Roberto Sáenz



 

“(…) cierta autoridad, delegada como sea, y de otra parte cierta subordinación, son cosas que, independientemente de toda organización social, se nos imponen con las condiciones materiales en las que producimos y hacemos circular los productos”. (Friedrich Engels, “De la autoridad”)

 

Hace dos ediciones presentamos una primera parte de nuestra reflexión acerca de las relaciones entre marxismo y anarquismo, en ese caso vinculada al proceso de transición al socialismo. Hoy nos interesa referirnos al abordaje del anarquismo respecto del problema de la autoridad, las jerarquías, el gobierno, temáticas que tanto peso tienen entre las jóvenes generaciones.

 

Los límites a la libertad individual  

 

Partamos de una definición: al anarquismo le gustaría acabar con toda autoridad de un plumazo: “(…) la primera palabra de la revolución tenía que ser la abolición de toda autoridad sobre la soberanía del individuo, de cualquier poder de cualquier tipo sobre el ego individual” (Hal Draper, Karl Marx Theory of Revolution, volumen IV, Monthly Review Press, New York, 1990, pp. 131).

Ya Engels había escrito un corto y educativo artículo sobre esta problemática retomando algunos argumentos similares esgrimidos por Marx. La idea es que no podría haber ninguna acción de orden colectivo sin algún tipo de autoridad. Autoridad no es autoritarismo: es simplemente una necesidad que se desprende de toda acción coordinada, de todo desarrollo de las fuerzas productivas.

Marx señalaba que cuando los trabajadores pasaban del artesanado (individual) a la cooperación simple (primera forma de producción asociada), incluso si dicha cooperación no implicaba ningún tipo de imposición de un capitalista que se colocara por encima de los obreros, debía haber alguna expresión de la voluntad común para coordinar sus acciones. Planteaba agudamente el ejemplo del director de orquesta para dar cuenta de que hay algo “técnico-material” que no puede ser desestimado sin más: “(…) todo trabajo en el cual varios individuos cooperan, necesariamente requiere de un comando para coordinar y unificar el proceso (…), por ejemplo como el de un director de orquesta. Este es un trabajo productivo, que deberá llevarse adelante en todo modo de producción combinado” (Hal Draper, ídem, pp. 134).

Marx también hablaba de la división técnica y social del trabajo. La división técnica tiene que ver con que cualquier economía compleja necesita de una división del trabajo para ser llevada a efecto. Pero otra cosa muy distinta es que, en la sociedad de clases, a la división técnica del trabajo se le superpone la social: aquella persona (o grupo de personas) que llevan adelante la dirección de la producción, su supervisión, se aprovechan de su función para enriquecerse.

Pero incluso logrando abolir la división social del trabajo –¡esa es una de las tareas características del comunismo!–, está el hecho de que alguna división técnica del trabajo deberá subsistir (en razón de las “imposiciones” del propio orden material de las cosas). Dentro de esa división técnica, alguien deberá asumir la responsabilidad de la coordinación de la acción colectiva, a la cual todos los individuos deberán subordinarse.  

Marx daba otro ejemplo: se refería a aquellos operadores de una red ferroviaria. Están los conductores de trenes y los operadores desde el centro de control. Imagínense simplemente que esto funcionara sin ninguna autoridad, sin ningún tipo de “jerarquías”, sin que desde el centro se emitiesen órdenes acerca del tráfico ferroviario: es evidente que esto terminaría en choques monumentales; ninguna red ferroviaria podría funcionar sin que las partes se subordinen al todo: sin que los individuos se “sometan” a la autoridad del centro de control.  

¿Qué se expresa aquí? Simplemente la inevitable existencia de una determinada división técnica del trabajo; el sostenimiento de determinadas “jerarquías” y responsabilidades, de un tipo de autoridad que excluiría toda división social del trabajo, todo privilegio a partir de cumplir uno u otro rol, todo diferencial obsceno en los ingresos, subsistiendo simplemente diferentes funciones en relación con las propias realidades materiales de la producción.

