Marcelo Yunes
Este texto es parte de otro mayor, “El fin de la «década dorada»”, publicado en la revista SoB 29 de abril de este año. Consideramos que a la luz de los desarrollos económicos y políticos en la región en los últimos meses, como la crisis de los gobiernos de Dilma Rousseff y Nicolás Maduro y, especialmente, el triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de Argentina, el análisis cobra renovada actualidad. El análisis que aquí presentamos establece puntos de referencia explicativos para el reciente deterioro de los fundamentos económicos de los gobiernos “progresistas” de América Latina, y apunta a dar un marco a la posibilidad de procesos como los que han tenido lugar desde su publicación.
La primera y más importante definición a dar sobre la marcha de la economía latinoamericana es constatar el final del boom de precios de las materias primas, de recomposición de términos de intercambio (esto es, la relación entre los precios de los bienes importados y exportados) y de acortamiento de la brecha del desarrollo económico entre países del centro y de la periferia (“emergentes”) capitalista. Más mediadamente, pero de manera no menos estructural, empieza a cuestionarse el relativo pero real proceso de “ascenso social” y reducción de la pobreza en curso durante cerca de una década. Las consecuencias económicas, sociales y políticas de este verdadero “fin del ciclo” que benefició a los países latinoamericanos (y en general a buena parte de la periferia) aún no se hacen sentir con toda fuerza, pero la inversión del curso general anterior parece, según el juicio prácticamente unánime de analistas de todas las tendencias, consolidada y por un buen período.
Como dijera el economista argentino Mario Blejer, ex funcionario de organismos internacionales y de varios equipos económicos oficiales en su país (y asesor del candidato oficialista derrotado Daniel Scioli), en su intervención en el Foro Mundial de Davos, en enero de 2015: “La fiesta se ha terminado”.
El fin de una fantasía populista
En verdad, el ciclo favorable alimentó algo más que a millones de latinoamericanos que salieron de la pobreza extrema, a nuevos sectores de clase media y a los gobiernos centroizquierdistas que a la vez dieron impulso y se beneficiaron de este proceso. Generó en muchos de esos gobiernos (y, hasta cierto punto, en el clima político de sus respectivas sociedades) una ilusión geopolítica, una supuesta base material para una lectura de un mundo “cada vez más multipolar”, que se alejaba de las coordenadas clásicas (y marxistas) de una configuración del planeta moldeada por la realidad de la contradicción entre países imperialistas y países explotados por el imperialismo.
Nos explicamos: esta visión de un mundo de “suma cero”, donde a largo plazo la distancia entre el centro desarrollado y la periferia atrasada tiende a crecer, con una imposibilidad estructural de que todos los países se vuelvan igual de desarrollados, es harto peligrosa para corrientes políticas y gobiernos como los de Chávez-Maduro, Evo Morales, Correa, los Kirchner, etc., por una razón muy simple. Ninguno de estos gobiernos, más allá de la retórica más fuerte de algunos, cuestiona de verdad el orden del capitalismo imperialista, y a lo sumo aspiran a reacomodar a sus países en ese orden global en términos más “igualitarios”, de menos sumisión. Buscan, sobre todo, conservar un margen real de decisión política “soberana”, pero sobre la base de aceptar y convalidar, no rechazar o combatir, el mundo capitalista globalizado.
Ahora bien, ese imaginario de un orden mundial capitalista, pero menos opresor; con países imperialistas, pero con una periferia capaz de sostener procesos económicos y políticos “autogenerados” sin mayor intervención u hostilidad de las potencias capitalistas centrales, tuvo durante una década una aparente base material. Entre 2000 y 2010, la tasa de crecimiento anual del conjunto de las economías emergentes (incluso si no se considera la excepcional performance de China) fue de unos 4,5 puntos más alta que la de EE.UU., para no hablar del resto del mundo desarrollado. Según The Economist, “si el mundo emergente hubiera sido capaz de mantener estos 4,5 puntos de crecimiento de ventaja respecto de los países ricos, sin considerar otras variables, el ingreso promedio per cápita de los emergentes habría coincidido con el de EE.UU. en no más de 30 años. Una convergencia tal representaría un cambio histórico, que sólo habría rivalizado en magnitud con la extraordinaria industrialización que abrió las brechas globales entre los países ricos y el resto” (“The headwinds return”, 13-9-14). Dicho en lenguaje marxista: la continuidad durante 30 años más de esa disparidad de crecimiento a favor de la periferia la habría hecho, desde el punto de vista de los ingresos de la población, indistinguible de los países ricos, lo que no es otra cosa que el fin del imperialismo como realidad y como teoría.
