Por Marcelo Yunes
La primera y más importante definición a dar sobre la marcha de la economía latinoamericana es constatar el final del boom de precios de las materias primas, de recomposición de términos de intercambio (esto es, la relación entre los precios de los bienes importados y exportados) y de acortamiento de la brecha del desarrollo económico entre países del centro y de la periferia (“emergentes”) capitalista. Más mediadamente, pero de manera no menos estructural, empieza a cuestionarse el relativo pero real proceso de “ascenso social” y reducción de la pobreza en curso durante cerca de una década. Las consecuencias económicas, sociales y políticas de este verdadero “fin del ciclo” que benefició a los países latinoamericanos (y en general a buena parte de la periferia) aún no se hacen sentir con toda fuerza, pero la inversión del curso general anterior parece, según el juicio prácticamente unánime de analistas de todas las tendencias, consolidada y por un buen período.
En verdad, el ciclo favorable alimentó algo más que a millones de latinoamericanos que salieron de la pobreza extrema, a nuevos sectores de clase media y a los gobiernos centroizquierdistas que a la vez dieron impulso y se beneficiaron de este proceso. Generó en muchos de esos gobiernos (y, hasta cierto punto, en el clima político de sus respectivas sociedades) una ilusión geopolítica, una supuesta base material para una lectura de un mundo “cada vez más bipolar”, que se alejaba de las coordenadas clásicas (y marxistas) de una configuración del planeta moldeada por la realidad de la contradicción entre países imperialistas y países explotados por el imperialismo.
Nos explicamos: esta visión de un mundo de “suma cero”, donde a largo plazo la distancia entre el centro desarrollado y la periferia atrasada tiende a crecer, con una imposibilidad estructural de que todos los países se vuelvan igual de desarrollados, es harto peligrosa para corrientes políticas y gobiernos como los de Chávez-Maduro, Evo Morales, Correa, los Kirchner, etc., por una razón muy simple. Ninguno de estos gobiernos, más allá de la retórica más fuerte de algunos, cuestiona de verdad el orden del capitalismo imperialista, y a lo sumo aspiran a reacomodar a sus países en ese orden global en términos más “igualitarios”, de menos sumisión. Buscan, sobre todo, conservar un margen real de decisión política “soberana”, pero sobre la base de aceptar y convalidar, no rechazar o combatir, el mundo capitalista globalizado.
Ahora bien, el imaginario de un orden mundial capitalista, pero menos opresor; con países imperialistas, pero con una periferia capaz de sostener procesos económicos y políticos “autogenerados” sin mayor intervención u hostilidad de las potencias capitalistas centrales, tuvo durante una década una aparente base material. Entre 2000 y 2010, la tasa de crecimiento anual del conjunto de las economías emergentes (incluso si no se considera la excepcional performance de China) fue de unos 4,5 puntos más alta que la de EE.UU., para no hablar del resto del mundo desarrollado. Según The Economist, “si el mundo emergente hubiera sido capaz de mantener estos 4,5 puntos de crecimiento de ventaja respecto de los países ricos, sin considerar otras variables, el ingreso promedio per cápita de los emergentes habría coincidido con el de EE.UU. en no más de 30 años. Una convergencia tal representaría un cambio histórico, que sólo habría rivalizado en magnitud con la extraordinaria industrialización que abrió las brechas globales entre los países ricos y el resto” (“The headwinds return”, 13-9-14). Dicho en lenguaje marxista: la continuidad durante 30 años más de esa disparidad de crecimiento a favor de la periferia la habría hecho, desde el punto de vista de los ingresos de la población, indistinguible de los países ricos, lo que no es otra cosa que el fin del imperialismo como realidad y como teoría.
Pues bien, tal no ha sucedido.
Más bien, estamos presenciando un “regreso a la normalidad”, y en varios sentidos. Como constata con alivio el citado artículo de The Economist, el proceso de catch up (esto es, de que los emergentes “descuenten distancia” económica respecto de los países desarrollados), que tuvo lugar durante una década, “era una aberración”, entendida no en el sentido moral, sino el científico, es decir, el de “desviación del tipo normal”; más simplemente, una anormalidad.
Como señaló el mismo medio tiempo después: “Fue hermoso mientras duró. En un período dorado entre 2003 y 2010 las economías latinoamericanas crecieron a una tasa anual promedio cercana al 5%, los salarios subieron y el desempleo cayó, más de 50 millones de personas salieron de la pobreza y la clase media llegó a más de un tercio de la población. Pero ese crecimiento acelerado se terminó. Lo que algunos veían con preocupación como una nueva normalidad de expansión del 3% anual está resultando mucho peor que eso. Las economías de la región crecerán, en promedio, sólo alrededor del 1,3% en 2014. (…) Latinoamérica se está desacelerando mucho más rápido que el resto del mundo emergente” (“The great deceleration”, The Economist, 22-11-14).
En otras palabras: la perspectiva del catch up, que había entusiasmado a gobiernos, economistas y tecnócratas de la región (y de otras regiones atrasadas) y que daba sustento a la fantasía de la “soberanía nacional creciente en un mundo multipolar”, cede paso a la realidad de una normalización de las dinámicas económicas respectivas del centro y la periferia del mundo capitalista. Si la década dorada de los “vientos de cola” prometía un catch up de 30 años con una tasa diferencial de crecimiento de 4,5 a favor de los emergentes, ya en 2013 esa diferencia se había reducido al 1,1% (el 2,6% si se contaba a China), lo que estiraba el catch up a 115 años. Y en 2014 la ventaja de los emergentes respecto de EE.UU. se había reducido a apenas el 0,39% anual, lo que “pospondría la convergencia entre ambos a más de 300 años, lo que es indistinguible de nunca, tal como son las sociedades de hoy” (“The headwinds return”, The Economist, 13-9-14). Sic transit gloria emergenti… y así se acaba la ilusión de una igualación del mundo capitalista sobre la base de una tendencia que duró una década. Período que puede parecer largo para una generación, o para corrientes políticas de visión poco estratégica, pero que es un suspiro para la sólida y estable configuración del capitalismo imperialista.1
Ahora bien, ¿no será una exageración? ¿No estaremos cayendo en el mismo error de criterio de los gobiernos centroizquierdistas latinoamericanos, a saber, tomar como tendencia firme lo que no es más que una coyuntura pasajera? ¿Acaso no es posible que la periferia en general y la latinoamericana en particular retomen la senda del crecimiento sostenido, con tasas por encima de los países desarrollados?
Por lo pronto, no es lo que indican los datos económicos de los últimos tres años. Pero acaso más relevante que justificar la continuidad del actual crecimiento débil sea explicar lo excepcional y contingente del ciclo anterior: “Los factores que convirtieron a ese período en excepcional no pueden replicarse con facilidad, si es que pueden hacerlo en general. (…) La destrucción de las grandes esperanzas nacidas en la última media generación resulta cada vez más probable. (…) Hay varias razones por las cuales es probable que el ritmo del catch up se vuelva más lento de manera permanente. Una es que el boom de precios de los 2000 fue algo por única vez. (…) La parte del león de ese crecimiento se debió a China. La explosión de comercio global y el ascenso de los precios de las materias primas que acompañaron la industrialización de China, notablemente rápida y orientada a las exportaciones, alentaron a otras economías emergentes. Y China no puede volver a industrializarse desde cero otra vez. (…) Es de temer que ese catch up rápido haya sido también superficial, de un tipo que no podía autosostenerse” (The Economist, cit.).
Este nuevo contexto está en la base de un lento y gradual pero discernible cambio de orientación en los gobiernos latinoamericanos, especialmente los de países más expuestos a tendencias desfavorables. Hay una búsqueda de otro equilibrio macroeconómico y de cuenta corriente, aceptando la realidad de menos ingresos por exportaciones (en general por la caída de precios) y menos inversión extranjera directa, aspectos que veremos con mayor detalle más abajo.
Dicho esto, es necesario hacer una segunda definición: la reversión de la tendencia decenal favorable a Latinoamérica (como parte del “mundo emergente”) no significa ni un regreso exactamente al mismo punto de partida ni la inminencia de una catástrofe. Lo acumulado en más de una década no se esfumará en dos años. En términos generales, los países de la región tienen hoy más espalda para capear los vientos de frente que tienden a reemplazar a los vientos de cola del período anterior. Tampoco el mundo es el mismo, naturalmente. Pero, sobre todo, en el plano de lo estrictamente económico Latinoamérica en su conjunto, aun enfrentando un panorama decididamente más adverso, difícilmente vaya barranca debajo de manera brusca, en virtud de una serie de desarrollos y mediaciones que operan como eventuales amortiguadores de crisis externas.
Entre ellos, cabe señalar los siguientes. En primer lugar, varios de los países de la región han aprovechado este miniciclo favorable para mejorar su frente financiero externo. Esto se manifiesta esencialmente en dos planos: una acumulación importante de reservas internacionales en divisas (con fuertes desniveles, dado que no es el caso de Venezuela y Argentina) y una mejora del perfil de deuda externa, fuere por alargamiento de los plazos de pago, fuere por reducción de las tasas de interés que se pagan, o fuere, sobre todo, por una reducción de la proporción de esa deuda en divisas y un crecimiento relativo de la deuda nominada en moneda propia. Esto último hace esa deuda más manejable, más fácil de pagar (o renovar) y menos sujeta a la penuria de divisas, tara crónica y estructural de los países dependientes que el ciclo reciente no eliminado en modo alguno, aunque sí ha atenuado sus efectos a corto plazo.2
En segundo lugar, el boom exportador de la región, cuya cuantificación haremos más abajo, ha detenido su ímpetu –de hecho, ya van tres años de estancamiento–, pero no hay un descenso catastrófico de los niveles y saldos de comercio exterior. Lo que hay es, más bien, el fin de una curva de ascenso que se extendió más de diez años, a caballo de una demanda (y un nivel de precios y términos de intercambio) que gozó de buena salud por una década. Otra cosa es que, como veremos, el perfil exportador de Latinoamérica haya superado sus problemas históricos; en verdad, el ciclo favorable no hizo más que profundizar los desequilibrios congénitos de la relación de la región con el resto del mundo capitalista, en términos de su dependencia de las exportaciones de materias primas e importaciones de bienes de capital.
