Por Josè Luis Rojo


Temas: ,

 

 

“–¿A dónde van? –preguntó La Nación a un grupo de afganos y paquistaníes que subían a un ómnibus. –A un campo –respondió una jovencita con una sonrisa que le iluminaba la cara. Suzanne sostenía en la mano el certificado de registro, sésamo raro que le abrirá las puertas a la futura solicitud de asilo. Al extranjero desprevenido, en pleno corazón de Munich, ese ‘voy al campo’ consigue, por el contrario, helarle la sangre” (Luisa Corradini, La Nación, 5 de septiembre del 2015).

 

En medio de la crisis de los refugiados que conmueve Europa (una población sobrante que la mundialización capitalista deja afuera de toda perspectiva), acabamos de terminar la lectura de una obra del historiador italiano Enzo Traverso titulada La historia desgarrada. En ella se repasa el debate intelectual generado en la segunda posguerra acerca de los campos de exterminio del nazismo.

Nuestra idea es tomar el texto como disparador para llevar adelante una somera reflexión crítica acerca de lo que podríamos llamar “la condición humana” luego de Auschwitz; dicho de otro modo, indagar la expresión más extrema de la contrarrevolución en el siglo pasado.

Experiencia que quedó marcada a fuego en la conciencia de vastas porciones de la población europea y que se está expresando ahora bajo la forma de una extraordinaria sensibilidad democrática en aquellos que se solidarizan con los inmigrantes ilegales (sobre todo en Alemania), y que cuestionan la reaccionaria idea de una “Europa fortaleza” cerrada a la población foránea (sobre todo la de origen musulmán).

 

Un proceso de deshumanización

 

El texto de Traverso tiene varias ideas alrededor de las cuales se organiza; la primera tiene que ver con lo que podría llamarse “la condición humana en el siglo XX”. Es decir: hasta qué punto ese estatuto fue cuestionado por la terrible experiencia de los campos de exterminio; una circunstancia de desgarro de la historia como agudamente se caracteriza desde el título de la obra.

Traverso hace un recorrido por varios autores que vivieron esta experiencia: Primo Levy, Jean Amery y Paul Celam, que pasaron por los campos de concentración y sobrevivieron a ellos. También recorre las obras de Hannah Arendt, Günther Anders, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, que dedicaron reflexiones a dicha experiencia.

Lo primero a destacar es, entonces, el proceso de deshumanización que se vivió en los campos de exterminio[1]. Lo que se experimentó en ellos fue un verdadero “infierno de este mundo”. Un límite extremo de la experiencia humana (Levy): el pelo rapado, la quita de todas las pertenencias, los suecos de madera que apenas permitían caminar, el tatuaje de un número en el brazo de cada internado. Estos son algunos de los rasgos de este proceso de quita de atributos como persona: “sabemos por la cruel realidad de los últimos años que una persona desnuda pierde inmediatamente la fuerza para resistir, para luchar contra su destino” (Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo, 1941-1945, compilado por Antony Beevor, Crítica, Barcelona, 2010, pp. 360).

Arendt anotaba –destaca Traverso– este proceso por el cual las personas eran asesinadas como animales (peor aún: porque hasta en la matanza de animales debe haber elementos de humanidad). Graficaba así lo que estaba en juego en los campos de exterminio: “En 1946 hablaba de las ‘fábricas de la muerte (death factories)’ nazis, donde se mataba ‘como se mata ganado’ a seres humanos reducidos a una ‘igualdad monstruosa’, sin fraternidad ni humanidad, y en las que se ‘reflejaba la imagen del infierno” (El final de la modernidad judía, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2014, pp. 128).

Una “igualdad monstruosa” porque expresaba la reducción de las personas a un “mínimo común denominador”: como bestias camino al matadero (no era casual que los trenes de transporte de deportados fueran, mayormente, trenes de acarreo de ganado).

Es sabido que el capitalismo llegó “chorreando sangre y lodo por todos sus poros” (Marx). Sin embargo, Auschwitz significó un evento cualitativo: la masacre industrializada de toda una población: la muerte de millones en un espacio temporal increíblemente reducido, cuyo apogeo no duro más de dos años (1942-1944).

De cualquier manera, no nos interesa aquí dar descripciones empíricas del fenómeno, sino “atrapar” lo que de más irreductible tuvo: el intento de reducir a los seres humanos a la condición de bestias (una suerte de “subhumanos”): “(…) se expoliaba a los hombres su humanidad hasta el punto de vaciar de sentido la noción misma de solidaridad; se volvían incapaces de reconocerse como víctimas ante sus perseguidores. En el universo concentracionario, la dignidad humana había sido aniquilada (…) la conciencia, la capacidad de pensar y juzgar han sido destruidas” (Arendt citada por Traverso en La historia desgarrada, ídem, pp. 94).