La propia división del trabajo impuesta por el trabajo asociado y el desarrollo de las fuerzas productivas, suponen el ejercicio de una determinada autoridad, la existencia de determinadas “jerarquías”, que no solo no se podrían abolir de un plumazo sino que son inherentes al propio desarrollo de la producción social general en cualquier sistema económico-social que se precie. Lo que muestra de paso que el rechazo anarquista a toda autoridad, la afirmación del “ego individual” contra viento y marea, no pasa de un planteo idealista.

Marx señalaba el objetivo de que “el desarrollo de cada uno sea la medida del desarrollo de todos”, lo que quería decir que la medida del progreso social general sólo podía tomarse en referencia al desarrollo universal de cada personalidad. Pero esta perspectiva de que el desarrollo de la sociedad sólo se puede medir en relación con el progreso de la personalidad de cada uno, radicalmente “antitotalitaria”, nada tiene que ver con la afirmación anarquista –¡que luce muy liberal!– de que el desarrollo de cada uno puede contraponerse –o anteponerse– al desarrollo colectivo de la sociedad. El hombre es un ser social. No puede progresar sino es en sociedad. Pero precisamente por esto, la medida del desarrollo colectivo es el desarrollo individual, no la oposición entre ambos (aunque tampoco es la disolución de la personalidad humana en la “sociedad” –más bien en el Estado burocratizado– como de manera totalitaria pretendía el estalinismo[1]).

 

El rechazo a todo gobierno  

 

De rechazo a la autoridad en general podemos pasar al problema del gobierno, el repudio a toda forma de gobierno: “La palabra anarquía es vieja como el mundo. Deriva de dos voces del griego antiguo: an y arjé, y significa aproximadamente ausencia de autoridad o de gobierno” (Daniel Guérin, El anarquismo, Archivos de Anarres, Buenos Aires, 1975, pp. 15).

En nuestro artículo anterior nos habíamos referido a la actitud marxista y anarquista respecto del Estado. Aquí se trata de algo más general: el rechazo anarquista a la noción misma de gobierno.

Guérin, conocido autor anarquista francés, afirmaba que este considera al gobierno como el verdadero factor “desorganizador”: “(…) es el gobierno el verdadero factor del desorden. Únicamente una sociedad sin gobierno podría reestablecer el orden natural y restaurar la armonía social” (Guérin, ídem, pp. 16).

Aquí hay varios niveles de análisis. Lo más general es esa idea de que habría un “orden espontáneo” de las cosas, un poco como si la sociedad fuese análoga a la naturaleza. La naturaleza excluye –por definición– el accionar conciente de los sujetos. No es que no haya interacción entre las especies y el medio, pero en todo caso dicha interacción es espontánea, en el sentido de que no es realizada según un plan conscientemente “predeterminado”[2].

En cambio, es por oposición a la naturaleza como se mueve la humanidad, tal cual señalaba Marx en los Manuscritos económicos filosóficos, donde afirmaba que era parte de su “ser genérico” el pensar un plan antes de ejecutarlo.

Claro que tal “planificación” debe partir de las condiciones materiales. Pero es propio de la humanidad actuar para transformarlas, esto hace a su “ser genérico”. De ahí que la noción de “orden natural” o “espontáneo” de las cosas sea una impostación hacia la sociedad y la historia de un orden de cosas proveniente de otro campo de la realidad, el de la naturaleza.

Lo característico de la humanidad es su capacidad de crearse una “segunda naturaleza”, un mundo “artificial” por oposición al que es simplemente primario de la naturaleza (como señaló oportunamente el marxista italiano Antonio Labriola[3]). Crear su propia historia conscientemente, revolucionar permanentemente sus condiciones de existencia en vez de adaptarse pasivamente a ellas, darse un mundo “a su imagen y semejanza”. Todo lo cual nos lleva a que el orden humano es muchísimo más complejo que el orden natural.