Pues bien, tal no ha sucedido.
Más bien, estamos presenciando un “regreso a la normalidad”, y en varios sentidos. Como constata con alivio el citado artículo de The Economist, el proceso de catch up (esto es, de que los emergentes “descuenten distancia” económica respecto de los países desarrollados), que tuvo lugar durante una década, “era una aberración”, entendida no en el sentido moral, sino el científico, es decir, el de “desviación del tipo normal”; más simplemente, una anormalidad.
Como señaló el mismo medio tiempo después: “Fue hermoso mientras duró. En un período dorado entre 2003 y 2010 las economías latinoamericanas crecieron a una tasa anual promedio cercana al 5%, los salarios subieron y el desempleo cayó, más de 50 millones de personas salieron de la pobreza y la clase media llegó a más de un tercio de la población. Pero ese crecimiento acelerado se terminó. Lo que algunos veían con preocupación como una nueva normalidad de expansión del 3% anual está resultando mucho peor que eso. Las economías de la región crecerán, en promedio, sólo alrededor del 1,3% en 2014. (…) Latinoamérica se está desacelerando mucho más rápido que el resto del mundo emergente” (“The great deceleration”, The Economist, 22-11-14).
En otras palabras: la perspectiva del catch up, que había entusiasmado a gobiernos, economistas y tecnócratas de la región (y de otras regiones atrasadas) y que daba sustento a la fantasía de la “soberanía nacional creciente en un mundo multipolar”, cede paso a la realidad de una normalización de las dinámicas económicas respectivas del centro y la periferia del mundo capitalista. Si la década dorada de los “vientos de cola” prometía un catch up de 30 años con una tasa diferencial de crecimiento de 4,5 a favor de los emergentes, ya en 2013 esa diferencia se había reducido al 1,1% (el 2,6% si se contaba a China), lo que estiraba el catch up a 115 años. Y en 2014 la ventaja de los emergentes respecto de EE.UU. se había reducido a apenas el 0,39% anual, lo que “pospondría la convergencia entre ambos a más de 300 años, lo que es indistinguible de nunca, tal como son las sociedades de hoy” (“The headwinds return”, The Economist, 13-9-14). Sic transit gloria emergenti… y así se acaba la ilusión de una igualación del mundo capitalista sobre la base de una tendencia que duró una década. Período que puede parecer largo para una generación, o para corrientes políticas de visión poco estratégica, pero que es un suspiro para la sólida y estable configuración del capitalismo imperialista.[1]
Ahora bien, ¿no será una exageración? ¿No estaremos cayendo en el mismo error de criterio de los gobiernos centroizquierdistas latinoamericanos, a saber, tomar como tendencia firme lo que no es más que una coyuntura pasajera? ¿Acaso no es posible que la periferia en general y la latinoamericana en particular retomen la senda del crecimiento sostenido, con tasas por encima de los países desarrollados?
Por lo pronto, no es lo que indican los datos económicos de los últimos tres años. Pero acaso más relevante que justificar la continuidad del actual crecimiento débil sea explicar lo excepcional y contingente del ciclo anterior: “Los factores que convirtieron a ese período en excepcional no pueden replicarse con facilidad, si es que pueden hacerlo en general. (…) La destrucción de las grandes esperanzas nacidas en la última media generación resulta cada vez más probable. (…) Hay varias razones por las cuales es probable que el ritmo del catch up se vuelva más lento de manera permanente. Una es que el boom de precios de los 2000 fue algo por única vez. (…) La parte del león de ese crecimiento se debió a China. La explosión de comercio global y el ascenso de los precios de las materias primas que acompañaron la industrialización de China, notablemente rápida y orientada a las exportaciones, alentaron a otras economías emergentes. Y China no puede volver a industrializarse desde cero otra vez. (…) Es de temer que ese catch up rápido haya sido también superficial, de un tipo que no podía autosostenerse” (The Economist, cit.).
