La marcha de la crisis y sus contradicciones
Este texto es un adelanto y una síntesis del artículo sobre este tema de la revista Socialismo o Barbarie 28, de próxima aparición. Se intenta identificar algunos de los nuevos desarrollos en el marco de la continuidad de la crisis internacional desatada en 2008 con la caída de Lehman Brothers.
1. Las fases previas de la crisis
Una mirada aguda del lado de los defensores del capitalismo sintetiza las ambigüedades actuales de la situación económica mundial desatada con la crisis Lehman de la siguiente manera: “A cinco años de esa calamidad, es necesario responder dos preguntas. ¿Son ahora más seguras las finanzas globales? ¿Hay más crisis en el horizonte? Las primeras respuestas son sí y sí” (“Where’s the next Lehman?”, The Economist, 6-9-13).
Recapitulando, el primer peligro que debió sortear el sistema capitalista fue el colapso financiero vía el contagio de los activos “tóxicos” al conjunto del sistema bancario, en particular en Estados Unidos. Una segunda fase vio la transformación de la crisis financiera en crisis de deuda soberana, sobre todo en Europa, que llegó a plantear la posibilidad de una ruptura de la zona euro vía la salida forzada de uno o más países de la moneda común.
Estamos asistiendo a una tercera fase de la crisis. En ella, los mayores riesgos y los efectos potencialmente más gravosos del sacudón financiero pasan por los mismos países emergentes que habían sostenido el crecimiento de la economía mundial en las fases anteriores. Así, en una reversión paradójica de tendencias, “en 2008 y 2009, la pregunta era si los mercados emergentes podrían desacoplarse de la crisis en el mundo desarrollado. Ahora el problema es a la inversa. El mundo en desarrollo tiene un impacto mucho mayor del que tenía a fines de los 90” (“Squaring the circle”, The Economist, 6-9-13).
La principal herramienta de política económica que instrumentaron los gobiernos del mundo desarrollado fue el manejo de la política monetaria: el “alivio cuantitativo” (en inglés, quantitative easing, en adelante QE) y la llamada “guía anticipada” (en inglés, forward guidance, en adelante FG). La FG consiste en que el banco central adelanta públicamente cuál va a ser su política y qué medidas tomará si se dan determinados escenarios.
La respuesta del Banco Central Europeo fue más lenta y menos decidida que la de la Reserva Federal yanqui. Sólo cuando arreciaron los problemas de deuda de los eslabones débiles (Grecia, Irlanda, España, Italia y Portugal) el BCE lanzó el mensaje de que iba a hacer “todo lo necesario” para sostener la moneda común. Este anuncio fue el punto de inflexión a partir del cual se tocó el piso de la recesión y comenzó un ciclo de crecimiento, muy raquítico (por debajo del 1%), pero se detuvo la caída del PBI.
Ahora bien, no hay margen para suponer que la crisis se terminó, que “lo peor ya pasó” y que el panorama se aclara definitivamente. El actual momento de la crisis parece marcar un relevo que, sin que Europa abandone su lugar de área de mayor fragilidad del centro, pone otra vez en la mira a los países emergentes. La paradoja de la globalización capitalista parece ser que no hay posibilidad de una fase de crecimiento generalizado a todas las regiones del mundo, sujetas a una especie de juego de las sillas económico: no hay lugar para que todas crezcan.
2. EE.UU., una clave de la evolución de la economía mundial
Estados Unidos logró desacoplarse de Europa (y de los efectos inmediatos más dañinos de la crisis) con la política de QE: comprar bonos a largo plazo del Tesoro y bonos hipotecarios para bajar la tasa de interés a largo plazo y de esa manera estimular el crecimiento. El crecimiento de la economía yanqui se ubicó en tendencia creciente, por encima del 2% y acercándose al 3%, por dos años consecutivos, lo que pone a EE.UU. por delante de casi todas las economías del mundo desarrollado. La desocupación, que se había disparado al 10% en 2008-2009, volvió a niveles más aceptables (7%). Y las amenazas casi inmediatas al sistema financiero, la trama hipotecaria y el consumo fueron conjuradas, aunque persisten fragilidades importantes.
Por otra parte, el QE sigue siendo en el fondo un instrumento puramente monetario y perfectamente encuadrado en el marco de las instituciones financieras (y la política económica) del capitalismo neoliberal. En el primer año de la crisis, uno de los interrogantes era si habría un retroceso en la globalización financiera y económica capitalista, conatos de políticas aislacionistas, de “autarquía” financiera o al menos la famosa “guerra de monedas”. Ese escenario de “repliegue de la globalización” no se verificó por ahora.
