intrínseco a cualquier recomienzo histórico) y que actúa como un límite para que se produzcan desbordes por la izquierda de las instancias de la democracia burguesas y un cuestionamiento al imperio del Estado burgués. De ahí que aún las burocracias sindicales y los partidos reformistas sean referentes políticos para amplios segmentos de los explotados y oprimidos. Por esto nos referimos al ciclo político como de rebeliones, dando cuenta de que si bien muchos de estos procesos son de gran intensidad, no logran aún transformarse en revoluciones sociales contra el dominio de la burguesía como clase social.
El giro decolonial hace parte de las ideologías que se apoyan sobre esta despolitización y, antes que plantear su superación, la profundizan al sostener perspectivas abiertamente reformistas de coexistencia con el Estado burgués, que cuestionan la centralidad de la clase obrera en la estratégica revolucionaria y se proclaman abiertamente anti-partido. ¡Es una moda intelectual con marcado acento posmoderno y anti-comunista, incapaz de plantearse como una alternativa universal para la clase trabajadora, los explotados y oprimidos!
Justamente por esto, es imperativo que las corrientes adscritas al marxismo revolucionario interpreten los desarrollos políticos actuales desde un ángulo estratégico, a saber, la perspectiva de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI. Esto requiere de un continuo debate político que dé respuesta a los desafíos actuales de la lucha de clases, en particular contra las ideologías posmodernas y reformistas que despolitizan a sectores enteros de la vanguardia, colocándola como furgón de cola de sectores burgueses. Además debe acompañarse de la construcción de partido revolucionarios, no para hacer “programas enlatados” como aducen los decolonialistas, sino para aportar politización de las luchas de la clase obrera, los explotados y oprimidos, para así lograr su desarrollo en un curso anticapitalista y de transición al socialismo. Esta es la tarea que engloba a la Corriente Socialismo o Barbarie, y extendemos un llamado a nuestros lectores y lectoras a realizar una experiencia militante con SoB.
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