El tercer factor a tener en cuenta a la salida del ciclo económico favorable es, justamente, expresión de lo que decíamos respecto de la “herencia” de ese ciclo. Como señalamos, el rol de China fue decisivo tanto en el aumento de la demanda como en la suba de precios de materias primas en este período, y ha pasado a ser, para los países de la región, un socio comercial decisivo, el segundo después de EE.UU. incluso por encima del conjunto de la Unión Europea. Esta sociedad ha llegado para quedarse, modificando de manera sensible el equilibrio geopolítico de la región, ya que las consecuencias de las relaciones sino-latinoamericanas, que comenzaron por lo comercial, se han extendido ya a otros ámbitos más estratégicos, desde la asistencia financiera hasta, incluso, lo militar.
Ahora bien, una vez considerado el peso de estos factores (que no son los únicos, pero sí, creemos, los más importantes), hay que decir que la coyuntura, o acaso período, que se abre para la economía de los países latinoamericanos, tiene un claro sentido de más obstáculos y menos facilidades. Con las indudables desigualdades en las que luego profundizaremos, la presión externa va a ser mayor, y en general en el sentido de ajuste neoliberal. Aunque sin duda hay que seguir el comienzo de una experiencia europea con gestiones que se presentan, precisamente, como “antiajuste”, el devenir económico de la región estará fuertemente atado a una variable política: el rumbo y destino de los gobiernos de mediación centroizquierdista del continente. La segunda gestión de Dilma Rousseff en Brasil ya marca una tónica de relativa derechización y ajuste “ortodoxo”, cuyos márgenes y límites habrá que seguir con atención. En tanto, la perspectiva de cambio de gobierno en Argentina a fin de año y la evolución de la profunda crisis del Estado, el gobierno y la economía venezolanas pueden inclinar la balanza en el sentido de la persistencia de relaciones de fuerza más a la izquierda que en el resto del globo o en el de un cambio (con la incógnita de su ritmo y profundidad) hacia una “normalidad” más parecida a la que rige en otras regiones… si Europa no patea antes el tablero.
Paradójicamente, la crisis mundial abierta con el derrumbe de la Lehman Brothers en 2008, de la que, en un sentido profundo, todavía la economía global no ha salido, en sus primeros años más que perjudicar benefició a Latinoamérica, en la medida en que puso en el centro de la escena, como locomotora indiscutida del crecimiento, a China. Este panorama se ha modificado en los dos últimos años, a partir de los siguientes desarrollos: a) continúa la recesión o crecimiento raquítico en Europa; b) EE.UU., como advertíamos en nuestro análisis de la edición anterior (“Tendencias de la economía mundial”, Socialismo o Barbarie 28), empieza a crecer con más vigor, pero esa recuperación, esta vez, no beneficia tanto a América Latina; c) China empieza a dar señales cada vez más claras de que su fase de crecimiento vertiginoso del PBI, a partir de un fulminante aumento de su capacidad industrial y de su flujo comercial, está dando paso a otra etapa, caracterizada por tasas de crecimiento menos espectaculares (del orden del 7%, y en baja), con una demanda externa más morigerada (la base del freno al aumento de precios de commodities); d) en parte como consecuencia de esto, los “países emergentes”, los BRICS sin China y otros que habían sido motores de la economía mundial, muestran una performance muy por debajo de las cifras rutilantes de hace un lustro, y e) la crisis por la baja del precio del petróleo, cuyas consecuencias la mayoría de los analistas estima más bien favorables para la economía mundial en su conjunto, no ha afectado de manera perceptible en ese sentido a los países importadores, pero ya está golpeando muy duro a los exportadores, entre ellos uno de los BRIC, Rusia, y uno de los países claves de América Latina, Venezuela, además de Ecuador. Trataremos ahora estos puntos por separado y con algo más de detalle.
Mientras EE.UU. reaccionaba rápidamente con sus políticas de relajamiento monetario (quantitative easing, o QE), buscando acotar el impacto de la crisis bancaria disparada por los bonos “tóxicos”, en Europa el contagio financiero llegó bajo la forma de crisis de deuda soberana. La profundidad del peligro tuvo su pico a fines de 2011, pero de ninguna manera puede decirse que la UE y la zona euro hayan dejado atrás sus problemas. Más bien, a lo que asistimos, según una definición del año pasado que creemos conserva plena vigencia, es a una cronificación de la crisis europea, sin nuevos desarrollos catastróficos en lo económico pero sin salida real ni duradera del marasmo de bajo crecimiento, cuasi deflación y tasas de desempleo que amenazan arruinar una generación entera en los países más afectados.
La amenaza para el euro que representaban el posible “Grexit” en 2012 y la profundización de la crisis fiscal en España e Italia fue conjurada en su momento con la famosa promesa del recién asumido presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, de que el BCE haría “todo lo necesario” para sostener la moneda común. Pues bien, el 22 de enero de este año mostró a Draghi tomando una medida seria (aunque para muchos tardía), a saber, el lanzamiento de la versión BCE del QE, llamado en la jerga financiera QEe (relajamiento monetario europeo), a despecho de la oposición del Bundesbank y el gobierno alemán, abanderados de la ortodoxia y la disciplina fiscal.3
Claro que la Europa que busca orgullosamente poner límites a la “irresponsabilidad” del nuevo gobierno griego de Syriza no tiene muchos éxitos para mostrar. De hecho, ante el estancamiento económico e incluso recesión en varios países de la eurozona, el presidente anterior del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, advertía en noviembre pasado que “sin empleos ni crecimiento, la idea europea en sí misma está en peligro”. En el foro anual de Davos una de las preocupaciones fue la posibilidad de un nuevo recrudecimiento de la crisis de deuda soberana europea, cuadro agravado por la anemia económica general.
La propia Alemania, la “locomotora de Europa”, basa su economía en el superávit comercial (el superávit de cuenta corriente supera el 7% del PBI desde hace tres años) y el equilibrio fiscal. Ambos logros se han conseguido a costa de sus vecinos de bloque y del ajuste interno: los salarios reales caen desde el año 2000. El crecimiento de la productividad está estancado, y la tasa de inversión es ahora 5 puntos inferior a la del año 2000.
Según el conocido analista Martin Wolf, hay una serie de problemas de fondo, globales y europeos, que siguen sin resolverse. En primer lugar, la economía mundial parece incapaz de generar un crecimiento de la demanda que absorba la oferta potencial, salvo mediante un “insostenible auge del crédito fácil” (el nombre que da a las versiones del QE). Segundo, desde el inicio de la crisis en 2008, la ratio deuda pública vs PBI ha aumentado 46 puntos porcentuales en el Reino Unido, 40 en EE.UU., 26 en el conjunto de la eurozona y 72 en China, donde llega al 220% del PBI. Cada caso maneja esa relación de manera diferente, pero una cosa esta clara: donde el peso de la deuda representa un problema inmediato, como en Europa, los últimos años no trajeron alivio alguno. Tercero, la eurozona parece esperar que surja un nuevo ciclo de crecimiento (y por ende de sostenibilidad de su deuda) a partir de un aumento de la demanda mundial. Pero eso sólo es viable para los países pequeños o para algunos, no para el conjunto de la eurozona. Conseguir a la vez dos objetivos, la reducción directa de la deuda y un fuerte crecimiento económico, parece muy difícil. Los auges crediticios representan el intento de sostener la demanda cuando colapsaron las burbujas anteriores, pero son un pacto con el diablo que prepara nuevas crisis en el porvenir (Financial Times, octubre 2014).
Por su parte, Nouriel Roubini recomienda menos austeridad fiscal, más inversión pública y menos dependencia del relajamiento monetario; a su juicio, lo opuesto de lo que hicieron las economías desarrolladas, y el resultado es una demasiado lenta recuperación global (aunque queda por explicar los resultados diferentes de esta receta en EE.UU., en Europa y en Japón).
Justamente, la recuperación de EE.UU., la única potencia occidental que parece salir del marasmo del crecimiento anémico y que empieza incluso a generar aumento del empleo (a diferencia de otras recuperaciones anteriores y más débiles), esta vez beneficia menos a Latinoamérica. El dólar se viene afirmando no sólo contra el euro sino también contra otras monedas emergentes, a partir del fin del relajamiento monetario (QE) y la perspectiva (a confirmar aún) de una suba de las tasas de interés. El dólar se revaluó en seis meses (desde el fin del QE el 30 de junio de 2014 hasta fin de año) hasta un 15% contra monedas como el real y el peso colombiano, y alrededor del 5% contra el peso mexicano, el sol peruano, el peso uruguayo y el peso argentino. Esto debería reanimar la competitividad de las exportaciones de la región, pero, como hemos visto, el peso relativo de EE.UU. como socio comercial de los países latinoamericanos ha mermado sensiblemente, en beneficio sobre todo de China. En otras épocas, una revaluación del dólar generaba un efecto inmediato en el dinamismo exportador de la región que por ahora no se verifica.
En verdad, uno de los principales motivos de preocupación para los gobiernos latinoamericanos es la ralentización del crecimiento en China, que tras el 7,4% de 2014 estima un 7% para 2015. Tasas envidiables para casi cualquier otro país, pero que para China significan, acaso, un comienzo de “aterrizaje suave” de su economía. Al respecto, el primer ministro chino, Li Keqiang, anunció en el Foro Mundial de Davos en enero que el PCCh va hacia una mayor apertura económica y una vuelta de tuerca en un sentido bien “ortodoxo”, casi neoliberal: “Necesitamos que el mercado tome un rol decisivo (…) La nueva situación ha hecho más necesaria que nunca la reforma estructural. El ajuste en China refleja la economía mundial”. Y hubo otra definición interesante: “La economía de China ha ingresado en un período de nueva normalidad”, vía las “reformas estructurales” pro mercado en política fiscal e impositiva, tipo de cambio y mercados financieros.
Todo esto sucede cuando China superó a EE.UU. en cuanto a su PBI medido por PPP (paridad de poder de compra, en inglés), y también como principal destino de inversión extranjera directa en 2014: 128.000 millones de dólares (MD) contra 86.000 MD.4
Para tener una medida, el conjunto de la UE recibió 267.000 MD (+13% vs. 2014), Brasil 62.000 MD, India 35.000 MD (+26%), Rusia 19.000 MD (-70%) y toda América Latina 153.000 MD (-19%). Todo en un contexto de baja global de las IED en 2014, un 8%, con un total de 1,25 billones de dólares, de los cuales 0,51 billones van a los países desarrollados (que a su vez representa un descenso del 14% en 2014).