Más allá de la coyuntura, es relevante dar cuenta de algunos elementos que contribuyen a explicar tanto la mayor rapidez de la recuperación de la economía yanqui como la en principio más sólida perspectiva de su dinámica para los próximos años.
En primer lugar, el cambio histórico en las relaciones de fuerza entre capital y trabajo, en favor del primero, que tuvo lugar hace décadas, no ha logrado revertirse. Y las consecuencias de esto se hacen sentir en la estructura del movimiento obrero estadounidense, donde todavía no se ha verificado una renovación sustancial en su forma de organización y que no ha logrado éxitos resonantes en la lucha. Sí se observan otros procesos de renovación, como la incorporación de sectores inmigrantes latinos y jóvenes, sobre todo en gremios de servicios, más que industriales, y en condiciones de precarización legal, laboral y sindical que generan una verdadera brecha con la clase obrera industrial histórica.
El salario mínimo está congelado desde 2009, y la tasa de sindicalización, que en los años 50 llegaba a un tercio del total de trabajadores, hoy es de un 11,3%; esto es, de uno de cada tres a uno de cada nueve. Ahora bien, esa cifra oculta profundas diferencias entre trabajadores empleados en el Estado y en la actividad privada. En el Estado, la tasa de sindicalización es relativamente alta, un 36%, y es incluso más alta que hace 40 años (en 1973 era del 24%). En cambio, en el ámbito privado, la tasa de sindicalización, que era similar a la de los estatales en 1973, un 24%, cayó al 6,6%, y entre los jóvenes empleados en el sector privado no supera el 3%.
Esta situación propició un incremento de importancia de la productividad del trabajo. Y revirtiendo una tendencia de los 90 y la primera mitad de la primera década del siglo, hay una reindustrialización en curso en EE.UU., que obedece precisamente a esa baja de costos relativa. A esto se suma que, con el boom de la explotación del petróleo y gas no convencional en territorio estadounidense, el precio del gas para la industria cayó un 66% en EE.UU. y subió un 35% en Europa, lo que mejoró sensiblemente la competitividad de las compañías yanquis.
Una de las consecuencias de este avance sobre el trabajo es el aumento de la desigualdad social, que se ha vuelto un motivo recurrente en el debate político estadounidense. De hecho, EE.UU. es con buena diferencia el más desigual de los países ricos, una tendencia que se acelerado en las últimas décadas.
3. Europa: de la crisis aguda a la crisis crónica
La zona euro sigue siendo la mayor preocupación de la economía mundial. El hecho de que se haya detenido la caída sólo subraya lo poco con que se conforman los eurócratas: la mayor parte de las economías grandes del continente tendrán en 2014, se estima, un crecimiento del PBI del orden 1% o menos. Y el PBI europeo sigue debajo del nivel de 2008.
La crisis de deuda europea ha sido llamada, parafraseando a Clausewitz, una continuación de la crisis financiera por otros medios. Hubo un momento en que se vio en riesgo verdaderamente inmediato no sólo el default de algún país (el gran candidato fue y es Grecia, seguido por el resto de los “PIIGS”: Portugal, Irlanda, España e Italia) sino su salida del euro y una eventual crisis general de la moneda común. Hoy, aunque está menos en un “momento Lehman” que hace uno o dos años, los problemas estructurales de la economía europea, empezando por su crisis de deuda, han crecido en vez de disminuir.
Como define The Economist, “el desastre europeo ha mutado de crisis aguda en crisis crónica” (“Europe’s other debt crisis”, 26-10-13. Y aunque la situación de la deuda soberana (es decir, de los estados nacionales) haya sido la gran protagonista de 2011 y 2012, un problema comparable a aquélla es el de la deuda privada, es decir, de las empresas y los hogares. Lo que vuelve a poner en primer plano la cuestión de los bancos, y no de los estatales sino de los privados. Así, la crisis financiera europea, que continuó como crisis de deuda soberana, puede volver a ser financiera por la vía de la deuda privada.
El problema de deuda corporativa (empresaria) es más grave en Portugal, España e Italia, donde, según el FMI, 50, 40 y 30% de la deuda, respectivamente, corresponde a firmas que no pueden cubrir sus pagos de intereses con sus ingresos y son “compañías zombies”.