Esto no significa que marxistas y anarquistas no queramos la armonía social. La queremos. Pero para ello debemos acabar con la explotación del hombre por el hombre. Y en el largo período de transición de la sociedad de clases a una de igualdad, simplemente el hecho es que no podremos prescindir de todo gobierno. La noción misma de gobierno plantea la superación de la idea romántica de que existiría un orden espontáneo de las cosas: plantea la eventualidad de una dirección consciente de los asuntos.  

Es en este contexto que subsiste y no puede dejar de subsistir la noción de gobierno. Como el Estado, el gobierno, en tanto dictadura del proletariado, deberá tender a extinguirse, a disolverse, en la medida en que desaparezcan las clases sociales: del gobierno de las personas se pasará a la administración de las cosas, afirmaba Engels.

La idea misma de gobierno tenderá a disolverse en la de “autogobierno”: la gestión de los asuntos por parte de una mayoría social, por el colectivo de la sociedad; una forma extrema de democracia socialista que, de tan colectiva que será, de tanto que consagre la extinción de toda imposición social, de toda jerarquía social, significará su disolución en tanto que noción de gobierno.

Pero atención: que al final se extinga toda idea de gobierno no quiere decir que se termine con toda noción de dirección de los asuntos. Eso es imposible. Hace a la naturaleza misma de la acción asociada de los hombres. En nuestras sociedades complejas, urbanizadas, globalizadas, caracterizadas por metrópolis y megalópolis, por la gestión colectiva de los medios de producción, abolir la idea de una conducción global de los asuntos es irreal.

Y la noción de conducción reenvía a la de “gobierno”: a una “administración de las cosas” que, en todo caso, será democráticamente consagrada y que, de tan democrática, dejará de ser un gobierno “político” para transformarse en una administración económica.

 

El cuestionamiento a la representación

 

Aquí es donde se coloca el problema de la representación. El marxista norteamericano Hal Draper afirmaba que los anarquistas son, en definitiva, antidemocráticos (además de sustituistas, problema que veremos en una próxima nota). Hay una diferencia sideral entre una autoridad, un gobierno consagrado democráticamente, y uno que llega de manera dictatorial (o bajo las formas de la democracia burguesa).

El anarquismo rechaza ambas formas de gobierno: rechaza la dictadura; pero también rechaza toda forma de representación: propone la “horizontalidad” como única forma de decisión. Pero es simplemente imposible dar a efecto una representación de la voluntad popular de conjunto sino es bajo las formas de la elección de delegados, del mandato, de la confluencia de todos los representantes en una asamblea general, en un soviet, en un régimen de democracia socialista.

La noción misma de representación tiene características muy distintas. Es verdad que la representación indirecta de la democracia burguesa es fuente de falsedad y engaño (lo que no quiere decir que los revolucionarios no luchemos por el sufragio universal cuando este no existe[4]).

Pero aquí no nos referimos al voto universal, al sufragio, aunque no nos oponemos a él por principio en cualquier oportunidad[5]. Nos referimos a las formas de democracia directa: a las asambleas, a los mandatos, a los delegados, a la conformación de organismos de representación nacional de todas las voluntades de los trabajadores, de los explotados y oprimidos.

El revolucionario ruso Evgeni Preobrajensky señalaba agudamente que durante la Revolución Rusa, los anarquistas aceptaban las asambleas de fábrica, incluso los soviets locales. Pero cuando se trataba de los soviets de toda Rusia (¡no casualmente, expresión del poder del proletariado![6]), los cuestionaban (lo que no era impedimento para que, de todas maneras, mandaran allí sus delegados).