Levy, Amery y Celam vivieron en carne propia la experiencia de los campos de la muerte y trataron de “exorcizarla” escribiendo acerca ella (lamentablemente, los tres terminaron suicidándose). Una cuestión llama la atención: hablan de Auschwitz como de un acontecimiento “incomprensible”: algo sobre lo que cuesta desentrañar su verdad, su racionalidad: “un agujero negro de la historia” (como lo definió el primero[2]).

El objetivo del nazismo fue establecer un “enemigo común” alrededor del cual unir –por encima de las clases sociales– a todo el “pueblo alemán”. La clase obrera alemana sufrió una derrota histórica con el ascenso de Hitler al poder. Abraham León (joven militante trotskista de origen judío asesinado por los nazis en Auschwitz a finales de 1944), señaló tempranamente este sentido de clase de la persecución del pueblo judío: generar una idea de unidad nacional contra un “enemigo externo” que diluyera el conflicto de clases.

Las “fábricas de la muerte” significaron una experiencia tan radical en materia de ruptura de los lazos humanos que costó explicarla en términos de “racionalidad”: “(…) ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichman e infinitos otros. Esto nos desorienta y a la vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos (…)” (Primo Levy, Si esto es un hombre, Apéndice de 1976).

En el mismo sentido iba la reflexión de Günther Anders de que los campos deshumanizaban no sólo a las víctimas sino también (¡y primariamente!) a los victimarios. De ahí que apareciera la figura del “funcionario”, el “burócrata de la muerte”, como alguien perfectamente “normal” que organiza asesinatos en masa como cualquier otra tarea. Alguien “sin alma”, formal: un burócrata en el sentido pleno de la palabra.

Walter Sier, antiguo jefe de la oficina 33 de la Reichsbahn (ferrocarril alemán) bajo el nazismo (¡y también después, en la República Federal!) respondía de la siguiente manera ante la pregunta de Claude Lanzmann, director de la película Shoa: “No puse jamás los pies en Treblinka. Me quedé en Cracovia, en Varsovia, pegado a mi escritorio. –Usted era un… –Yo era un burócrata” (Shoah, Fayard, París, 1985, pp. 169[3]).

Diálogo revelador. Sier da una de las definiciones más universales del burócrata: aquel que despacha asuntos (¡eventualmente tremendos!) sin pisar nunca el “barro”: el terreno real donde esos asuntos se sustancian.

 

La doble vía de la técnica  

 

Un tópico que recorre esta obra de Traverso es el abordaje de las potencialidades de la técnica. Criticando la visión ingenua del marxismo de la Segunda y Tercera Internacionales (bajo Stalin), se rechaza la idea de que la técnica pudiera ser “neutral”: garantía por sí misma de progreso.

Traverso insiste en que el nazismo fue el producto de una original combinación entre sus inclinaciones socio-políticas contrarrevolucionarias aunadas a la técnica más moderna.

El debate alude a los problemas que engendró el desarrollo técnico en las condiciones de relaciones de producción capitalistas (y/o burocratizadas). Comenta para ello la obra de Günther Anders, que colocaba a la técnica como la causante de los problemas: el peligro de autodestrucción de la humanidad (cuyo máximo exponente ve en Hiroshima).  

Traverso ubica la filiación del debate contemporáneo sobre la técnica en Heidegger (un filósofo de conocidas inclinaciones por el nazismo). Su abordaje reaccionario, objetivista y anti-humanista ponía a la técnica por encima del hombre: “(…) en la modernidad, el hombre ya no es sujeto sino simple ‘funcionario’ de la técnica” (Traverso acerca de Heidegger en La historia desgarrada, pp. 120).

El historiador italiano recuerda que Albert Speer, eficiente ministro de Armamento de Hitler, fue uno de los máximos exponentes de esta concepción instrumental de la técnica: “El peligro es que el automatismo del progreso lleve la despersonalización del hombre más lejos, desinteresado más y más por su propia responsabilidad. Impactado (Dazleed) por las posibilidades de la tecnología, dediqué años cruciales de mi vida a servirla. Pero al final mis sentimientos sobre esta son escépticos” (A. Speer, Inside the Third Reich, Sphere Books Limited, Londres, 1971, pp. 698).

También subraya cómo toda una generación de pensadores de la escuela de Frankfurt se formaron con Heidegger: entre ellos Herbert Marcuse y Günther Anders (este último por un tiempo esposo de Hanna Arendt, la que también se formó con Heidegger).