Esta evolución explica que los otrora estrellas países emergentes, empezando por los BRICS (salvo China), estén hoy de capa caída, sobre todo Rusia y Brasil. Según un informe del FMI de noviembre de 2014, el 54% de los 200 millones de desocupados del mundo están en los países emergentes, donde el crecimiento impulsa menos el empleo que en los países centrales (27% del total de desocupados). Como habíamos observado en nuestra edición anterior, los emergentes ya habían empezado a sembrar dudas sobre su capacidad de impulsar la economía mundial, y el informe termina de enfriar el entusiasmo por tanto por los emergentes como por los llamados “países frontera” entre emergentes y “en desarrollo”, como Croacia, Argentina, Jordania y Ucrania.
Desde el punto de vista de Latinoamérica, esta situación no es un problema lejano. Rusia, por ejemplo, incluso había empezado a asomar como un actor potencial en el tironeo por Latinoamérica, complementario a China, así como del lado “occidental” la Unión Europea se proponía tallar en la región, en lo posible sin confrontar con EE.UU. Pero las tribulaciones recientes de Putin, desde la baja del precio del petróleo (con el consiguiente derrumbe del rublo y caída de reservas) hasta las sanciones y problemas derivados del conflicto con Ucrania, le han quitado fuerza a su presencia regional, dejando el espacio de alianzas político-económicas “no convencionales” ocupado casi exclusivamente por China, como luego veremos.
Por el lado de Brasil, la línea divisoria entre ciclos económicos es aquí más claramente visible que en el resto. Mientras que exhibió un notable crecimiento del PBI hasta 2010 (7,5% ese año), los años siguientes muestran una actividad económica en declive hasta llegar al borde de la recesión: en 2011 el PBI creció sólo el 2,7%; en 2012, apenas el 1%; en 2013, el 2,5%, y las cifras para 2014 oscilan entre el 0,7% (estimación del Banco Central) y el 0,15%, según consultoras privadas. La proyección para 2015 es de un crecimiento, como máximo, del 1%, si es que se logra esquivar la recesión. Así, David Beker, economista jefe del Bank of America para Brasil, sostiene que el país “agotó las fuentes de crecimiento”, pero aplaude todas las medidas de ajuste de tarifas, reducción de gasto público, devaluación del real y mayor desempleo tomadas por el gobierno reelecto de Dilma Rousseff.
Porque es en este contexto que se dio el giro “ortodoxo” y pro mercado del gobierno de Dilma, asumido a principios de año luego de ganar las elecciones contra el neoliberal Aécio Neves por un margen muy estrecho. Las designaciones de los cargos clave fueron todas rotundamente “market friendly”, empezando por el ministro de Economía, Joaquim Levy, que ha definido 2015 como “un año de ajuste económico y volver al equilibrio para recuperar el crecimiento”, discurso indistinguible de las cantilenas neoliberales de los 90.
Sin pretender aquíí trazar ningún balance de la economía brasileña bajo las gestiones del PT, señalemos que a grandes rasgos valen para Brasil los criterios mencionados al principio respecto de los alcances (muy acotados) y los límites (mucho más grandes) del “ciclo dorado” de la última década. Si bajo los dos gobiernos de Lula y el primero de Dilma un cuarto de la población salió de la pobreza, no se verificó en Brasil un proceso de desarrollo capitalista, de inversión de matrices de producción y comercio exterior, que hagan de los “avances sociales” una nueva base estructural. Más bien, lo que tenemos son justamente beneficios en términos de ingreso (absoluto y relativo) para sectores de la sociedad más amplios de lo habitual, pero que no tienen como contrapartida un nuevo modo de funcionar y acumular del capitalismo brasileño.
En todo caso, lo único que ha “acumulado” la gestión del PT son reservas en divisas (del orden de los 370.000 MD, casi 10 veces más que en 2002), lo que tiene su importancia como amortiguador ante eventuales shocks externos, pero está lejos de ser, en sí mismo, un indicador de desarrollo. Por otro lado, este aumento de reservas se da en paralelo con un salto en el endeudamiento externo (según la CEPAL, de 198.000 MD en 2008 a 313.000 MD en 2012). Además, la ubicación de Brasil en la división mundial del trabajo está más marcada que antes por la dependencia de sus exportaciones de bienes primarios. Pese a recibir un flujo importante de IED, su tasa de inversión interna bruta no supera el 18-19% del PBI, bastante por debajo de lo necesario para generar un proceso de crecimiento autosostenido.
A esto se suma una coyuntura con crecientes dificultades macroeconómicas. Ya no se trata sólo del bajo crecimiento del PBI (apenas 6,7% acumulado durante todo el primer mandato de Dilma), sino de una balanza comercial deficitaria en 2014, algo que no ocurría desde 2000, del orden de los 5.000 MD. La producción de automotores cayó un 15% en 2014, el peor resultado desde 1999. De modo que el plan del ministro Joaquim Levy apunta, como dijimos, a poner en orden al estilo neoliberal los números de las cuentas públicas vía suba de tasas, ajuste de gastos y metas de inflación y superávit fiscal primario (1,2% del PBI para 2015 y 2% para 2016), en busca de defender el “investment grade” de las agencias de calificación.
El último aspecto al que nos queremos referir sobre el contexto global es la crisis a la baja de los precios del petróleo, que ya está dejando ganadores, perdedores y permite empezar a evaluar su impacto en la región.
El ciclo bajista comenzó en junio de 2014 y derrumbó el precio del WTI (West Texas Intermediate, la cotización “promedio” por su calidad, no tan baja como la de los petróleos más pesados ni tan buena como el Brent de Mar del Norte) de 107 dólares el barril a menos de 50. El piso no termina de consolidarse (primero se habló de 60 dólares, luego de 50, y ahora los productores ruegan que al menos se clave en 40-45 dólares), y el contexto de precios bajos se extendería, según coinciden varios analistas, por lo menos hasta 2016.
Sin ánimo de extendernos en un tema harto complejo, enunciemos algunas de las variables. Por lo pronto, el primer productor mundial, Arabia Saudita (que es además el que tiene más bajo costo de extracción, de unos 6 dólares el barril), ha renunciado, como líder de la OPEP, a regular el precio vía recortes en la producción. El ingreso agresivo de EE.UU. como productor a partir del desarrollo de la explotación de yacimientos no convencionales (como el shale oil extraído vía fracking, con costos más altos) y la desaceleración de la economía china, el principal comprador mundial, han perturbado hacia abajo el equilibrio de la demanda y la oferta globales.
Como primeros beneficiados aparecen los grandes importadores, en especial China, la Unión Europea (medio billón de dólares de importaciones de petróleo en 2013), Japón y la India (ésta última importa el 85% de su consumo de hidrocarburos). La actual baja del crudo aportaría a esas economías no sólo un excedente de divisas sino una eventual mejora de la capacidad de consumo interno por la vía de una baja del precio del combustible, lo que a su vez podría alentar el crecimiento de la economía en su conjunto. Según el FMI, los precios bajos del petróleo pueden traducirse en un aumento adicional del PBI mundial del orden del 0,8%.
En cambio, los productores y exportadores de petróleo menos eficientes o de costos más altos, como Rusia, Venezuela, Nigeria, Malasia e Irán, son los mayores perjudicados, así como los productores de shale oil (en EE.UU. y en otros países) que con un barril a 40-50 dólares quedan con márgenes muy estrechos, y las compañías energéticas en general.
Otro resultado del shock petrolero es la tendencia a la baja de la inflación global, pero en este caso se trata de una deflación “virtuosa” y bienvenida, a diferencia de la caída de precios motivada por la recesión, como en Europa.
El economista argentino Mario Blejer, ex funcionario de organismos internacionales y de varios equipos económicos oficiales en su país, ahora director ejecutivo de Banco Itaú, resumió de esta manera, en su intervención en el Foro Mundial de Davos, en enero de 2015, el momento que enfrentan las economías de la región: “La fiesta se ha terminado”.
Ahora bien, la “fiesta” en la región consistió, a caballo de un ingente ingreso de recursos vía mejores precios de las materias primas y, en algunos casos, fuertes flujos de IED, esencialmente en a) despejar el horizonte, al menos temporariamente, de shocks externos (crisis de deuda, default, etc.); b) mejorar notablemente los ingresos del Estado y, con ellos, la capacidad de maniobra política de los gobiernos (en muchos casos, hijos de procesos de rebelión popular y de signo “antineoliberal”, con amplios matices); c) mejorar las condiciones de ingreso de extendidas capas populares, fuere por la vía de acceso a trabajos asalariados de mejor calidad (o relación salarial en reemplazo de informalidad cuentapropista) o por la vía de subsidios directos e indirectos; d) como consecuencia de lo anterior, y ante la comparación ventajosa que ofrecían estas políticas frente al ciclo neoliberal de ajuste y liquidación de conquistas y nivel de vida, una importante estabilidad política para los gobiernos “centroizquierdistas” surgidos en el nuevo ciclo político (de hecho, todos ellos fueron reelectos en este período).
Sin embargo, y como señalamos desde estas páginas, en coincidencia con muchos otros analistas, esta mejora relativa (en algunos casos absoluta) del nivel de vida de amplios sectores no fue el resultado de un cambio estructural no digamos en sentido socialista, sino siquiera en el camino de los proyectos “desarrollistas” del nacionalismo burgués de mediados del siglo XX. Un factor común a todos los gobiernos “progresistas”, aun con sus fuertes matices, fue que ninguno de ellos modificó en sentido profundo o duradero la forma de funcionar de sus economías capitalistas nacionales. El cambio, cuando lo hubo, fue a nivel de la distribución del ingreso, no de la organización de la producción.5
La “fiesta” a la que hacía referencia Blejer no fue ninguna ficción ni un mero concepto, sino una realidad muy tangible. Para dar una idea de la abismal diferencia en ingresos y, por tanto, en márgenes económicos y políticos que significó la “década dorada”, tomaremos como ejemplo un solo país, Bolivia, desde la asunción del gobierno de Evo Morales hasta las últimas estadísticas disponibles.
