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A 66 años
de su asesinato
León Trotsky y América Latina
Hace
66 años, el 21 de agosto de 1940, Trotsky moría asesinado
por Ramón Mercader, un sicario agente del estalinismo. En
esta oportunidad, queremos homenajear al gran revolucionario
ruso presentando una faceta suya no tan conocida: sus
intuiciones y observaciones a propósito de América Latina.
La
persecución mortal de Stalin, en pleno curso de los
siniestros Juicios de Moscú había logrado que el gobierno
noruego lo expulsara. Así Trotsky vino a recalar en México
el 9 de enero de 1937, luego de que el presidente de ese país,
Lázaro Cárdenas, le concediera derecho de asilo.
Con
enorme agudeza y sensibilidad, casi desde sus primeras líneas
sobre un mundo que debía resultar casi enteramente nuevo
para él, Trotsky va delineando una serie de señalamientos
sobre México y Latinoamérica en el concierto del
capitalismo imperialista a nivel mundial. Sus textos expresan
una gran riqueza de valoraciones y definiciones que se
muestra hoy de total actualidad.
Tres
elementos constituyen, creemos, el centro de su reflexión
sobre el tema: 1) el carácter semicolonial de la mayoría
de las naciones latinoamericanas y cómo la emancipación
de todos los imperialismos es la clave para la liberación
de la región; 2) el carácter de los gobiernos
“nacionalistas burgueses” (el caso del propio Cárdenas,
contemporáneo a la estadía de Trotsky) como
“bonapartismo sui generis”, es decir, gobiernos que se
caracterizan por maniobrar entre el imperialismo, la burguesía
nacional y la clase obrera, incluso haciéndoles concesiones
a ésta, pero sin ir nunca, a lo sumo, mas allá de un
mero capitalismo de Estado (como vemos, el proceso del
chavismo está lejos de ser una novedad), y 3) la necesidad
de la centralidad de la clase obrera y de que ésta
se dé una perspectiva política absolutamente
independiente para resolver incluso las elementales
tareas democráticas, nacionales y agrarias pendientes en la
región, como parte de la pelea por la Unidad Socialista
de Latinoamérica.
La
actualidad de estos escritos, de los cuales hemos
seleccionado los aquí reproducidos, es entonces candente,
en momentos en que gobiernos como los de Chávez y Evo
Morales tienen un fuerte impacto sobre sectores de masas, y
cuando está planteado el desafío de la ubicación de los
socialistas revolucionarios frente a ellos.
La
política de Roosevelt en América Latina(*)
(3 de septiembre de 1938)
Las principales esferas de actividad del imperialismo
yanqui se distribuyen entre los continentes de Europa, Asia
y América Latina, en cada uno de los cuales sigue un curso
diferente en conformidad con sus intereses generales y
ajustado a las circunstancias concretas en que se ha
desarrollado en relación a las otras potencias.
En América Latina aunque enfrentando a un poderoso rival
bajo la forma de Gran Bretaña y en una escala menor pero
creciente al Japón y Alemania, Estados Unidos se mantiene
como la fuerza imperialista dominante. Los Estados Unidos
aparecieron en escena en una fecha posterior a países tales
como España, Portugal, Alemania e Inglaterra, pero a
vueltas de siglo estaba ya en camino de dejar atrás a sus
rivales. Su rápido desarrollo industrial y financiero, los
problemas a que se enfrentaron los países europeos durante
la guerra mundial y la transformación de los Estados Unidos
en el acreedor mundial durante ese periodo, facilitaron su
elevación a la cúspide y le permitieron establecer su
hegemonía imperialista sobre la mayoría de los países de
Centro y Sud América y del Mar Caribe.
Los Estados Unidos habían proclamado su intención de
mantener esta hegemonía contra las intrusiones del
imperialismo europeo y japonés. La forma política de esta
proclamación es la Doctrina Monroe, la que, a fines del
siglo XIX ha sido uniformemente interpretada por todas las
administraciones de Washington como el derecho del
imperialismo yanqui a la posición dominante en los países
latinoamericanos, preliminar a la conquista del papel de su
explotador exclusivo. En los países centroamericanos, del
Caribe y del norte de la América del Sur, en particular,
esto ha significado la reducción de los pueblos al estado
de colonias o semicolonias oprimidas del imperialismo yanqui
y a la imposición, a menudo por medio del uso más
descarado de la fuerza, de gobiernos que son simples títeres
en manos de Wall Street, respaldados por la intervención
diplomática y militar directa del gobierno de los Estados
Unidos.