Anders fue un filósofo y reconocido activista contra las armas nucleares en la segunda guerra. De filiación marxista, rompió con Heidegger sin dejar de compartir muchas de sus preocupaciones.

Eso sí: Heidegger era un reaccionario que postulaba como “inevitable” esa subordinación humana a la técnica; Anders rechazaba la técnica “in toto” en una suerte de inversión completa de postulados, y se caracterizaba por un humanismo radical: criticaba a Heidegger por su “filosofía de la vida hostil a la vida” (recordemos que este último señalaba que el principio ontológico fundamental del hombre era “el ser para la muerte”[4]).

La principal obra de Anders, La obsolescencia del hombre, trata de los problemas creados por la dominación de la técnica; una reflexión acerca de Auschwitz e Hiroshima como producto de este desarrollo técnico y las posibilidades de destrucción de la humanidad contenido en él.

Señala Traverso (parafraseando a Anders): “La primera revolución industrial engendró las máquinas como medios de producción; la segunda, cuya consecuencia fue la extensión de la producción mercantil al conjunto de la sociedad (todas las necesidades quedan satisfechas por mercancías), desencadenó la colonización de la humanidad por la técnica; la tercera dejó obsoleto al hombre y preparó su sustitución por la técnica. Convertida de este modo en ‘sujeto de la historia’, la técnica conquistadora amenaza con destruir toda la humanidad. La transformación de la técnica en sujeto de la historia también implica inevitablemente el final de la historia (Endzeit), pues no puede haber historia cuando los hombres ya no son los actores. Para Anders, el siglo XX se sitúa, pues, bajo el signo de la catástrofe” (Traverso, La historia desgarrada, pp. 119).

Apresurémonos a señalar que la idea de que no puede haber historia cuando los hombres no son su sujeto es aguda porque, efectivamente, la historia es por su contenido el evento de la humanidad llevando adelante su propia obra, su propio desarrollo.

El abordaje de Anders tenía el valor de subrayar los posibles efectos de la técnica. Sin embargo, tenía el problema de colocarla como “el sujeto de la historia” considerándola, además, irremediablemente negativa. Traverso critica el carácter unilateral de este abordaje: perdía de vista que no es la técnica la que produce estos daños, sino el contexto de relaciones sociales en la que está inserta.

A diferencia de lo que opinaba Anders, la transformación de la técnica en fuerza destructiva no es la única vía posible: “La visión heideggeriana de la técnica, ontologizada como verdadera condición humana en el mundo moderno, encuentra su equivalente en una obra como La obsolescencia del hombre, donde es sistemática y exclusivamente percibida como una fuente de alienación y, a diferencia de Benjamin y Fourier, nunca como una posible ‘clave para la felicidad’ de la humanidad” (La historia desgarrada, ídem, pp. 121).

Y agregaba Traverso: “Si la técnica ha sustituido a los hombres en el papel de sujeto de la historia, sería vano buscar una responsabilidad humana para las guerras, crímenes y violencias del siglo. Así Auschwitz e Hiroshima serían consecuencia de la técnica, no de elecciones y actos humanos. La humanidad quedaría arrinconada en una condición de subalterna ontológica donde las nociones de responsabilidad y culpabilidad ya no tendrían sentido” (La historia desgarrada, ídem, pp. 127).

 

“Aquí no hay porqués”

 

Traverso apela a Weber y Kafka para tratar la burocracia contemporánea. Habla de afinidades en el análisis de ambos autores.

La idea de una racionalidad instrumental, ajena a los intereses humanos, es común a ambos, lo mismo que un abordaje extremadamente escéptico de los asuntos: “Weber no veía ninguna alternativa posible a esta civilización del cálculo, la administración, la frialdad técnica, y la muerte del espíritu. El socialismo le parecía la amenaza de una dominación burocrática aún peor que la del capitalismo liberal” (La historia desgarrada, ídem, pp. 53).

Lo más interesante es la reflexión acerca de Kafka. Traverso destaca que este mostraba de manera expresiva este proceso de “burocratización de la vida” y de reducción del hombre a simple engranaje que se manifestaba como una de las tendencias del sistema capitalista a comienzos del siglo pasado y que tenía elementos anticipatorios a lo que se vendría con el nazismo: “Lo que se sitúa en el centro de sus escritos es la eliminación del hombre en un mundo transformado en un universo opresor e incomprensible. La racionalización y la dominación burocráticas descritas por Weber adquieren en Kafka la forma de un caos indescifrable donde la ley se ha perdido o, peor aún, se ha transmutado en el código secreto de un orden infernal (…) Para Kafka, como para Max Weber, el poder es una suerte de ‘jaula de hierro’ que aprisiona a los individuos” (La historia desgarrada, ídem, pp. 57).