Datos macroeconómicos comparativos de Bolivia
2005 2014 Ratio 2014/2005
PBI (en millones de U$S) 9.500 30.400 3,2
Reservas (en U$S) 1.700 15.400 9,1
Exportaciones de gas 1.400 6.800 4,9
Precio del gas (U$S por millón de BTU) 2,5 9,3 3,7
Inversión extranjera directa bruta* 200 1.730 8,7
Renta del Estado por gas (en millones de U$S) 678 5.855 8,6
* En el pico de las privatizaciones (1998), había sido de 1.024 millones de dólares.
Fuente: elaboración propia sobre datos de CEPAL y Banco Central de Bolivia
La tercera columna compara los puntos de llegada y de partida en menos de 10 años, y explica casi por sí sola la base material de la continuidad y estabilidad política del gobierno de Evo Morales. Ahora bien, como queda a la vista, es el aumento del precio del gas (un factor que está más allá del control del gobierno boliviano o de cualquier otro) el que está en el origen de la suba vertical de todos los demás indicadores. Si ese factor decisivo comienza a moverse en la dirección contraria, su incidencia sobre el conjunto de la macroeconomía de la región es imposible de exagerar. Y es lo que está ocurriendo, con todas las desigualdades y mediaciones del caso.
Si los índices globales de la economía se vieron modificados, en el período señalado, hasta ese punto, veamos ahora cuál fue el impacto en las estadísticas sociales. Para tener ahora una medida de la mejora de esos índices a la que hacíamos referencia, veamos el siguiente resumen, en este caso para el conjunto de la región.
Evolución de la pobreza y la indigencia en América Latina, 2002-2012
En porcentaje
Pobreza Indigencia
2002 43,9 19,3
2009 32,8 13,0
2012 28,8 11,4
En millones de personas
Pobreza Indigencia
2002 225 99
2009 184 73
2012 167 66
Fuente: CEPAL
No es sorprendente que esta tendencia haya tenido lugar precisamente en los años de la “fiesta” de precios de commodities, como tampoco lo es que en el último trienio la curva de descenso de pobreza e indigencia se haya detenido (sin llegar todavía a revertirse). Lo que sí empieza a verificarse es una todavía moderada pero perceptible tendencia a una mayor concentración del ingreso, esto es, a un freno al impulso “igualitario” inaugurado junto con el ciclo favorable en toda la región. Según un analista, las razones deben buscarse en “un menor crecimiento en el ingreso laboral en la base de la pirámide y asistencia social menos efectiva”; en el primer caso, el déficit está en “el segmento de los trabajadores de baja calificación en el sector servicios. que fue el mayor creador de nuevos empleos durante el boom” (George Gray Molina, “Inequality is stagnating in Latin America”, The Guardian Professional, 27-8-14).
Por otra parte, como advertimos más arriba, el “modelo” económico de los gobiernos nacidos del ciclo de rebeliones populares se concentró en los cambios en la distribución del ingreso, no en la estructura productiva ni en la inserción en el mercado mundial. Así, lejos incluso de las veleidades de transformación gradual, pacífica y dentro de los marcos del capitalismo que proponía el modelo desarrollista cepaliano, los gobiernos “progresistas” fueron, todos ellos, incapaces de ninguna modificación sustancial del perfil productivo de sus países.
Aun contando con la ventaja de los beneficios extraordinarios provistos por un el ciclo (de un decenio) de altos precios de las materias primas, ninguno fue capaz de aprovechar ese flujo de recursos “llovidos del cielo” para reducir la dependencia respecto de los productos primarios. Más bien al contrario, esa dependencia se reforzó, y en todo caso lo más a que aspiraron esos gobiernos fue a capturar para el Estado (y por ende, para su capacidad de gestión “redistributiva”, no para nada que se pareciera a una planificación de desarrollo, incluso capitalista) una porción mayor de lo habitual de esa renta que, en los 90, hubiera quedado casi íntegra en las arcas de las grandes empresas exportadoras (nacionales y, sobre todo, internacionales).
Así, el horizonte estratégico de estos gobiernos está muy por detrás hasta de los propios proyectos nacionalistas burgueses clásicos de los años 50 y 60. Ya no se trata siquiera de proponer un “modelo de desarrollo” sin confrontar con la propiedad y la clase capitalistas, sino apenas de administrar una renta extraordinaria (en el doble sentido de su volumen y de su excepcionalidad) apuntando no a metas productivas sino esencialmente redistributivas… y de seguro impacto electoral. Dicho rápidamente, toda la “estrategia” económica de estos gobiernos consiste en garantizar la supervivencia política de sus proyectos vía la seducción de un electorado más satisfecho con su capacidad de consumo. Si esto se hace de manera “virtuosa” (con transformaciones reales, aunque limitadas, de la estructura productiva, aumentado por ejemplo el número de empleos de calidad) o “populista” (con subsidios directos e indirectos), es algo que importa poco y se termina resolviendo por la línea de menor resistencia… que suele ser el segundo camino.
Sin transformación de la estructura productiva, el resultado obligado es apoyarse en los bienes tradicionales primarios, fuente primera y principal de divisas por exportaciones. Esa dependencia respecto de los renglones exportadores de materias primas casi sin transformación no sólo hace a cualquier país mucho más expuesto a los súbitos vaivenes de precios y a la tendencia secular (interrumpida decenalmente) al deterioro de los términos de intercambio. Más grave que eso es que semejante estructura tiende a reproducirse y a ahogar cualquier intento de reequilibrio en el sentido de promover un sector industrial más fuerte o con una tecnología menos dependiente de los insumos externos. Por el contrario, en una manifestación característica del desarrollo desigual y combinado de los países atrasados, los escasos sectores industriales y/o de alta tecnología de la región están sumidos en nichos muy concentrados, direccionados a aprovechar ciertas ventajas competitivas, administrados por empresas multinacionales y sin conexión o “derrame” al conjunto del entramado productivo. Veamos la dependencia de las commodities en cifras:
Porcentaje de bienes primarios en las exportaciones de países sudamericanos (2013)
Venezuela* 95,5
Bolivia 95,1
Paraguay 91,2
Ecuador 91,2
Perú 88,5
Chile 86,2
Colombia 83,5
Uruguay 76,2
Argentina 68,8
Brasil 65,3
* Dato de 2011
Fuente: CEPAL
A esto debe agregarse un hecho significativo: esta muy escasa proporción de exportaciones de manufacturas tiene como mercado, en buena medida, los propios países vecinos. Es decir, la inserción de las plataformas industriales latinoamericanas en el mercado mundial, por fuera del comercio regional, es casi siempre insignificante. En palabras de la CEPAL, “la región abastece de pocos bienes industriales a las cadenas globales de producción, que elaboran algunos productos en unos países y los terminan en otros. América del Norte, Europa y Asia son las tres grandes fábricas del mundo y en general Latinoamérica sólo les provee de materias primas” (El País, Madrid, 10-10-14). La única excepción importante es México, cuya producción manufacturera se vuelca mayoritariamente a EE.UU. Pero, habida cuenta de las condiciones peculiares de México como país limítrofe y paraíso de la maquila de propiedad yanqui, difícilmente pueda considerarse ese dato como indicador de un pujante desarrollo industrial autónomo… Prueba de esto es que los otros países en situación similar a la de México (en cuanto al destino de sus manufacturas) son Costa Rica y Honduras. Es el mismo caso: son industrias-nicho armadas para la exportación, sin integración con el resto de la estructura económica, de propiedad extranjera y formato productivo de maquila.
Porcentaje de manufacturas de tecnología media y alta
exportadas a países dentro de Latinoamérica (2013)
Uruguay 89 El Salvador 62
Paraguay 88 Guyana 56
Ecuador 85 Venezuela 54
Guatemala 82 Brasil 52
Argentina 79 Bolivia 51
Perú 77 Honduras 18
Colombia 75 Costa Rica 17
Chile 75 Rep. Dominicana 9
Panamá 65 México 7
Nicaragua 63 Latinoamérica (excl. México) 59
Fuente: CEPAL, sobre la base de Naciones Unidas
Todas estas cifras tienen en común que representan una fotografía de las economías latinoamericanas después de diez años de bonanza en términos de crecimiento del PBI, cifras de exportaciones, ingresos del Estado, recepción de inversiones y crédito, reducción de la exposición a la deuda externa y mejoras en la redistribución del ingreso, y antes de que comenzara a percibirse la curva de agotamiento de varias de esas condiciones favorables. Sobre esa base es que cabe suponer que lo que no se hizo en el momento más favorable del ciclo, difícilmente se lleve a cabo cuando comienzan los verdaderos problemas. De ahí que el diagnóstico general para los gobiernos de los países de Latinoamérica nacidos bajo el signo de las rebeliones populares, la crisis del centro capitalista y el retroceso relativo de EE.UU. en la región es que, seguramente, ya ha pasado su mejor momento. Lo que les espera (a los que sobrevivan, tema que retomaremos más abajo) no es una reedición de sus logros más fulgurantes, sino más bien un recorrido cuesta arriba, mucho más trabajoso que hasta el presente, y cuyas condiciones de posibilidad de cosechar réditos políticos por su accionar serán más arduas. Con el fin de la fiesta económica puede estar llegando, también, el fin de la fiesta política, bajo la forma que adquiere todavía la política en una lucha de clases que no supera los límites de la “democracia” capitalista: la electoral. Pero a eso nos referiremos luego.
Dicho esto, es necesario establecer ciertos criterios para definir lo que se desvanece y lo que perdura del ciclo anterior, así como el nuevo panorama que tienen ante sí los países de la región.
Como hemos dicho, el dinamismo y el tipo de equilibrio que habían logrado las economías de la región están en cuestión de manera casi irrevocable, y a ello contribuye, como factor decisivo, el fin de la “recomposición de los términos de intercambio” que había tenido lugar con el boom de las commodities (motorizado a su vez por la demanda china).
A eso se agregan otros factores que revierten tendencias del ciclo anterior. Uno de ellos es la abundancia de dinero, que reconocía dos fuentes relacionadas: las bajas tasas de interés en el mundo desarrollado y los flujos de inversión directa en todo el mundo emergente. Estos ingresos de divisas vía IED y la posibilidad de financiarse a tasas bajas, a su vez, sacaron momentáneamente de escena una tara estructural de las economías latinoamericanas (y periféricas en general), la “restricción externa”. Así llamaban los economistas cepalianos de los años 50 y 60 al estrangulamiento crónico de divisas que es a la vez causa y manifestación de la dependencia económica respecto del imperialismo.