Con objeto de obtener la “puerta cerrada” en América
Latina esto es, cerrada para los rivales y abierta sólo
para los Estados Unidos el “democrático” imperialismo
yanqui ha sido apuntalado en los países latinoamericanos
por las más autocráticas dictaduras militares “criollas
las que han servido para sostener la estructura imperialista
y garantizar una ininterrumpida corriente de superutilidades
al Coloso del Norte. El carácter real del “democrático”
capitalismo yanqui se revela mejor que nada por las
dictaduras tiránicas en los países latinoamericanos, con
las que se hallan indisolublemente ligadas su suerte y su
política, y sin las cuales los días de su predominio
imperialista en el hemisferio occidental están contados.
Los déspotas sanguinarios bajo cuya oprimente dominación
sufren los millones de obreros y campesinos de América
Latina, los Vargas y los Batista, no son, en esencia, más
que las herramientas políticas de los “democráticos”
Estados Unidos imperialistas. En países como Puerto Rico,
el imperialismo yanqui, a través de su gobernador Winship,
directa y rudamente procesa y suprime el movimiento
nacionalista.
En muchos de los países latinoamericanos, la ascendente
burguesía nacional, buscando una mayor participación en el
botín y aun esforzándose por aumentar la medida de su
independencia -es decir, por conquistar la posición
dominante en la explotación de su propio país- es cierto
que trata de utilizar las rivalidades y conflictos de los
imperialistas extranjeros con este fin. Pero su debilidad
general y su retrasada aparición les impide alcanzar un más
alto nivel de desarrollo que el de servir a un amo
imperialista contra otro. No pueden lanzar una lucha seria
contra toda dominación imperialista y por una auténtica
independencia nacional por temor a desencadenar un
movimiento de masas de los trabajadores del país, que a su
vez amenazaría su propia existencia social. El ejemplo
reciente de Vargas, que trata de utilizar la rivalidad entre
los Estados Unidos y Alemania, pero al mismo tiempo mantiene
la más salvaje dictadura sobre las masas populares, viene
al caso.
La administración Roosevelt, a pesar de todas sus
almibaradas pretensiones, no ha alterado realmente la
tradición imperialista de sus predecesores. Ha reiterado
enfáticamente la maligna Doctrina Monroe; ha confirmado sus
demandas monopolísticas sobre América Latina en las
Conferencias de Buenos Aires; ha santificado con su aprobación
a los execrables regímenes de Vargas y Batista; su
exigencia de una mayor escuadra para patrullar no sólo el
Pacífico, sino también el Atlántico, es una prueba de su
determinación de esgrimir la fuerza armada de los Estados
Unidos en defensa de su poder imperialista en la parte sur
del hemisferio.
Bajo Roosevelt, la política del puño de hierro en América
Latina se cubre con el guante de terciopelo de las
pretensiones demagógicas de amistad y “democracia”. La
política del “buen vecino” no es más que la tentativa
de unificar al hemisferio occidental bajo la hegemonía de
Washington, como un sólido bloque. esgrimido por este último
en su vigorosa campaña para cerrar la puerta de los dos
continentes americanos a todos los poderes imperialistas,
excepto él mismo. Esta política se complementa
materialmente por medio de los tratados de comercio
favorables que Estados Unidos se empeña en celebrar con los
países latinoamericanos en la esperanza de desalojar sistemáticamente
del mercado a sus rivales. El papel decisivo que juega el
comercio exterior en la vida económica de los Estados
Unidos impele a este último hacia esfuerzos aún más
decididos para excluir a todos los competidores del mercado
latinoamericano, por medio de una combinación de producción
barata, diplomacia, artimañas y cuando es necesario, de la
fuerza.
Al mismo tiempo, la política del imperialismo yanqui
necesariamente aumentará la resistencia revolucionaria de
los pueblos latinoamericanos a los que debe explotar con
creciente intensidad. Esta resistencia, a su vez, chocará
con la más feroz represión y tentativas de supresión por
parte de los Estados Unidos, que se revelarán aún más
plenamente como el gendarme de la explotación imperialista
extranjera y un puntal de las dictaduras nativas. Por su
misma posición, por consiguiente, Washington, al servicio
de Wall Street, desempeñará un papel crecientemente
reaccionario en los países latinoamericanos. Así, los
Estados Unidos aparecen como el amo predominante y agresivo
de América Latina, listo para proteger su poder con las
armas en la mano contra cualquier asalto serio de sus
rivales imperialista o contra cualquier tentativa de los
pueblos de América Latina para liberarse de su expoliadora
dominación.