Este nuevo contexto está en la base de un lento y gradual pero discernible cambio de orientación en los gobiernos latinoamericanos, especialmente los de países más expuestos a tendencias desfavorables. Hay una búsqueda de otro equilibrio macroeconómico y de cuenta corriente, aceptando la realidad de menos ingresos por exportaciones (en general por la caída de precios) y menos inversión extranjera directa, aspectos que veremos con mayor detalle más abajo.
Deterioro, no derrumbe
Dicho esto, es necesario hacer una segunda definición: la reversión de la tendencia decenal favorable a Latinoamérica (como parte del “mundo emergente”) no significa ni un regreso exactamente al mismo punto de partida ni la inminencia de una catástrofe. Lo acumulado en más de una década no se esfumará en dos años. En términos generales, los países de la región tienen hoy más espalda para capear los vientos de frente que tienden a reemplazar a los vientos de cola del período anterior. Tampoco el mundo es el mismo, naturalmente. Pero, sobre todo, en el plano de lo estrictamente económico Latinoamérica en su conjunto, aun enfrentando un panorama decididamente más adverso, difícilmente vaya barranca debajo de manera brusca, en virtud de una serie de desarrollos y mediaciones que operan como eventuales amortiguadores de crisis externas. En ese sentido, si la bonanza de los años dorados se ha ido de la región para no volver, es necesario tener cautela en cuanto a pronósticos catastrofistas o demasiado unilaterales para Latinoamérica tomada en su conjunto.
Entre esos mecanismo de amortiguación cabe señalar los siguientes. En primer lugar, varios de los países de la región han aprovechado este miniciclo favorable para mejorar su frente financiero externo. Esto se manifiesta esencialmente en dos planos: una acumulación importante de reservas internacionales en divisas (con fuertes desniveles, dado que no es el caso de Venezuela y Argentina) y una mejora del perfil de deuda externa, fuere por alargamiento de los plazos de pago, fuere por reducción de las tasas de interés que se pagan, o fuere, sobre todo, por una reducción de la proporción de esa deuda en divisas y un crecimiento relativo de la deuda nominada en moneda propia. Esto último hace esa deuda más manejable, más fácil de pagar (o renovar) y menos sujeta a la penuria de divisas, tara crónica y estructural de los países dependientes que el ciclo reciente no eliminado en modo alguno, aunque sí ha atenuado sus efectos a corto plazo.[2[
En segundo lugar, el boom exportador de la región, cuya cuantificación haremos más abajo, ha detenido su ímpetu –de hecho, ya van tres años de estancamiento–, pero no hay un descenso catastrófico de los niveles y saldos de comercio exterior. Lo que hay es, más bien, el fin de una curva de ascenso que se extendió más de diez años, a caballo de una demanda (y un nivel de precios y términos de intercambio) que gozó de buena salud por una década. Otra cosa es que, como veremos, el perfil exportador de Latinoamérica haya superado sus problemas históricos; en verdad, el ciclo favorable no hizo más que profundizar los desequilibrios congénitos de la relación de la región con el resto del mundo capitalista, en términos de su dependencia de las exportaciones de materias primas e importaciones de bienes de capital.
El tercer factor a tener en cuenta a la salida del ciclo económico favorable es, justamente, expresión de lo que decíamos respecto de la “herencia” de ese ciclo. Como señalamos, el rol de China fue decisivo tanto en el aumento de la demanda como en la suba de precios de materias primas en este período, y ha pasado a ser, para los países de la región, un socio comercial decisivo, el segundo después de EE.UU. incluso por encima del conjunto de la Unión Europea. Esta sociedad ha llegado para quedarse, modificando de manera sensible el equilibrio geopolítico de la región, ya que las consecuencias de las relaciones sino-latinoamericanas, que comenzaron por lo comercial, se han extendido ya a otros ámbitos más estratégicos, desde la asistencia financiera hasta, incluso, lo militar. En verdad, uno de los principales motivos de preocupación para los gobiernos latinoamericanos es la ralentización del crecimiento en China.