La restricción externa estaba en la base de los ciclos llamados “stop and go” de las economías periféricas, con este circuito: crecimiento de la industria, el empleo y las exportaciones, con superávit comercial-escasez de divisas para las importaciones de bienes de capital que sostengan ese crecimiento-fin del superávit comercial y del crecimiento-devaluación de la moneda para retomar competitividad exportadora y reinicio del ciclo. Pues bien, la “década dorada” enmascaró durante un período esas asimetrías estructurales que hacen a la constitución misma del orden imperialista, bajo la forma de una lluvia de dólares por inversiones, o por crédito barato, o por exportaciones relativamente más caras. Pero esa situación transitoria –que algunos de los adalides intelectuales del “progresismo” regional llegaron a creer permanente– no podía durar, y no duró.
No podía durar indefinidamente el proceso de industrialización chino a tasas por encima del 10% anual, con la consiguiente demanda y el ascenso de los precios de materias primas. Tampoco podía durar indefinidamente la tasa de interés cercana a cero en casi todo el mundo desarrollado. Si bien el aumento de esa tasa (motorizado por el fin del QE en EE.UU.) es por ahora lento y sin mayor impacto negativo en la región, ese efecto tarde o temprano se hará notar, y en todo caso ha dejado de ser un factor favorable.
Al respecto, el beneficio generado por la baja tasa de interés era doble: financiamiento barato y mayor flujo de inversiones. Pero éste último está empezando a resentirse: después de cuatro años consecutivos de crecimiento de la IED, en 2014 ésta disminuyó un 19% para toda Latinoamérica, según datos de la UNCTAD. Y un informe del FMI señala que, luego de desacelerarse de manera continua desde 2010, la previsión para 2015 es una contracción de la tasa de inversión.
El resultado es un descenso para toda la región de dos indicadores clave: crecimiento del PBI y del comercio exterior. Veamos la diferencia entre la performance del PBI en buena parte de la “década dorada” en comparación con la del año pasado y la previsión para el actual.
Crecimiento anual del PBI, en porcentaje, promedio 2005-2013
Panamá 8,5
Perú 6,6
Rep. Dominicana 5,7
Uruguay 5,6
Argentina 5,6
Bolivia 4,9
Paraguay 4,9
Colombia 4,8
Costa Rica 4,7
Promedio 4,5
Venezuela 4,5
Ecuador 4,4
Chile 4,3
Honduras 3,8
Guatemala 3,6
Nicaragua 3,6
Brasil 3,5
México 2,5
Haití 2,1
El Salvador 1,8
Fuente: CEPAL, citado por el Banco Central de Rep. Dominicana
Estas cifras están en consonancia con el papel de los países emergentes y atrasados en general durante todo el período. En efecto, buena parte del crecimiento de la economía mundial se debió al impulso del mundo “en desarrollo”, no del centro capitalista.
Tasa de crecimiento del PBI, promedio anual 2003-2012
Mundo 2,7
Unión Europea 1,1
América Latina 4,1
Fuente: CIGES / Banco Mundial
Este declive del crecimiento, cabe anotar, no ha sido resultado de crisis profundas ni menos aún catastróficas en la región. Más allá de las obvias desigualdades por país e incluso por subregión, para el conjunto de América Latina (sin el Caribe) lo que se constató al principio de la segunda década de este siglo fue una suave desaceleración del crecimiento que pasó casi inadvertida para la mayoría de los analistas y también para los gobiernos de la región, que en su mayoría asumían seguir estando en el mismo ciclo favorable de la primera década.
Crecimiento anual del PBI de América Latina, en porcentaje
Año Tasa
2010 5,9
2011 4,3
2012 3,7
2013 3,0
Pues bien, este proceso se ha profundizado en el último año, y la tasa de ralentización del crecimiento se distingue ahora claramente hasta para el más optimista. Lo que se observa ahora es que, a diferencia del período anterior, en el que América Latina acompañaba (sin ser el motor principal) el crecimiento del “bloque emergente” liderado por China, empieza a verificarse una separación de tendencias. Así, mientras el conjunto de los emergentes continúa siendo, a grandes rasgos, el mayor impulsor del crecimiento mundial (al que comienza a acoplarse, a otro ritmo, la economía estadounidense), Latinoamérica ya no muestra una performance económica comparable y queda rezagada en relación con el resto del mundo emergente, con tasas de crecimiento que se parecen más a las de la anémica Europa que a las de los pujantes países de la periferia a los que pertenecía sólo unos años atrás. Y esta marcada baja en la tasa de crecimiento (e incluso recesión abierta) se da además en varios de los países de mayor peso económico y político de la región.
Crecimiento del PBI, en porcentaje
País 2014 2015
Brasil 0,1 0,3 1,0*
Argentina -1,7 -1,5 -0,3*
Venezuela -4,0 -7,0
Colombia 4,8 3,8
Chile 1,7 2,8
Perú 2,5 4,0
América Latina 1,3 1,3
Emergentes 4,4 5,0
Mundo 3,3 3,8
Mundo* 2,6 3,0
Previsiones del FMI, diciembre 2014 / * Previsiones del Banco Mundial, enero 2015
Una evolución similar se comprueba en el rubro comercio exterior. Las exportaciones de los países de América Latina están prácticamente estancadas desde hace un trienio. En 2012 aumentaron el 1,6%, en 2013 bajaron un 0,2% y en 2014 subieron apenas el 0,8%, según la CEPAL. Todo muy lejos de las tasas de crecimiento del comercio exterior en la “década dorada”: entre 2003 y 2013, la tasa promedio anual (que incluye el descenso de los dos últimos años) de crecimiento del comercio exterior fue del 9% (www.ecuador.org).
En resumen, el fin del ciclo dorado de los precios de commodities, demanda china siempre creciente, crédito barato y flujo firme de inversiones ya está modificando sensiblemente el panorama económico de toda la región en términos de crecimiento del PBI y sostenibilidad del esquema económico anterior, que a su vez era la base de un modelo político apoyado en las posibilidades de redistribución sin cambios estructurales incluso en los marcos del capitalismo (perfil exportador, desarrollo industrial, productividad).
Incluso uno de los rubros que suele promocionarse como avance decisivo en la región, el “alivio” (prudentemente, ya no se habla de “solución”) al problema de la deuda externa, debe ser puesto en perspectiva. Contra lo que dicen los discursos demagógicos de buena parte de los gobiernos “progres” no hubo “desendeudamiento”, al menos en términos absolutos.
Deuda pública bruta, en miles de millones de dólares
País 2008 2013 Variación (%)
Brasil 198 309 56
Venezuela 53 119 123
Argentina 125 134* 7
Chile 64 131 103
Colombia 46 92 98
México 129 259 100
América Latina 745 1.245 66
* Dato muy dudoso; la cifra oficial del propio gobierno argentino para 2013 era 201.000 millones de dólares.
Fuente: CEPAL
Como se ve, un aumento bruto del monto de deuda de dos tercios en sólo cinco años difícilmente pueda calificarse de “desendeudamiento”. Lo que sí se verificó fueron ciertos factores que efectivamente aliviaron temporariamente el peso de la carga del servicio de deuda. A saber: a) en algunos casos (el más notorio es Argentina) hubo una redenominación de parte importante de la deuda, que de estar en divisas pasó a estar en moneda local; b) hubo renegociaciones que estiraron el plazo promedio de los bonos de deuda; c) la abundancia de ingresos por exportaciones permitió en general (salvo Argentina y Venezuela para el período señalado) una importante recomposición de las reservas en moneda fuerte de los bancos centrales nacionales; d) el crecimiento del PBI y de las exportaciones en varios casos superó al de la deuda, con lo que la ratio deuda/PBI, que llegó a ser dramática a fines de los 90, es ahora más manejable (o al menos más “sostenible” que la deuda de varios países de la eurozona, cosa que suelen recordar con ironía los presidentes “progres” en sus discursos).
Sin embargo, haber logrado cierto aflojamiento del torniquete de la deuda por unos años no significa en absoluto que ese factor disciplinador y reforzador de la dependencia haya desaparecido; por el contrario, es de esperar que con la baja de precios de materias primas y de saldo exportador, los problemas de deuda vuelvan a ponerse en primer plano de la macroeconomía latinoamericana. Lo propio ocurre con las condiciones de acceso al crédito y de flujo de IED.
A esos nuevos desequilibrios se le agrega hoy el factor cambiario: las monedas de los países latinoamericanos en general se han debilitado frente al dólar, luego de años gozar de las ventajas de la revaluación de sus monedas casi sin ninguna de sus desventajas. Ahora bien, la búsqueda de un nuevo equilibrio cambiario no es más que la expresión monetaria de condiciones económicas globales muy diferentes. A diferencia de los clásicos ciclos “stop and go” a los que hicimos referencia más arriba, el actual proceso de devaluación es a) en general forzado, no voluntario; b) gradual, no en forma de shock devaluatorio, y c) no tiene como primer objetivo recomponer las exportaciones, sino más bien ajustar las importaciones, ante el regreso de la “restricción externa”. Según la CEPAL, las importaciones de la región caerán un 0,6% en 2014, frente a un crecimiento del 3% en los dos años anteriores. No parece mucho, pero marca el inicio de una tendencia. El resultado es una desaceleración del crecimiento o la caída en la recesión, que es tanto más profunda cuanto mayor es el torniquete a las importaciones: Venezuela y Argentina son los casos más flagrantes del circuito escasez de divisas-restricción de importaciones-caída de la actividad económica-presión cambiaria.
No obstante, y también a diferencia de ciclos económicos anteriores, esta vez los emergentes en general, incluida Latinoamérica, presentan un panorama de mayor fortaleza para atenuar el cambio de ciclo económico. Ya hemos señalado el mayor volumen de reservas, la menor exposición a la deuda en moneda extranjera y un menor endeudamiento relativo al PBI. Asimismo, hay menos margen de los bancos centrales de los países desarrollados para subir las tasas de interés al nivel de otros ciclos más perjudiciales para nuestros países. En ese sentido, si la bonanza de los años dorados se ha ido de la región para no volver, es necesario tener cautela en cuanto a pronósticos catastrofistas o demasiado unilaterales para Latinoamérica tomada en su conjunto. Tiene más sentido, en cambio, seguir con atención la marcha de los “eslabones débiles” (hoy, en primer lugar, Venezuela), cuya eventual defección puedan abrir paso a modificaciones profundas no ya como resultado de crisis económicas en sentido estricto, sino a partir de cambios en la configuración política que, según se den a derecha o a izquierda, den lugar a una nueva relación de fuerzas.
