Aprovechando la casi unanimidad mediática que magnifica las manchas del kirchnerismo y empequeñece las del macrismo, el gobierno se subió con todo a la ola Báez-López-korrupción, que se apoya sobre hechos indiscutiblemente reales para proponer un escenario bien favorable al PRO. A saber, la licuefacción política del kirchnerismo a partir de las denuncias de corrupción que afectarían, de manera a la vez generalizada y exclusiva, a ese espacio. Dicho más simplemente: todo el kirchnerismo es corrupto, y (se desliza) sólo el kirchnerismo es verdaderamente culpable de corrupción. Pero las cosas, como era de esperar, son más complejas y menos halagüeñas para el elenco gobernante.
Empecemos intentando explicar por qué ha calado tan hondo la campaña de la “korrupción”, más allá de dos elementos obvios: lo grosero de los hechos denunciados y la amplificación de los medios proPRO. En verdad, el discurso macrista de que la “pesada herencia recibida” consiste, esencialmente, en que “se la llevaron toda” empalma muy bien con el sentido común ideológico de amplias capas de la población, para la cual en general “político” es sinónimo de “ladrón”.
El kirchnerismo, como fuerza que precisamente se propuso (y, durante su gestión, logró) “reinstalar el valor y la idea de política”, sufre ahora el desgaste por su carácter de ser “sólo” políticos, por oposición al elenco del PRO, que busca presentarse como la “nueva política” hecha por empresarios, tecnócratas, gente “ajena a la política” en el sentido más tradicional. De hecho, la ecuación político = ladrón que explota el PRO se ajusta perfectamente a una representación despolitizada, o más bien pre política, de millones de personas que rechazan la política (desde antes o por rechazo a los K) y que, obligados a votar, prefieren hacerlo por los “políticos no-políticos”.
Tiene lógica: si la política es puro robo y nada más, razonan, el mejor reaseguro es darle la gestión a empresarios, millonarios y chetos como Macri, Aranguren, Melconian, Prat Gay, Sturzenegger y en general todo el elenco de CEOs que puebla el gabinete, que no necesitan “llevársela toda” porque, sencillamente, ya “la tienen toda”.
Las mentiras de la campaña “anticorrupción” PRO
Dicho esto, es evidente que este discurso ideológico hace tanto más pie cuanto más políticamente ignorante (o más histerizado por las campañas mediáticas) es quien lo recibe. Está tan lleno de falacias que no queda más remedio que desmontarlas de a una.
Por empezar, los supuestos abanderados de la “nueva política” han sido todos funcionarios de gobiernos anteriores y hasta muy anteriores, desde la dictadura militar hasta De la Rúa, pasando por el menemismo.
Para seguir, esos empresarios han hecho sus millones no gracias a su talento y creatividad, sino al amparo del Estado (estatización de la deuda con Cavallo en 1982), haciendo negocios con el Estado (toda la “patria contratista”, desde Bulgheroni al Grupo Macri), robando desde el Estado (por dar un solo ejemplo, las comisiones de emisión de deuda pública que le valieron procesamiento a Grindetti y otros actuales PRO), robándole al Estado (vía la fuga de capitales y la evasión fiscal de la que los Panama Papers son sólo el ejemplo más flagrante) o estafando al Estado (el caso de Melconian y su juicio al fisco argentino como tenedor de deuda).
La hipocresía PRO de querer defenestrar al kirchnerismo por “chorro”, cuando sus máximos funcionarios robaron de manera mucho más sostenida en el tiempo, más sistemática y en escala mucho mayor (las valijas de López o la Rosadita de Báez son una gota en el océano comparadas con el curro de la deuda pública y los sobreprecios del gasto estatal), sólo se sostiene con la complicidad mediática y judicial, que busca que la indignación pública se vuelque sobre un solo lado.
Desde ya, el argumento de muchos defensores del gobierno de que los K robaron, pero que los negocios y negociados de los funcionarios PRO son “legales” no resiste el menor análisis político, el menor criterio ético y ni siquiera el menor examen jurídico. Si hay kirchneristas procesados o presos por corrupción mientras que varios notorios corruptos PRO andan tranquilos por la vida no se debe a la superioridad moral, sino sencillamente a la mayor capacidad del gobierno para operar sobre el Poder Judicial, algo que ha hecho el macrismo, el kirchnerismo, el menemismo y todo el mundo. Es por eso que en este país (y en muchos otros) los corruptos van presos sólo una vez que pierde el poder la gestión que los cobijó, alentó y protegió de las denuncias judiciales. Y nada más.
Ética personal y ética de clase
De todas maneras, en el fondo la falacia mayor no es ocultar que el macrismo sea tan o más chorro que el kirchnerismo, sino alimentar la idea profundamente reaccionaria (y profundamente estúpida) de que el criterio número uno para juzgar a la política, a los partidos y a los políticos es su “integridad moral”, su “honestidad”, en el sentido de no quedarse con plata ajena, sea de coimas privadas o del tesoro público.