Una actitud ridícula que se deduce de todo lo anterior: de su rechazo a toda forma de Estado, a todo gobierno, a toda representación, lo que configura en definitiva un rechazo a toda forma de democracia: “En el lenguaje de los anarquistas, la democracia es ‘autoritaria’. Está acorde con el diablo (autoritarismo). Por consecuencia, el anarquismo dice que rechaza ambas: democracia y despotismo en todas sus formas. La historia del pensamiento anarquista (…) ha sido la búsqueda de una tercera alternativa (…) ese mecanismo nunca ha sido encontrado” (Hal Draper, ídem, pp. 133).

Draper desarrolla de manera convincente la idea de que, en realidad, la gestión anarquista de los asuntos, al contraponerse a la democrática, da lugar inevitablemente a la gestión carismática, autoritaria, de la autoridad; ocurre lo mismo con el “horizontalismo”: como es falso que pueda haber “bordes sin un centro”, dicho “centro” se termina afirmando, no de manera democrática, sino autoritariamente…

 

Naturaleza y sociedad

 

En alguna parte Draper señala que el anarquismo tiene la característica de colocarse por fuera de lo que impone el desarrollo de las fuerzas productivas. Posee algo de idealista que, efectivamente, tiende a confundir dos órdenes distintos: las “imposiciones” de tal desarrollo con el hecho de que se produzcan o no desigualdades de tipo social.

El marxismo se apoyó en el desarrollo de dichas fuerzas productivas precisamente para crear las precondiciones materiales que hagan superflua toda explotación, toda desigualdad.

Pero esto no quiere decir que se puedan “violentar” todas las determinaciones que impone el trabajo humano asociado, el inexcusable metabolismo humano con la naturaleza: la tarea es acabar con toda división social, con toda explotación del hombre por el hombre; pero para acometerla no se podrá violentar la producción social, la relación del hombre con la naturaleza, las condiciones que esta pone, sino hacerla progresar a la manera que quería Marx: conquistar una naturaleza humanizada (y una humanidad naturalizada).

 

[1] Lo que no deja de ser otra de las enseñanzas del siglo pasado, cuando el estalinismo difundió esta idea de que “el hombre no significa nada, lo único que importa es la masa” (como parafrasea agudamente Padura en El señor que amaba los perros), otra forma de representación del llamado “heroísmo burocratizado”, donde el militante sacrificaba su vida en pos de objetivos que le eran completamente ajenos; era instrumentalizado, no valía nada como personalidad humana.

[2] En la naturaleza actúa el mecanismo darwiniano de la “selección natural” que coloca límites infranqueables a las posibilidades “adaptativas” de las especies.

[3] A modo de ejemplo pensemos en las ciudades, las grandes urbes, esa increíble creación del genio humano; atención, que cuando hablamos de “segunda naturaleza” (o una “realidad artificial”) no lo decimos por oposición al inevitable metabolismo del hombre con la naturaleza. No, se trata simplemente de que, trabajando sobre y modificando estas condiciones materiales de existencia, desarrollando sus fuerzas productivas y su cultura, la humanidad ha sido capaz de darse un hábitat que es producto de su creación, un hábitat que no se encontraba previamente en la naturaleza.

[4] Señalemos de paso que el anarquismo cometió el horror de pelear en contra del voto universal, en contra del voto femenino, porque afirmaba que “divergía a las mujeres de sus verdaderos objetivos”… Es el caso de la conocida anarquista norteamericana Emma Goldman: “(…) es presentada como una heroína feminista, pero se ignora que se opuso al sufragio de la mujer” (“Emma Goldman: una vida de controversias”, International Socialist Review número 34, marzo-abril 2004).

[5] Este es un complejo debate; de todas maneras, es de hacer notar que Lenin en su folleto “La revolución proletaria y el renegado Kautsky” no colocaba una interdicción de principios al voto universal; decía que este debía ser apreciado según las circunstancias.

[6] Ver nuestra polémica al respecto de la dictadura proletaria en “Marxismo, anarquismo y transición al socialismo”.

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