Al respecto, aparece en la palestra, a manera de “último recurso” para cada vez más países de la región, un actor cuyo rol es enteramente nuevo en Latinoamérica pero que ha adquirido un peso trascendente, a punto tal de ser parte de la constitución de un nuevo equilibrio geopolítico en un escenario que sólo había conocido a Estados Unidos en el papel de “Gran Hermano” económico, político y militar. Nos referimos, claro está, a China, y a continuación intentaremos desarrollar algunos de los ejes de cambio que su intervención ha suscitado en América Latina.
La nueva ubicación de China frente a América Latina no es más que la expresión continental de una estrategia global de la dirigencia de ese país. No podemos desarrollar aquí todas las implicancias del papel de China en el mundo, tema que merece por sí solo un amplio estudio y debate. Sólo señalaremos aquí, dando continuidad a las primeras aproximaciones sobre el tema que esbozamos en la edición anterior de Socialismo o Barbarie, que por sus objetivos, sus medios y hasta sus formas, nada autoriza a suponer que China esté jugando un rol cualitativamente más “progresivo” o “antiimperialista” en la arena mundial. Más bien al contrario, el tipo de relacionamiento que China ha establecido y sigue estableciendo con los países “emergentes” (supuestamente socios políticos de “no alineamiento” en foros como el G-77 más China de las Naciones Unidas) no se distingue en lo esencial, por su relación de subordinamiento, del de otros imperialismos “clásicos”.6
Dicho esto, consideramos que la política de China al avanzar en su vinculación económica con Latinoamérica apunta a un doble objetivo económico y a otro geopolítico. Los económicos son, por un lado, asegurarse el abastecimiento de materias primas indispensables para su industria y su población; por el otro, hallar un mercado para sus inversiones en infraestructura y servicios, de mucho mayor valor agregado. El geopolítico es, naturalmente, acomodarse como un actor decisivo en la región, aprovechando el retroceso de EE.UU. e intentando bloquear el regreso de la influencia yanqui a los carriles habituales, previos al ciclo político y económico de la primera década del siglo.
El progreso de las relaciones comerciales fue fulminante precisamente en el último lustro: en 2000, el intercambio entre China y Latinoamérica no superaba los 10.000 MD; en 2014 era ya de 287.000 MD, casi 29 veces más. Veamos la progresión de esa relación en comparación con el estancamiento del vínculo comercial con la UE y el marcado retroceso de la presencia del comercio con EE.UU. Aunque ese país mantiene el primer lugar, China ya es el primer socio comercial del gigante sudamericano, Brasil.
Participación en el comercio de América Latina y el Caribe (16 países), en porcentaje
Exportaciones 2000 2005 2009 2014* 2020*
EE.UU. 60 50 39 31 28
Unión Europea 11 12 14 14 14
China 2 4 8 15 19
Importaciones 2000 2005 2009 2014* 2020*
EE.UU. 51 38 33 28 26
Unión Europea 14 15 15 14 14
China 3 7 10 15 16
(*) Estimado. Fuente: CEPAL
Ahora bien, ese relacionamiento que comenzó por lo comercial se extiende ya seriamente a las inversiones, las finanzas y la política. La peregrinación de mandatarios de la región a Beijing empieza a parecerse, en forma y contenido, a las giras de décadas pasadas a Washington. China financió a Venezuela desde 2008 con 50.000 MD en compras de crudo (entre China y EE.UU. se llevan 2,5 millones de barriles diario de los 3 millones que produce Venezuela). El ecuatoriano Rafael Correa hizo acuerdos con el gobierno chino en enero pasado por una inversión total de 5.700 MD. Pero el más aliviado fue Nicolás Maduro, de Venezuela, que se volvió en enero con una promesa de inversiones y proyectos de cooperación por 20.000 MD en 2015, maná del cielo para un país cuyas reservas se desplomaron a 22.000 MD, con vencimientos de deuda por 12.000 MD sólo este año. Para los países en situación más comprometida, se empieza a parecer a un prestamista de última instancia por fuera del circuito tradicional EE.UU.-FMI-banca occidental. Es el caso de Venezuela y, en menor medida, de Ecuador y Argentina.
En total, el financiamiento de gobiernos latinoamericanos por parte de China ya supera los 100.000 MD. Y ese financiamiento adopta formas diversas: desde préstamos directos a acuerdos mixtos que involucran tanto comercio de bienes como créditos para la compra de maquinaria e insumos, pasando por convenios monetarios (los llamados swaps de intercambio de moneda, que son de hecho préstamos en moneda china, celebrados con Brasil y Argentina).
En ese marco se inscribe el anuncio del gobierno chino en un foro de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), que tuvo lugar significativamente en Beijing, en enero pasado, de una ola de inversiones en Latinoamérica por 250.000 millones de dólares en diez años. Esa apuesta por un organismo que lleva apenas un lustro no sorprende, al tratarse justamente de un ente regional del que no participan EE.UU. ni Canadá. Asimismo, Xi Jinping, el presidente chino, planteó el objetivo de un comercio bilateral China-CELAC del orden de los 500.000 millones de dólares en ese plazo, casi el doble del volumen actual. Todo esto se daría como parte de un extenso plan de cooperación bilateral 2015-2019, a través de encuentros sectoriales anuales y un segundo foro en Santiago de Chile en 2018.
Desde ya, no hay ningún espacio para las ilusiones de los gobiernos “progres”, que ven una diferencia fundamental en el tipo de relación entre los prestamistas tradicionales (EE.UU. y el FMI) y este nuevo “socio amigable”. En todo caso, si la hubo fue sobre todo en el primer período de ese relacionamiento, casi como estrategia de marketing; a medida que la relación se afianza, empiezan a asomar los primeros desencantos. Por ejemplo: “Hubo una época en que los gobiernos latinoamericanos en necesidad de fondos acudían al FMI para la amarga medicina de sus préstamos. Ya no. En los últimos doce años, el superciclo de precios de las commodities en alza ha abultado los cofres de la región, mientras que incluso los autócratas de mayor incontinencia fiscal podían contar con la chequera de los chinos. Hoy la bonanza ha terminado. Los precios de las commodities vuelven a su marca de la gran recesión de 2008. Y los gerentes de bancos en Beijing están aprendiendo a decir que no. (…) China ha dejado claro que no piensa ser un prestamista de última instancia de modo incondicional para los incumplidores, incluso si alegan afinidad política, como lo hace Maduro. (…) Según InterAmerican Dialogue, un think-tank de Washington, los funcionarios chinos han empezado a mirar de cerca la forma en que Venezuela gasta sus préstamos. Y ya asoma la preocupación en publicaciones chinas sobre un eventual default” (The Economist, “The dragon and the gringo”, 17-1-15).
Por esa razón, es una absoluta ingenuidad, como mínimo, suponer, como lo hace el propio Maduro, que “China está demostrando que puede ser potencia sin pretensiones imperiales ni hegemonistas”. Cualquier examen mínimamente atento de las declaraciones y de los proyectos de la jerarquía china muestra lo contrario. Además, es un error suponer que toda la inversión china en el exterior corresponde a compañías estatales. La parte correspondiente al sector privado no deja de crecer, y si era casi nula hace una década, representa ya el 23% de la inversión de ese país en la región. Las quejas de sectores burgueses opuestos al estrechamiento de relaciones con China reflejan sin duda el cipayismo de quienes quieren volver al statu quo con el imperio yanqui, pero hay más que eso.
Empiezan a asomar diferencias de criterio en un bloque sudamericano con mucha menor unidad política que la que se celebra en los foros de la Unasur. Una de esas diferencias divide a los países “atlánticos” de Sudamérica (los del Mercosur) y los “pacíficos” (encabezados por Chile) no sólo en cuanto a la estrategia de alineamiento comercial y geopolítico, sino en lo que hace al perfil de la inserción exportadora de la región. Tras el fracaso del ALCA, según algunos analistas, Chile pareciera buscar que la Alianza del Pacífico con los países asiáticos (en primer lugar China) se transforme en un ALCA de facto o mini ALCA. La ventaja para los “atlánticos” es que el Mercosur les da un nivel de coordinación, integración y organicidad como bloque que, sin ser deslumbrantes, son muy superiores a los que pueden exhibir los países andinos. Por otro lado, al menos en los papeles, Argentina y Brasil sostienen la necesidad de un programa industrialista y no se quieren resignar del todo (insistimos, en los discursos y las declaraciones de intención) a renunciar a algo que se parezca a un programa de industrialización. En cambio, los “pacíficos” parecen tener menos recursos (y voluntad política) para apartarse del esquema asiático que los reduce a proveedores de materias primas. Las últimas reuniones regionales en Cartagena y Santiago de Chile fueron escenario de una sorda disputa sobre todo entre Brasil, líder del Mercosur, y Chile, abanderado de la relación con Asia-Pacífico.
A estas tensiones se añade el interés de otros países del continente, como Colombia y Uruguay, por no cerrar la puerta a eventuales tratados de libre comercio bilaterales con EE.UU. (en eso, el gobierno del “izquierdista” Frente Amplio uruguayo es el más enfático). De hecho, Colombia y México están entre las pocas relaciones sólidas con Latinoamérica que cuenta EE.UU. en la región; sin duda, eso debe haber influido para que sean dos de los únicos tres países “amigos” (el otro es Polonia) que recibieron una “línea de crédito flexible” del FMI (dinero disponible que no figura como préstamo; en el caso de México fueron 47.300 millones de dólares).
Y por último, pero acaso primero en importancia, está la discusión en el seno de la burguesía brasileña respecto de dos cuestiones íntimamente relacionadas: qué hacer con el Mercosur y la posibilidad de cerrar convenios comerciales con la Unión Europea y otras potencias casi al nivel de acuerdo de libre comercio. Sin duda, la postura más aperturista y menos “latinoamericanista” (de hecho, enemiga del Mercosur tal como está) es la de la poderosa patronal paulista, la FIESP, cuya bandera tomó el derrotado candidato presidencial Aécio Neves. Pero la victoria de Dilma y el PT no significa automáticamente un reforzamiento del Mercosur. En este como en otros planos, el giro ortodoxo y neoliberal del gobierno brasileño puede dar como resultado una permanencia más o menos formal del Mercosur (sobre todo, no abandonar algunas ventajas del funcionamiento en bloque, cuyo liderazgo es indiscutiblemente brasileño) y a la vez empezar a explorar otras vías de relacionamiento con el resto del mundo.