Dos aspectos se ponen sobre la mesa: las consecuencias en la sociedad de este proceso de racionalización y burocratización de la vida y, al mismo tiempo, el análisis de los funcionarios: Traverso destaca que Kafka tenía una aguda percepción a este respecto dado que trabajaba en una importante empresa de seguros.

Traverso también trabaja con el concepto de burócrata en Arendt. Tiene páginas brillantes al analizar “la banalidad del mal”, un concepto que creó a partir de su participación en el juicio a Adolf Eichman en 1961[5].

Se trata de un estudio acerca de la personalidad de los burócratas encargados de administrar el genocidio y su descubrimiento de que realizaban su trabajo de manera rutinaria, como cualquier otro.

El mismo fenómeno representaba Kafka en un personaje de El proceso (Joseph K): “Mi oficio es zurrar, por eso zurro’. Traverso señala que Günther Anders vio en esta figura del matón el prototipo de los empleados de la SS de los campos de exterminio nazis, al tiempo que recuerda (también en Kafka) a los burócratas como personas “de cortos alcances”, “especialmente partidarios del aparato”.

Nuevamente hay dos aspectos que se destacan: uno, la naturaleza “amoral” de los encargados administrativos del genocidio (concepto anticipatorio que se encuentra en Kafka). Y segundo, su falta de responsabilidad (irresponsabilidad) sobre las consecuencias de su trabajo (Arendt).

Arendt era aguda cuando retrataba a la burocracia encargada del genocidio judío como un personal sin “alma”, que encara este “trabajo” como cualquier otro, que casi no pone “los pies en el barro” de los campos y que no asume responsabilidad alguna por lo que está haciendo: sólo recibe órdenes y las ejecuta, no tiene ningún conflicto moral.

De ahí que hablara de Eichman como de una persona “normal”, que no se caracterizaba por ningún rasgo sobresaliente, salvo su mediocridad e “irresponsabilidad” sobre las consecuencias de sus actos.

Marcaba así una “tipología ideal” del burócrata del siglo XX: ser simple engranaje de una máquina al que no le interesan los fines de su acción: sólo llevarla a cabo de manera eficiente (una racionalidad de medios y no de fines, según Weber).

De esta comprobación Arendt desprendía la idea de que el mal “no podía ser radical”: no tiene “profundidad”: es banal. Y que sólo es profundo el bien, la verdad. Una reflexión que hace parte del pensamiento marxista: sólo la verdad puede ser radical, revolucionaria.

De forma concomitante podemos abordar la respuesta que un SS le daba a Primo Levy: “aquí no hay porqués”. Era la expresión de esa forma “muda” de comportarse de la burocracia genocida: su arbitrariedad carente de toda razón, inhumana.

 

 

[1] Traverso diferencia entre campos de concentración (a priori determinados no directamente a matar a sus ocupantes sino a esclavizarlos) y de exterminio (cuyo objetivo principal era el asesinato en masa); a los efectos de este texto nos referiremos a ellos como análogos.

[2] Traverso señala que Paul Celam se erigió contra la tesis de la presunta “incomunicabilidad” o “indecibilidad” de la aniquilación: con su poesía trató de darle “voz” a esa experiencia.

[3] Se puede ver la conversación completa con Lanzmann en internet.

[4] En otros trabajos hemos criticado su antihumanismo radical opuesto al humanismo que recorre la obra de Marx: “ser radical es tomar las cosas por su raíz. Y en el hombre la raíz es el hombre mismo”. La idea heideggeriana del “ser para la muerte” significa la negación completa de las potencialidades transformadoras del hombre: si todo se reduce a la muerte: ¿para qué pelear por modificar las condiciones de existencia de la humanidad?

[5] Arendt rechazó que fuera juzgado en Israel. Lo más correcto, afirmaba, era que lo hubiera juzgado un tribunal internacional dada la naturaleza de crimen contra la humanidad de los actos que perpetró. Su obra sobre el juicio, Eichman en Jerusalén, fue condenada por representantes del sionismo no solamente por el concepto de “banalidad del mal”, sino por haber levantado la voz contra las autoridades judías de los guetos y países de Europa oriental que cooperaron con la deportación de su propia población, un hecho que el sionismo siempre intentó barrer bajo la alfombra.

 

 

Dejanos tu comentario!