Esta idea tiene múltiples problemas. Uno de ellos, que ya mencionamos, es la hipocresía “legal”: hay infinidad de mecanismos que permiten a empresarios y funcionarios públicos generar una “renta extraordinaria” que en condiciones “normales” no habrían logrado nunca, y que son perfectamente legales. ¿Ejemplos? El lobby –industria gigantesca, abierta y legal en EEUU, por caso–, la legislación a pedido (el kirchnerismo hizo conocidos los favores al Grupo Clarín, pero los casos son infinitos), los contratos a medida, los monopolios “naturales” de servicios, la cartelización, el tráfico de influencias… la lista es interminable, y ninguna y casi ninguna de esas prácticas, que ocurren en todo el planeta, termina en los tribunales.
Las comparaciones que se hacen a veces entre los “políticos chorros” y figuras de la política argentina como los radicales Hipólito Yrigoyen, Arturo Illia o el mismo Raúl Alfonsín, que no aprovecharon su paso por la gestión pública para el enriquecimiento personal, llevan el sello de la mirada posmoderna que reduce la política a las personas. Porque la “honestidad” que importa es, simplemente, la de clase: los políticos capitalistas tienen ante todo el deber de ser “honestos” con la clase a la que buscan representar.
En eso, la burguesía tiene un instinto mucho más sólido y seguro que los vaporosos “valores” de las capas medias: juzga a los políticos no por su mayor o menor grado de corrupción personal, sino por cómo han manejado el Estado, como decía Marx, en tanto “junta que administra los negocios comunes de toda la clase capitalista”. Por eso a Illia no lo recuerdan ni los manuales de historia, mientras que Julio Argentino Roca, promotor de gigantescos negociados y corruptelas, engalana el billete de máxima denominación de la moneda argentina. La fama póstuma de ambos es proporcional a los servicios prestados al capitalismo argentino, no a su integridad moral. Ésas son las verdaderas reglas.
Las imprudentes revelaciones del Sr. Méndez
Es casi innecesario aclarar que el capitalismo ha convivido con la corrupción a lo largo de toda la historia, y a una escala jamás vista anteriormente. Para dar sólo un ejemplo, el momento de expansión y consolidación de la mayor potencia capitalista del mundo, Estados Unidos, hacia fines del siglo XIX, fue conocido como la época de los robber barons, los barones del robo.
Pongamos las cosas en perspectiva: los 8 palos verdes de López, los 8 palos verdes de “coimisión” adicional de los bonos emitidos por Grindetti, los millones de La Rosadita, los 80 palitos de Melconian, los cheques cambiados de Fútbol para Todos… todo eso palidece ante lo que confesó, imprudentemente, el titular de la UIA Héctor Méndez. Eso del “15 adelante”, es decir, el 15% de coima que pagaban los empresarios para ganar contratos, no empezó con el kirchnerismo. Lo que Méndez deslizó, y por supuesto no se animó a ratificar ante la justicia, es que ése era el mecanismo habitual y la relación funcional entre empresarios y funcionarios. Y esto es así como mínimo desde la dictadura militar, bajo la cual prosperó la “patria contratista”, que luego serían los “capitanes de la industria” bajo Alfonsín, los socios menores de la extranjerización bajo Menem y proveedores o constructores bajo el kirchnerismo. Es la manera de funcionar, específicamente (aunque no exclusivamente, desde ya), del capitalismo argentino.
Esto no significa, por otra parte, que todo sea igual a todo, o que en todos los capitalismos la corrupción ocupe el mismo lugar o asuma la misma importancia. Dicho rápidamente, en general el grado de corrupción que hay en el Estado y en la clase capitalista es relativamente proporcional al grado de organicidad de esa clase burguesa y de su elenco político.
Una medida global de la corrupción
Justamente, para tener una medida de las cosas, tomemos una fuente capitalista inobjetable: el índice de “capitalismo de amigos” (crony capitalism, es decir, de connivencia entre funcionarios y capitalistas privados) que elabora la revista británica The Economist, y que abarca prácticas que van desde el tráfico de influencias al soborno. Allí nos encontramos con datos que permiten dimensionar los insospechados alcances pero también los evidentes límites del fenómeno de la corrupción a nivel global.