1. Publicada en Escritos Varios, Editorial Cultura
Obrera, México, 1973, y reproducido en Escritos
latinoamericanos, Buenos Aires, CEIP, 1999. Franklin Delano
Roosevelt era el presidente de EEUU cuando Trotsky escribió
el artículo.
La
industria nacionalizada y la administración obrera
(**)
(12 de mayo de 1939)
En los países industrialmente atrasados el capital
extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa
debilidad de la burguesía nacional en relación al
proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de
poder estatal. El gobierno oscila entre el capital
extranjero y el nacional, entre la relativamente débil
burguesía nacional y el relativamente poderoso
proletariado. Esto le da al gobierno un carácter
bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva,
por así decirlo, por encima de las clases. En realidad,
puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del
capital extranjero y sometiendo al proletariado con las
cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el
proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones,
ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta
libertad en relación a los capitalistas extranjeros. La
actual política (del gobierno mexicano. Trad.) se ubica en
la segunda alternativa; sus mayores conquistas son la
expropiación de los ferrocarriles y de las compañías
petroleras.
Estas medidas se encuadran enteramente en los marcos del
capitalismo de estado. Sin embargo, en un país semicolonial,
el capitalismo de estado se halla bajo la gran presión del
capital privado extranjero y de sus gobiernos, y no puede
mantenerse sin el apoyo activo de los trabajadores. Eso es
lo que explica por qué, sin dejar que el poder real escape
de sus manos, (el gobierno mexicano) trata de darles a las
organizaciones obreras una considerable parte de
responsabilidad en la marcha de la producción de las ramas
nacionalizadas de la industria.
¿Cuál debería ser la política del partido obrero en
estas circunstancias? Sería un error desastroso, un
completo engaño, afirmar que el camino al socialismo no
pasa por la revolución proletaria, sino por la
nacionalización que haga el estado burgués en algunas
ramas de la industria y su transferencia a las
organizaciones obreras. Pero esta no es la cuestión. El
gobierno burgués llevo a cabo por sí mismo la
nacionalización y se ha visto obligado a pedir la
participación de los trabajadores en la administración de
la industria nacionalizada. Por supuesto, se puede evadir la
cuestión aduciendo que, a menos que el proletariado tome el
poder, la participación de los sindicatos en el manejo de
las empresas del capitalismo de estado no puede dar
resultados socialistas. Sin embargo, una política tan
negativa de parte del ala revolucionaria no sería
comprendida por las masas y reforzaría las posiciones
oportunistas. Para los marxistas no se trata de construir el
socialismo con las manos de la burguesía, sino de utilizar
las situaciones que se presentan dentro del capitalismo de
estado y hacer avanzar el movimiento revolucionario de los
trabajadores.
La participación en los parlamentos burgueses no puede ya
ofrecer resultados positivos importantes; en determinadas
situaciones, puede incluso conducir a la desmoralización de
los diputados obreros. Pero esto no es argumento para que
los revolucionarios apoyen el antiparlamentarismo.
Sería inexacto identificar la participación obrera en la
administración de la industria nacionalizada con la
participación de los socialistas en un gobierno burgués
(lo que se llama ministerialismo). Todos los miembros de un
gobierno están ligados por lazos de solidaridad. Un partido
representado en el gobierno es responsable de la política
del gobierno en su conjunto. La participación en el manejo
en una cierta rama de la industria brinda, en cambio, una
amplia oportunidad de oposición política. En caso de que
los representantes obreros estén en minoría en la
administración, tienen todas las oportunidades para
proclamar y publicar sus propuestas rechazadas por la mayoría,
ponerlas en conocimiento de los trabajadores, etc.
La participación de los sindicatos en la administración
de la industria nacionalizada puede compararse con la de los
socialistas en los gobiernos municipales, donde ganan a
veces la mayoría y están obligados a dirigir una
importante economía urbana, mientras la burguesía continúa
dominando el estado y siguen vigentes las leyes burguesas de
propiedad. En la municipalidad, los reformistas se adaptan
pasivamente al régimen burgués. En el mismo terreno, los
revolucionarios hacen todo lo que pueden en interés de los
trabajadores y, al mismo tiempo, les enseñan a cada paso
que, sin la conquista del poder del estado, la política
municipal es impotente.