Sin duda, tampoco faltan quienes ven el vaso un quinto lleno (no medio), y subrayan el cambio que significa que los indicadores de crecimiento económico dejarán de ser, aunque muy moderadamente, negativos para la gran mayoría de los países de la UE. Pero el optimismo (interesado o irresponsable) de las voces que festejan el fin de la crisis harían bien en considerar este sobrio recordatorio: “La eurozona sigue fracturada a través de la línea norte-sur. Los líderes políticos de toda Europa se han apresurado demasiado al proclamar la victoria. La fase aguda de la crisis puede haber terminado, pero la fase crónica puede que sólo haya empezado” (Parallel universes, The Economist, 9-1-14).
4. China, los emergentes y las disparidades regionales
Junto con el “relevo” de las zonas de mayor impacto de la crisis, uno de los elementos más destacados de la actual coyuntura es el crecimiento de las desigualdades y contradicciones entre las regiones económicas (tanto geográficas como de nivel de desarrollo) y en el seno de éstas. Para una evaluación del desarrollo de la crisis que dé cuenta de estas disparidades se hace necesario un repaso más bien analítico, particularmente pertinente cuando se observa la amplia gama del “mundo emergente”.
En lo económico, China está muy lejos de todos sus “congéneres emergentes” en cuanto a volumen de producción, dinamismo y peso económico. Por un lado es, desde hace años, el país que más ha traccionado la economía mundial. Considerando todo el mundo desarrollado (EE.UU., la UE, Japón, Australia y Canadá) y el resto de los BRICS (Brasil, Rusia, India, Sudáfrica), China es con mucha diferencia el país de mayor crecimiento de producción y comercio exterior. Incluso con su relativa desaceleración, resalta frente al crecimiento mediocre o nulo de sus competidores.
En el top 10 de compañías multinacionales en 2007 había seis estadounidenses y cuatro europeas. Luego de cinco años de crisis, hay cuatro firmas chinas… dos de las cuales ocupan los dos primeros lugares. Algo similar se verifica en el sistema bancario global: antes de la crisis, había en el top 10 financiero cuatro bancos europeos, tres estadounidenses, dos chinos (en el fondo de la lista) y uno japonés. En 2013, el panorama muestra en el tope a cuatro bancos chinos, entre ellos el número uno de la lista, y uno solo europeo.
El consumo local aumenta sostenidamente, lo que sugiere que está en marcha un cierto rebalanceo de la economía en la desproporción entre la inversión en bienes de capital y bienes de consumo. De hecho, es probable que parte de la desaceleración del crecimiento chino (en promedio, 3-4 puntos del PBI) se deba al comienzo de esta transición de una economía impulsada esencialmente por la inversión a un crecimiento donde cobre mayor peso el consumo interno.
China abriga desigualdades y contradicciones como las que existen entre sus diversas nacionalidades, regiones y etnias (tanto en lo económico como en lo sociológico). Aquí sólo mencionaremos dos problemas: el debate en el PC chino por la urbanización del país (hay 300 millones de habitantes rurales con permiso de residencia, hukou, que implica menos derechos que los que viven en las ciudades) y los problemas que plantea la inserción china en el mercado mundial para definir el carácter del país.
En verdad, donde China interviene como actor propiamente económico, no hay ninguna diferencia apreciable entre la actuación de los compañías o inversionistas chinos (públicos o privados) y la de sus homólogos de los países imperialistas. Esto no implica asignar a China el rótulo de “país imperialista”, sin más. Pero sin dar definiciones impresionistas ni forzar conceptualmente procesos que están en curso, corresponde empezar a dar cuenta de los rasgos reales y comprobables del nuevo lugar y rol de China en la división mundial del trabajo y en el sistema mundial de estados.
En cuanto al resto del “mundo emergente”, Asia, encabezada por China, es el principal motor de la economía mundial. Inclusive Japón empieza a desperezarse de su letargo de dos décadas de crecimiento estancado y deflación. Hasta 2013 los países BRICS fueron responsables del 55% del crecimiento global desde fines de 2009. Los 23 países del mundo desarrollados contribuyeron, en cambio, sólo un 20% en ese lapso. No obstante, estas cifras generales, al ser desagregadas, revelan realidades e incluso tendencias diferentes que, como señalamos arriba, muestran un dinamismo de China cuyo paso no pueden seguir los demás BRICS ni la gran mayoría del mundo emergente.