Por lo pronto, la revista no se molesta en considerar pececitos: sólo ingresan al índice las fortunas superiores a los 1.000 millones de dólares. Además, a diferencia del cretinismo leguleyo de tanto filisteo argentino, tampoco concede la menor importancia al aspecto puramente formal de si la práctica corrupta es legal o no: esta gente sí que entiende cómo son las cosas. Pues bien, resulta que en el período 2004-2014 la fortuna de los millonarios vinculados al capitalismo de amigos creció un 385% a nivel global, hasta los 2 billones de dólares (el 11,5% del PBI de Estados Unidos), lo que representa un tercio del total de la riqueza de los ultra ricos con más de 1.000 millones de dólares de patrimonio. Para que se entienda: un tercio de los más ricos del planeta son corruptos (“Dealing with murky moguls”, 7-5-16). El volumen de riqueza de estos mega ladrones representa el 1,5% del PBI mundial, en el caso de los países desarrollados, y del 4% del PBI mundial para el resto de países.
La revista atribuye esa prosperidad, en buena medida, al crecimiento de los países emergentes (de paso, el declive de éstos desde entonces ha hecho retroceder la riqueza de los corruptos en un 16%). Por ejemplo, los países en desarrollo dan cuenta del 43% del PBI global, pero del 65% de la riqueza mal habida. Mientras en los países en desarrollo la riqueza de los capitalistas del curro (siempre hablando de los que tienen más del 1.000 palos verdes) es casi la mitad del total de los multimillonarios, en los países ricos esa proporción no llega al 20% (“The party winds down”, 7-5-16).
El índice del Economist, naturalmente, es sólo aproximativo; por ejemplo, cataloga ramas enteras de la economía como “capitalismo de amigos”, en particular las que tienen fuerte vinculación con el dinero o la venia estatal, como la construcción de obras públicas. Ahora bien, ese índice toma 22 países importantes, tanto desarrollados como emergentes. Cuando mide el tamaño relativo de la economía corrupta de un país respecto de su PBI, el resultado es que el país más corrupto de la lista es Rusia (18% del PBI), seguido de Malasia (cuyo primer ministro se hizo un depósito en su cuenta personal de 1.000 millones de dólares a instancias de un negocio financiero), con el 13%. Argentina está cerca del fondo de la lista, en el puesto 17 (entre EEUU y Francia), con un 2% de su PBI contaminado por el “capitalismo de amigos”.
Pongamos la corrupción en su lugar (subordinado)
En suma, la corrupción es inextirpable del orden capitalista, pero sólo en los estados capitalistas muy atrasados o débiles (o debilitados por circunstancias extraordinarias) alcanza una entidad tal como para amenazar la permanencia misma del Estado o de sus instituciones principales. Es el caso de Guatemala, donde pareciera que el que fue hasta hace poco el partido gobernante no era una fuerza política burguesa “normal”, sino una verdadera asociación delictiva constituida para esquilmar al Estado. O el de países en crisis total como resultado de guerras civiles, intervención extranjera o ambas cosas. No es ni remotamente, como la campaña PRO pretende sugerir, el caso de Argentina bajo el kirchnerismo… e incluso bajo el macrismo.
La corrupción –sea en el sentido “artesanal” del robo descarado de funcionarios al fisco o en el sentido más estructural de la relación entre Estado y clase empresaria– es una parte innegable de la dinámica económica y política, pero no es la fuerza que mueve todos los resortes. Al menos, no en países como la Argentina, cuyo nivel relativo de desarrollo capitalista permite a su economía, si no hablar de verdadero desarrollo, sí en todo caso superar el nivel de “Estado fallido”.
Es por esa razón que la actual campaña oficial que busca instalar, o sugerir, la idea de que durante toda la gestión kirchnerista el funcionamiento entero de la economía se vio teñido por el “curro K” es profundamente tramposa. No sólo porque oculta las propias prácticas PRO de saqueo y corrupción, sino porque oculta las verdaderas responsabilidades tanto del kirchnerismo como del macrismo hoy. Que no son simplemente que los funcionarios a cargo del Estado “robaron” (aunque vaya que lo hicieron, y ambos tienen las manos bien manchadas de tinta verde dólar) sino algo mucho más serio: haber permitido y seguir permitiendo a la clase capitalista argentina llevarse la parte del león del producto social.
Suponer que las manos en la lata de López, Grindetti, Báez, Melconian, Cristina o Macri son más importantes que la deuda pública, el salario real, la desocupación, la extranjerización y concentración de la capacidad productiva, la obra pública, las tarifas de servicios, el atraso de la industria, la infraestructura deficiente y todas las taras de la economía argentina desde hace décadas es peor que una estupidez: es un error.
Bertolt Brecht tenía una famosa frase: “¿Qué es robar un banco, comparado con fundarlo?” Pues bien, parafraseando al gran escritor alemán, podemos decir del elenco político burgués argentino, tanto el anterior como el actual, desde el punto de vista de los intereses de los trabajadores: ¿qué es robarle al Estado argentino, comparado con administrarlo en beneficio de los empresarios? O, dicho en lenguaje marxista clásico, ¿qué es la corrupción comparada con la plusvalía?
Marcelo Yunes