La diferencia es, sin duda, que en el gobierno municipal
los trabajadores ganan ciertas posiciones por medio de
elecciones democráticas, mientras que en la esfera de la
industria nacionalizada el propio gobierno los invita a
hacerse cargo de determinados puestos. Pero esta diferencia
tiene un carácter puramente formal. En ambos casos, la
burguesía se ve obligada a conceder a los trabajadores
ciertas esferas de actividad. Los trabajadores las utilizan
en favor de sus propios intereses.
Sería necio no tener en cuenta los peligros que surgen de
una situación en que los sindicatos desempeñan un papel
importante en la industria nacionalizada. El riesgo radica
en la conexión de los dirigentes sindicales con el aparato
del capitalismo de estado, en la transformación de los
representantes del proletariado en rehenes del estado burgués.
Pero por grande que pueda ser este peligro, sólo constituye
una parte del peligro general, más exactamente, de una
enfermedad general: la degeneración burguesa de los
aparatos sindicales en la época del imperialismo, no sólo
en los viejos centros metropolitanos sino también en los países
coloniales. Los líderes sindicales son, en la abrumadora
mayoría de los casos, agentes políticos de la burguesía y
de su estado. En la industria nacionalizada pueden volverse,
y ya se están volviendo, sus agentes administrativos
directos. Contra esto no hay otra alternativa que luchar por
la independencia del movimiento obrero en general; y en
particular por la formación en los sindicatos de firmes núcleos
revolucionarios que, a la vez que defienden la unidad del
movimiento sindical, sean capaces de luchar por una política
de clase y una composición revolucionaria de los organismos
directivos.
Otro peligro reside en el hecho de que los bancos y otras
empresas capitalistas, de las cuales depende económicamente
una rama determinada de la industria nacionalizada, pueden
utilizar, y sin duda lo harán, métodos especiales de
sabotaje para poner obstáculos en el camino de la
administración obrera, desacreditarla y empujarla al
desastre. Los dirigentes reformistas tratarán de evitar el
peligro adaptándose servilmente a las exigencias de sus
proveedores capitalistas, en particular de los bancos. Los líderes
revolucionarios, en cambio, del sabotaje bancario extraerán
la conclusión de que es necesario expropiar los bancos y
establecer un solo banco nacional, que llevaría la
contabilidad de toda la economía. Por supuesto, esta cuestión
debe estar indisolublemente ligada a la de la conquista del
poder por la clase trabajadora.
Las distintas empresas capitalistas, nacionales y
extranjeras, conspirarán inevitablemente, junto con las
instituciones estatales, para obstaculizar la administración
obrera de la industria nacionalizada. Por su parte, las
organizaciones obreras que manejen las distintas ramas de la
industria nacionalizada deben unirse para intercambiar
experiencias, darse mutuo apoyo económico, y actuar unidas
ante el gobierno, por las condiciones de crédito, etc. Por
supuesto, esa dirección central de la administración
obrera de las ramas nacionalizadas de la industria debe
estar en estrecho contacto con los sindicatos.
Para resumir, puede afirmarse que este nuevo campo de
trabajo implica las más grandes oportunidades y los mayores
peligros. Estos consisten en que el capitalismo de estado,
por medio de sindicatos controlados, puede contener a los
obreros, explotarlos cruelmente y paralizar su resistencia.
Las posibilidades revolucionarias consisten en que, basándose
en sus posiciones en ramas industriales de excepcional
importancia, los obreros lleven el ataque contra todas las
fuerzas del capital y del estado burgués. ¿Cuál de estas
posibilidades triunfará? ¿Y en cuanto tiempo?
Naturalmente, es imposible predecirlo. Depende totalmente de
la lucha de las diferentes tendencias en la clase obrera, de
la experiencia de los propios trabajadores, de la situación
mundial. De todos modos, para utilizar esta nueva forma de
actividad en interés de los trabajadores y no de la
burocracia y aristocracia obreras, sólo se necesita una
condición: la existencia de un partido marxista
revolucionario que estudie cuidadosamente todas las formas
de actividad de la clase obrera, critique cada desviación,
eduque y organice a los trabajadores, gane influencia en los
sindicatos y asegure una representación obrera
revolucionaria en la industria nacionalizada.
(**) Publicado en Escritos, Tomo X, pág. 482, Bogotá,
Editorial Pluma, 1977.
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