Lo que ha quedado definitivamente fuera de escena es la fantasía chavista del ALBA como espacio político-comercial de los países latinoamericanos que privilegiara el vínculo intrarregional y los acuerdos con países “ideológicamente afines” (es decir, China, en menor medida Irán, y la UE antes que EE.UU.). No tiene nada de extraño que esta construcción tomara cierto impulso a caballo del auge petrolero que le dio a Venezuela la posibilidad de actuar como hermano mayor benevolente (en términos de préstamos, inversiones y subsidios) de otros países de la región, en especial Cuba, Bolivia, Argentina y países de Centroamérica y el Caribe. Hoy, la sumatoria de crisis interna del régimen chavista y derrumbe de los ingresos petroleros ha dejado el ALBA en el lugar de un cuchillo sin hoja al que le falta el mango: sin escala real, sin liderazgo político y sin fondos. Al mismo arcón de los recuerdos han ido a parar el Banco del Sur (que nunca se llegó a implementar) y otras iniciativas faraónicas regionales, hoy fósiles de la era de las cajas llenas y la bonanza que parecía interminable.
De esta manera, los proyectos de integración regional a espaldas y contra EE.UU. han dejado lugar, en la ubicación de los gobiernos latinoamericanos “progres” en general bastante desgastados por una década de gestión y el comienzo de las condiciones desfavorables, a una postura mucho más prudente y pragmática respecto de las posibles alianzas y sociedades comerciales. Si China aparece ahora como un actor de primer orden, se debe mucho menos a una voluntad política de confrontar con EE.UU. que al peso real y tangible de la demanda china de materias primas y su capacidad como fuente alternativa de financiamiento. Rol éste último que Venezuela llegó a cumplir a una escala regional reducida, y que hoy no tiene ninguna chance de reeditar.
Lo que queda, entonces, es una disputa por la influencia regional entre una nueva potencia, China, y una vieja potencia que, luego de retroceder en peso político y económico por más de una década, quiere recuperar el terreno perdido: EE.UU. Sin embargo, sería un error suponer que este conflicto larvado supone un ganador que expulsará definitivamente al derrotado. Más bien, lo que parece establecerse como horizonte para los próximos años es una coexistencia de los dos grandes actores y un proceso de reacomodamiento pragmático de los gobiernos latinoamericanos a las ventajas y desventajas de la relación con ambos.
Al respecto, observa The Economist: “La maduración de las relaciones de China con América Latina coincide con otros cambios geopolíticos en la región. La aspiración de Venezuela de crear una alianza antiyanqui se hundió junto con su economía. (…) La pretensión de Brasil al liderazgo regional también está en suspenso (…). Barack Obama, aunque sobre todo por razones internas, está intentando atenuar los resquemores latinoamericanos hacia EE.UU”, con la normalización de relaciones con Cuba y la reforma inmigratoria. “Otra demostración del nuevo interés de la administración Obama por tomar la iniciativa en la región es la “cumbre energética” del Caribe del 26 de enero. Apunta a proveer préstamos multilaterales, ayuda técnica e inversión privada como alternativa a los subsidios venezolanos. El gobierno también está aportando ayuda para los países centroamericanos que enfrentan la violencia del narcotráfico. ¿Empezará Estados Unidos a recuperar el terreno perdido en la región? Un test será la Cumbre de las Américas de Panamá en abril, la primera reunión de ese tipo a la que asistirá Raúl Castro. (…) Tanto los funcionarios chinos como los estadounidenses niegan estar compitiendo por la influencia en Latinoamérica. Pero eso es lo que parece. Para los gobiernos de centroizquierda, la oferta china de préstamos, inversiones (sobre todo en infraestructura), becas y no intervención política resulta atractiva. Contra eso, EE.UU. ofrece valores compartidos y acceso a lo que es todavía el mayor mercado del mundo y su mejor fuente de tecnología. Pero no tienen por qué ser mutuamente excluyentes. Y en ambos casos hay fricciones. China absorbe las materias primas latinoamericanas y recorta sus manufacturas. Un inversor chino está construyendo un canal antiecológico en términos neocoloniales con Nicaragua, Algunas de las iniciativas de Obama son rehenes de un Congreso controlado por los republicanos. Pero después de una década en la que China parecía llevarse todo en América Latina, al menos EE.UU. ha empezado ahora a competir en este nuevo Gran Juego” (“The dragon and the gringo”, 17-1-15).
Parte central de la estrategia global de China es no sólo aparecer como impulsor de la “multipolaridad” (mientras se fortalece en su competencia bipolar con EE.UU.) sino como “garante” de los valores de independencia nacional y soberanía, por oposición al tradicional intervencionismo y unilateralismo yanquis. Si es apropiada la idea de “imperialismo en construcción”, esto tiene mucha lógica: “A diferencia de EE.UU., un hegemón global con cientos de bases militares en todo el mundo, China no tiene ni imperio ni bases militares. (…) China tiene un gran interés de política exterior en ayudar a mantener la estabilidad en América Latina” (Mark Weisbrot, “US foreign policy in Latin America leaves an open door for China, The Guardian, 31-1-14).
Ahora bien, si es a nuestro juicio infundada la confianza en los supuestos “valores compartidos” entre Latinoamérica y China frente a EE.UU., es muy cierto que está en el interés de China colaborar para que no haya terremotos políticos en la región, en ninguno de los dos sentidos: ni hacia la derecha (inclinando el fiel de la balanza otra vez para el lado de EE.UU) ni tampoco hacia la izquierda. Después de todo, la turbulencia política nunca es bienvenida cuando de hacer negocios se trata. Suponer que China puede ser un aliado duradero en una disputa en defensa de la soberanía nacional es una ingenuidad que hace virtud de la necesidad de la política china. Sencillamente, China no está todavía en condiciones de actuar en la región con el mismo desdén por la independencia formal y la diplomacia formal con que suele hacerlo EE.UU., muchas veces manu militari de manera directa o embozada. Pero eso no obsta para que empiece a mostrar las uñas: un ejemplo en ese sentido es el convenio con Argentina para la instalación de una base “científica” de observación espacial en la provincia de Neuquén, que es una manera apenas disimulada de poner pie en la región con tecnología militar. ¿Alguien tiene alguna duda de que es cuestión de medios y oportunidad, no de altos principios comunes del derecho internacional, que pueda haber en el futuro comercio armamentístico, logística compartida y ejercicios militares conjuntos con China, exactamente al estilo de lo que se hacía con EE.UU.?
Recapitulemos brevemente. El fin del boom de precios de las materias primas cambia sustancialmente el marco de referencia para todas las economías latinoamericanas, siempre dependientes de esos renglones de exportación. El resultado inmediato es que, como define Augusto de la Torre, economista jefe del Banco Mundial para la región, “América Latina se desacelera a una tasa mucho más rápida que el resto del mundo emergente”.
La ralentización del crecimiento (en los países más golpeados, como Venezuela y Argentina, directamente recesión) ataca uno de los pilares de la estabilidad de los gobiernos de la región en toda una década, que les había permitido no sólo sortear el descalabro institucional generado por las rebeliones populares sino consolidar un esquema económico de relativa bonanza, a punto de tal de haber sido reelectos casi en todas partes. Ese pilar fue el conjunto de mecanismos redistributivos que mejoraron la capacidad de consumo de amplios sectores populares, sin por eso transformar en lo esencial la estructura de propiedad y de organización de la producción (incluida una productividad que, según el economista jefe del FMI para la región, Alejandro Werner, está incluso por debajo de lo que indican las estadísticas, con un demasiado alto uso de la capacidad instalada).
Los gobiernos de la región aprovecharon un nuevo equilibrio político más a la izquierda que en las décadas anteriores (y que en el resto del mundo) para negociar con la clase capitalista que la administración política del Estado debía retener parte de la renta extraordinaria originada en los inusualmente altos precios de las commodities. Esto se logró no sin conflictos y forcejeos, algunos de magnitud. En general, la burguesía no logró impedir este reparto semiforzado: el fracaso del golpe y luego del lock out petrolero en Venezuela, el de la ofensiva independentista de la burguesía cruceña en Bolivia, el de la rebelión de la patronal rural en Argentina, por no citar otras escaramuzas de menor entidad. Es verdad que se anotó algunos éxitos, como sacar del poder a Zelaya en Honduras y a Lugo en Paraguay, pero el signo general fue favorable a los gobiernos de mediación centroizquierdista, que tenían como base material económica una recomposición de los términos de intercambio (motorizada por la demanda de la industrialización china) como no se veía en décadas, y como base material política, un nuevo ciclo de la lucha de clases en el continente signada por el hartazgo con el modelo neoliberal de los 90.
Por supuesto, no hay independencia absoluta de ambos factores. Pero la novedad hoy es que a esos gobiernos se les acabó la “plata dulce”, y enfrentan además niveles diversos de desgaste específico, según el mejor o peor tino de sus gestiones nacionales. Un índice de esta nueva penuria es que el promedio del balance fiscal para los países de la región está tres puntos del PBI por debajo del de 2009. Esto no es una mera cifra: es la diferencia entre tener margen para gasto fiscal del tipo que sea (en infraestructura o en subsidios, o ambos) y estar al borde de tener que endeudarse para mantener los gastos corrientes. La incógnita es, entonces, qué rumbo adoptarán los gobiernos actuales y qué posibilidades hay de un giro político, a derecha o a izquierda, que cambie el color que lleva el continente desde hace más de una década.
Hemos señalado al pasar la diferencia en la perspectiva política de países que han tenido rebeliones populares más profundas y gobiernos más “centroizquierdistas”: Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador. Mientras que los gobiernos de los dos últimos todavía gozan del favor electoral y sufrieron menos desgaste (también es verdad que llevan menos años en el poder), los dos primeros atraviesan serios problemas económicos y políticos. Con otra diferencia entre sí: en Venezuela la crisis del chavismo es más profunda, pero al gobierno todavía le quedan en principio años de gestión por delante; en Argentina, el gobierno intenta con más éxito sostener un modelo deshilachado, pero este año hay elecciones presidenciales en las que el kirchnerismo no tendrá candidato puro propio, al menos con chances. En Venezuela, más allá de la inestabilidad política, el factor desencadenante de un cambio de gobierno, si se da, será seguramente económico; en Argentina, por el contrario, la dinámica económica estará seguramente (salvo una nueva crisis de deuda con los fondos buitre) subordinada, al menos hasta las elecciones, a los desarrollos políticos.