Se abre un nuevo período
Ahora bien, una vez considerado el peso de estos factores (que no son los únicos, pero sí, creemos, los más importantes), hay que decir que la coyuntura, o acaso período, que se abre para la economía de los países latinoamericanos, tiene un claro sentido de más obstáculos y menos facilidades. Con las indudables desigualdades en las que luego profundizaremos, la presión externa va a ser mayor, y en general en el sentido de ajuste neoliberal. Aunque sin duda hay que seguir el comienzo de una experiencia europea con gestiones que se presentan, precisamente, como “antiajuste”, el devenir económico de la región estará fuertemente atado a una variable política: el rumbo y destino de los gobiernos de mediación centroizquierdista del continente. La segunda gestión de Dilma Rousseff en Brasil ya marca una tónica de relativa derechización y ajuste “ortodoxo”, cuyos márgenes y límites habrá que seguir con atención. En tanto, la perspectiva de cambio de gobierno en Argentina a fin de año y la evolución de la profunda crisis del Estado, el gobierno y la economía venezolanas pueden inclinar la balanza en el sentido de la persistencia de relaciones de fuerza más a la izquierda que en el resto del globo o en el de un cambio (con la incógnita de su ritmo y profundidad) hacia una “normalidad” más parecida a la que rige en otras regiones.
Recapitulemos brevemente. El fin del boom de precios de las materias primas cambia sustancialmente el marco de referencia para todas las economías latinoamericanas. La ralentización del crecimiento (en los países más golpeados, como Venezuela y Argentina, directamente recesión) ataca uno de los pilares de la estabilidad de los gobiernos de la región en toda una década. Ese pilar fue el conjunto de mecanismos redistributivos que mejoraron la capacidad de consumo de amplios sectores populares, sin por eso transformar en lo esencial la estructura de propiedad y de organización de la producción. La novedad hoy es que a esos gobiernos se les acabó la “plata dulce”. Así, se diluyen las posibilidades de que todo continúe como hasta ahora, y seguramente se avecinan cambios en el statu quo regional que lleva ya una década. El signo de ese cambio dependerá no sólo de un deterioro económico en general no catastrófico pero inevitable, sino, sobre todo, de los desarrollos políticos que, a nuestro modo de ver, están por alumbrar en América Latina.
En este marco, ¿qué elementos cabe considerar para la eventualidad de un desborde por izquierda a los actuales gobiernos “progresistas” en crisis? En primer lugar, uno muy importante: si no ha habido triunfos categóricos de la movilización de masas en los últimos años en la región, tampoco ha habido derrotas. Las rebeliones se han reabsorbido y ya no tienen el carácter de procesos de desestabilización del orden burgués en general, pero se mantiene instalado el sentido común “antineoliberal”.
La profundidad de ese sentimiento es de una importancia imposible de exagerar, porque pone límites no sólo a los gobiernos actuales, sino también a futuros gobiernos, incluso de signo político más de derecha. En la medida en que los recambios de gobierno se procesen esencialmente por la vía electoral, esas relaciones de fuerza político-ideológicas van a ser intangibles pero muy reales. Tal es la lúcida advertencia de la publicación decana del capitalismo mundial: “El problema es que los líderes de América Latina enfrentan a una población movilizada que se ha acostumbrado a los buenos tiempos. Esto requiere un manejo de estadista políticamente hábil. Donde eso no ocurra, América Latina puede volverse más inflamable en los próximos años” (The Economist, “The great deceleration”, 22-11-14).