Es por eso que se habla del “relevo de la crisis” hacia los países emergentes, cuya principal vía de contagio sería el comienzo del fin del boom inversor y crediticio de que gozaron como resultado de las políticas de expansión monetaria en los países desarrollados. A eso se suman los temores de una reversión en el ciclo de precios de commodities, que tanto han beneficiado al mundo “en desarrollo” en la última década.
En suma, más allá de los cantos de sirena totalmente exagerados respecto de la potencialidad del “mundo emergente”, las perspectivas son que, luego de un período inusualmente (¿o excepcionalmente?) favorable, la evolución de la economía va a poner a prueba tanto la capacidad interna del aparato productivo como las vías de inserción de esos países en la mundialización capitalista, que ahora pasarían a transitar carriles más “normales”, esto es, menos beneficiosos.
5. Perspectivas de la crisis: señales mixtas y más contradicciones
Desde el punto de vista de la continuidad de la crisis, una de las incógnitas es el efecto que tendrá sobre la evolución de la economía el “tapering”, o extinción gradual del QE de la Reserva Federal.
Vayamos a las cifras globales. La última revisión del FMI de sus previsiones económicas para 2014 pronostica un crecimiento mundial del 3,7% (y un 3,9% para 2015). Estados Unidos debería ser un factor positivo en el crecimiento mundial, con una demanda local en expansión en un 2,8%.
La mayor amenaza para los emergentes será la potencial caída del precio de las commodities. Al respecto, América del Sur tiene una concentración de commodities en sus exportaciones que supera el 60%. Además, habrá un inevitable ajuste en las monedas sobrevaluadas ante el exceso de liquidez generado por los estímulos monetarios.
Los pronósticos de la Comisión Europea no auguran ninguna recuperación. El crecimiento para los 28 países de la UE, estimado en 2014 en el 1,4%, subiría en 2015 sólo hasta el 1,9%. En el Foro de Davos de enero pasado, panel titulado “¿Está volviendo Europa?” llegó a la conclusión de que la respuesta es, sencillamente, no. El monstruoso desempleo juvenil implica prácticamente echar a perder una generación entera. Asimismo, si el fantasma de la deflación recorre el mundo desarrollado, el mayor riesgo de que se concrete está sin duda en Europa.
Es en este contexto que para Kenneth Rogoff, de la Universidad de Harvard, casi se puede hablar de Europa como “emergente”. La exageración es deliberada, pero revela el sentimiento en amplios círculos del establishment yanqui de que en términos económicos el mundo se encamina a un nuevo orden. No ya, por supuesto, el “siglo americano” con el que deliraban los estrategas de la administración Bush; tampoco la “multipolaridad sin centro” que vaticinaban algunos politólogos impresionistas en el último lustro, sino más bien una multipolaridad con dos actores a un nivel protagónico cualitativamente superior: EE.UU. y China. Otra cuestión a considerar, de orden más estructural, es qué sucede con la explotación de la clase trabajadora a nivel global, aun asumiendo que los datos al respecto son muy aproximativos.
El momento actual de la crisis presenta a la vez ciertas definiciones y una serie de interrogantes. Por un lado, parece claro que no hay salida rápida ni robusta de la crisis; Europa debe atravesar todavía varios años de crecimiento muy bajo, si no recesión, con altísima desocupación, y China sigue siendo, entre las grandes, la economía más dinámica. Por el otro, la economía china está en suave desaceleración y comenzando una transición a otro modelo de crecimiento que podría tener costados traumáticos; al resto de los emergentes se le abre, por primera vez desde el inicio de la crisis, un horizonte de problemas (reflujo de inversiones, mayor costo del crédito, baja de precios de commodities, debilidad de la moneda); Estados Unidos quiere afianzar una recuperación que es real pero todavía poco vigorosa para las necesidades de la economía mundial; las finanzas globales salieron de la emergencia pero siguen presentando fragilidades sistémicas y zonas oscuras.
Quisiéramos concluir con este alerta metodológico: en el marco de una crisis económica resultado de debilidades estructurales que continúan operando, con fuertes desigualdades regionales, con un relativo aminoramiento de la extensión del daño causado por la crisis pero a la vez sin que asomen con claridad fuerzas motrices (países, bloques económicos, ramas de producción) capaces de impulsar una salida definitiva del marasmo, los factores extraeconómicos, políticos, la lucha de clases, pueden multiplicar su capacidad de inclinar la balanza hacia una mayor estabilización o, por el contrario, a nuevos y más profundos desequilibrios.
Marcelo Yunes