El caso de Venezuela es particularmente apremiante por la importancia política que tiene el chavismo en la región; de hecho, se trata de la única corriente nacida del ciclo de rebeliones populares que se puede decir que tiene una extensión continental. No haremos aquí un examen siquiera somero de la coyuntura económica venezolana; sólo señalaremos aquí que las dificultades que están enfrentando los demás gobiernos de la región son aquí mucho más agudas. Ello obedece a que la materia prima básica de exportación venezolana, el petróleo (96% de las exportaciones), ha bajado mucho más que el resto. Según un estudio, “Venezuela necesita un precio del barril a 120 dólares para tener equilibrio presupuestario. Es una situación dramática” (“Petróleo barato: incertidumbre en el negocio del fracking”, El Mundo, España, 18-10-14). El precio actual, que no logra superar los 45 dólares, da una medida de la brecha de ingresos estatales y de divisas necesarias.
Justamente, el ocaso de una economía (y una gestión estatal) basada en los petrodólares se manifiesta en una cifra impactante: las importaciones cayeron de 77.000 millones de dólares en 2012 a 43.000 millones en 2014. Este derrumbe impacta de la manera más sensible no sólo en la economía sino en la vida cotidiana de los venezolanos. Un país que sigue importando el 70% de los alimentos y una proporción aún mayor de insumos industriales sufre todo tipo de trastornos cuando ese flujo importador se resiente. Ante la baja de las exportaciones no ya por volumen de producción sino por precio, el consiguiente ajuste de las importaciones significa escasez de todo, lo superfluo, lo necesario y lo indispensable; colas infinitas, mercado negro, corrupción rampante (que no era precisamente inexistente antes de la crisis externa) y violencia urbana.
Este escenario es el caldo de cultivo ideal para todo tipo de operaciones políticas de la embajada yanqui, de la oposición y de las mismas corrientes internas de un chavismo sin líder y sin rumbo. El más reciente acto de este drama ha sido el estreno de un nuevo sistema cambiario de tres tipos de cambio oficiales, que en los hechos implica una devaluación del 70% y convalidar el mercado negro de divisas, en un marco de creciente descontento y malhumor popular, que aún no se traduce, de todos modos, en avance político orgánico de la derecha.
Nos hemos detenido en Venezuela porque es el país donde más dramatismo adquiere el cambio de viento de la economía latinoamericana, pero tampoco hay que perder de vista lo que suceda con Cuba. De importancia económica insignificante, la isla tiene en cambio una influencia política sobre el imaginario ideológico del continente que es difícil de exagerar. Los pasos acelerados a una transición económica pro capitalista al estilo China o Vietnam confirman las peores previsiones que señaláramos en ocasión del VI Congreso del PC cubano (ver Socialismo o Barbarie 25). No nos extenderemos sobre el tema, ya que es objeto de análisis en esta misma edición. Lo mismo vale para la situación específica de la Argentina, que se trata en texto aparte.
A diferencia de los atribulados Maduro y Cristina Fernández de Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa todavía gozan de popularidad y estabilidad. Pero en el caso del primero, “su éxito se debe menos a su ‘anticapitalismo’ que a su adaptación a la ortodoxia económica y a los capitalistas locales. Después de un primer período turbulento (…) ha presidido varios años de estabilidad política y crecimiento económico. Y ha hecho la paz con el capital privado. (…) Correa, como Morales, se está volviendo más pragmático. (…) Hace poco ha negociado un acuerdo comercial con la Unión Europea y ha restablecido los lazos con el FMI. Recientemente, diluyó una nueva ley de bancos por la cual el Estado podía dictaminar el destino de los préstamos de la banca privada” (The Economist, “The travails of ALBA. The more successful of Latin America’s populists have become more pragmatic”, 18-10-14).
La inflamada retórica “antiimperialista” o incluso “anticapitalista” (en el caso de Morales) puede subsistir, pero esas veleidades no pasan del micrófono. La realidad es que hasta la burguesía y las compañías extranjeras radicadas en Bolivia han aprendido a convivir con un gobernante “radicalizado” en los foros pero con el que se pueden hacer muy buenos negocios, con la ventaja adicional de una estabilidad política que las fuerzas de derecha no garantizan.
Ya nos hemos referido a la situación de Brasil bajo el segundo mandato de Dilma y a su giro neoliberal (al que colaboró también lo ajustado de su victoria electoral, apenas tres puntos). Al anuncio de restricción fiscal, aumento de tarifas (¿cómo reaccionarán los “indignados” de junio de 2013?) y control de inflación le seguirán, como la sombra al cuerpo, aumentos de la desocupación y de la pobreza, cuya reducción era bandera de los “logros” del PT.
Otros temas de la agenda de Dilma parecen no menos problemáticos: recomponer lazos con EE.UU., el aumento de la tasa de deforestación en el Amazonas después de una década, la peor sequía de la historia que amenaza con el racionamiento de agua y de energía y el escándalo de corrupción en Petrobras. Según un irónico comentarista neoliberal, las “nobles intenciones” de Dilma de poner rumbo a la ortodoxia pueden no alcanzar. Si bien felicita a la mandataria petista por la designación de Levy, los recortes fiscales y la “tregua con el vilipendiado sector privado” vía los nuevos ministros de agricultura, de comercio y de planeamiento, advierte que “al haber prometido a los brasileños que el ajuste de cinturón sería indoloro, Dilma puede retroceder a los primeros síntomas de descontento. Pero incluso si no lo hace, su recién descubierto interés por las reformas puede no estar a la altura de su capacidad para llevarlas a cabo” (The Economist, “Rough weather ahead”, 3-1-15).
Como decíamos, estamos frente a un momento en que se diluyen las posibilidades de que todo continúe como hasta ahora, y seguramente se avecinan cambios en el statu quo regional que lleva ya una década. El signo de ese cambio dependerá no sólo de un deterioro económico en general no catastrófico pero inevitable, sino, sobre todo, de los desarrollos políticos que, a nuestro modo de ver, están por alumbrar en América Latina.
Desde ya, sólo es posible hablar en términos de escenarios alternativos, que seguramente tampoco serán puros. Un derrumbe sin más del progresismo, al menos en los países clave, y un retorno neoliberal en todo caso “atenuado” es una posibilidad, pero no lo vemos como lo más probable. Acaso tenga más chances una profundización del deterioro de los gobiernos “centroizquierdistas”, con mutación interna hacia el lado neoliberal; es decir, una ampliación de la evolución que empezamos a ver hoy sobre todo, pero no exclusivamente, en Brasil. Aquí, reiteramos, será clave lo que suceda con el proceso venezolano… y el cubano.
En este marco, ¿qué elementos cabe considerar para la eventualidad de un desborde por izquierda a los actuales gobiernos “progresistas” en crisis? En primer lugar, uno muy importante: si no ha habido triunfos categóricos de la movilización de masas en los últimos años en la región, tampoco ha habido derrotas. Las rebeliones se han reabsorbido y ya no tienen el carácter de procesos de desestabilización del orden burgués en general, pero se mantiene instalado el sentido común “antineoliberal”.
La profundidad de ese sentimiento es de una importancia imposible de exagerar, porque pone límites no sólo a los gobiernos actuales, sino también a futuros gobiernos, incluso de signo político más de derecha. En la medida en que los recambios de gobierno se procesen esencialmente por la vía electoral, esas relaciones de fuerza político-ideológicas van a ser intangibles pero muy reales. Tal es la lúcida advertencia de la publicación decana del capitalismo mundial: “El problema es que los líderes de América Latina enfrentan a una población movilizada que se ha acostumbrado a los buenos tiempos. Esto requiere un manejo de estadista políticamente hábil. Donde eso no ocurra, América Latina puede volverse más inflamable en los próximos años” (The Economist, “The great deceleration”, 22-11-14).
En segundo lugar, no hay que suponer que el relativo marasmo sin crisis catastróficas que caracteriza la economía mundial desde hace años va a ser siempre igual a sí mismo. Las consecuencias en términos de aumento de desigualdad ya inquietan a los mismos factores de poder internacional; es el caso de Christine Lagarde, directora del FMI, que lanza advertencia tras advertencia al respecto. Y la respuesta a este sentimiento difuso puede concretarse de la manera y en el lugar más inesperados. No se trata sólo de Grecia, o siquiera de Europa; los casos de rebelión o estallido urbanos que hemos presenciado recientemente (España, Turquía, Brasil y muchos otros) han sido en general fulminantes, no orgánicos y con poca continuidad. Pero no está escrito que deba ser siempre así, y las condiciones para un estallido del descontento están sembradas a nivel global. Como observa un columnista, “durante las tres primeras décadas después de la Segunda Guerra Mundial, la economía global fue, en general, la historia de una marea ascendente que levanta todos los barcos. Ése ya no es el caso: una elite minúscula se queda con la parte del león del crecimiento global. Para los de abajo, y cada vez más también para los del medio, se trata de ajustes de salarios, alto desempleo, deuda, austeridad y pobreza. Las 85 personas más ricas del planeta suman la misma riqueza que la mitad de la población del mundo, pero parecen olvidar el riesgo de una extendida agitación social. Lo mismo les pasaba, por supuesto, a los Borbones y a los Romanov” (Larry Elliott, “Five signs that the global economic recovery may be an illusion”, The Guardian, 8-4-14).
Y en tercer lugar, pero para nada último en importancia, otra de las manifestaciones que a nivel global y regional tiene la continuidad de la “nueva normalidad” mediocre de la economía, junto con el desgaste de las opciones de centroizquierda, es que se verifican avances de la izquierda “radical” (a veces trotskista, a veces no), que por ahora, paradójicamente (pero a tono con las características del ciclo político), aún son más de tipo electoral que orgánicos. Es muy pronto todavía para procesar el impacto de esos avances, pero un desarrollo más traumático de las crisis económicas y políticas (algo que no está en absoluto fuera de la agenda, al contrario) puede hacer que empiecen a transformarse en puntos de referencia para sectores más amplios que los de vanguardia. Hacia esa perspectiva podemos apostar, y en ese sentido debemos prepararnos.