Notas
Un factor común a todos los gobiernos “progresistas”, aun con sus fuertes matices, fue que ninguno de ellos modificó en sentido profundo o duradero la forma de funcionar de sus economías capitalistas nacionales. El “modelo” económico de los gobiernos nacidos del ciclo de rebeliones populares se concentró en los cambios en la distribución del ingreso, no en la estructura productiva ni en la inserción en el mercado mundial. Así, lejos incluso de las veleidades de transformación gradual, pacífica y dentro de los marcos del capitalismo que proponía el modelo desarrollista cepaliano, los gobiernos “progresistas” fueron, todos ellos, incapaces de ninguna modificación sustancial del perfil productivo de sus países.
Aun contando con la ventaja de los beneficios extraordinarios provistos por un el ciclo (de un decenio) de altos precios de las materias primas, ninguno fue capaz de aprovechar ese flujo de recursos “llovidos del cielo” para reducir la dependencia respecto de los productos primarios. Más bien al contrario, esa dependencia se reforzó, y en todo caso lo más a que aspiraron esos gobiernos fue a capturar para el Estado (y por ende, para su capacidad de gestión “redistributiva”, no para nada que se pareciera a una planificación de desarrollo, incluso capitalista) una porción mayor de lo habitual de esa renta que, en los 90, hubiera quedado casi íntegra en las arcas de las grandes empresas exportadoras (nacionales y, sobre todo, internacionales).
Así, el horizonte estratégico de estos gobiernos está muy por detrás hasta de los propios proyectos nacionalistas burgueses clásicos de los años 50 y 60. Ya no se trata siquiera de proponer un “modelo de desarrollo” sin confrontar con la propiedad y la clase capitalistas, sino apenas de administrar una renta extraordinaria (en el doble sentido de su volumen y de su excepcionalidad) apuntando no a metas productivas sino esencialmente redistributivas… y de seguro impacto electoral. Dicho rápidamente, toda la “estrategia” económica de estos gobiernos consiste en garantizar la supervivencia política de sus proyectos vía la seducción de un electorado más satisfecho con su capacidad de consumo. Si esto se hace de manera “virtuosa” (con transformaciones reales, aunque limitadas, de la estructura productiva, aumentado por ejemplo el número de empleos de calidad) o “populista” (con subsidios directos e indirectos), es algo que importa poco y se termina resolviendo por la línea de menor resistencia… que suele ser el segundo camino.
Sin transformación de la estructura productiva, el resultado obligado es apoyarse en los bienes tradicionales primarios, fuente primera y principal de divisas por exportaciones. Esa dependencia respecto de los renglones exportadores de materias primas casi sin transformación no sólo hace a cualquier país mucho más expuesto a los súbitos vaivenes de precios y a la tendencia secular (interrumpida decenalmente) al deterioro de los términos de intercambio. Más grave que eso es que semejante estructura tiende a reproducirse y a ahogar cualquier intento de reequilibrio en el sentido de promover un sector industrial más fuerte o con una tecnología menos dependiente de los insumos externos. Por el contrario, en una manifestación característica del desarrollo desigual y combinado de los países atrasados, los escasos sectores industriales y/o de alta tecnología de la región están sumidos en nichos muy concentrados, direccionados a aprovechar ciertas ventajas competitivas, administrados por empresas multinacionales y sin conexión o “derrame” al conjunto del entramado productivo.
Además, cabe suponer que lo que no se hizo en el momento más favorable del ciclo, difícilmente se lleve a cabo cuando comienzan los verdaderos problemas. De ahí que el diagnóstico general para los gobiernos de los países de Latinoamérica nacidos bajo el signo de las rebeliones populares, la crisis del centro capitalista y el retroceso relativo de EE.UU. en la región es que, seguramente, ya ha pasado su mejor momento. Lo que les espera (a los que sobrevivan, tema que retomaremos más abajo) no es una reedición de sus logros más fulgurantes, sino más bien un recorrido cuesta arriba, mucho más trabajoso que hasta el presente, y cuyas condiciones de posibilidad de cosechar réditos políticos por su accionar serán más arduas. Con el fin de la fiesta económica puede estar llegando, también, el fin de la fiesta política.
M.Y.