Estados
Unidos
Elecciones
en tiempos de crisis
Por
Claudio Testa
La portada del New
York Times Magazine
del 27 de enero pasado, en plena vigilia por las elecciones
internas de demócratas y republicanos, lo dice todo. Dos
dedos sujetando una minúscula réplica del mapa de EEUU, en
el cual está escrito en letras pequeñas: “¿Quién
hizo desaparecer a la superpotencia?”
Este
“chiste” hubiera sido inconcebible diez años atrás.
Pero las elecciones presidenciales de noviembre, para las
cuales se están ahora seleccionando candidatos, van a tener
lugar en medio de una profunda crisis que es, además,
de múltiples dimensiones. Es económica y
financiera, pero también es una crisis de dominación
mundial del imperialismo yanqui, además de una crisis
militar. Y en el “frente interno”, se manifiesta
como una crisis política, acompañada de un profundo
sentimiento de pesimismo, descreimiento y desmoralización
en amplios sectores que antes creían en los valores y el
sistema norteamericano.
Si
las cosas no han pasado a mayores, se debe principalmente a
que en el “frente interno” las masas estadounidenses
todavía no han irrumpido en la escena. Esta es la base
sobre la cual, a pesar de su desgaste y desprestigio, sigue
en pie a nivel político-electoral el sistema bipartidista
demócrata-republicano (dos partidos entre los cuales no hay
diferencias de fondo). Pero ahora la crisis económica puede
ahondar el malestar de los trabajadores y sectores populares
y empezar a cambiar este factor fundamental de ausencia de
la movilización de masas.
En
ese cuadro, el proceso para elegir sucesor a Bush cobra
particular relevancia. Es que el gran capital yanqui está
confrontado a una “crisis de dirección” y sobre
todo de orientación política y estrategia global.
Un programa y una política –la neoconservadora del
“nuevo siglo norteamericano” que encarnó Bush, pero que
fue apoyada por la mayor parte de la burguesía– han
fracasado política, económica y militarmente. Pero, al
mismo tiempo, aún no está claro con qué otras
orientaciones más o menos diferentes se va a reemplazar
esta orientación, ni cómo salir de este atolladero.
La
actual crisis “multidimensional” se identifica con los
ocho años de gestión de la administración republicana,
con Bush a la cabeza. Es difícil encontrar en la historia
de EEUU o de otros países una acumulación tal de desastres
en una sola presidencia. Podríamos sintetizarlo diciendo
que “no pegó una”. Sus conversaciones privadas
con Dios no le dieron resultado.
Bush
comenzó su gestión con la “guerra mundial contra el
terrorismo”, que apareció al principio como una cruzada
triunfal, pero que desembocó en el actual empantanamiento.
Y finaliza su mandato con una crisis financiera y económica
que amenaza ser la más grave desde la posguerra. En el
camino, se deterioró seriamente la hegemonía mundial de
EEUU, donde está siendo desobedecido hasta en su
tradicional “patio trasero” latinoamericano. A los ojos
del mundo, perdió también legitimidad y credibilidad: en
primer lugar, se vino abajo su fachada de “defensor de la
democracia” y los “derechos humanos”. Para la mayoría
de la población del planeta, hoy EEUU es sinónimo de
guerras, torturas y matanzas. En la economía, además de la
actual crisis, Bush recibió una administración con superávit
fiscal y la devolverá con el mayor déficit de la
historia... que va en crecimiento vertiginoso: en el
ejercicio del 2008 será de US$ 410.000 millones, contra
162.000 del 2007. Y la lista completa de desastres es más
larga aún.
El
“cambio”: la palabra mágica de la campaña
Las
elecciones primarias realizadas ya en la mayoría de los
estados norteamericanos, no han arrojado resultados
definitivos. En el Partido Demócrata, que se estima ganador
en las elecciones de noviembre próximo, sigue la
competencia entre Hillary Clinton y Barack Obama,
aunque con ventaja para la primera, después de imponerse en
el estratégico estado de California. En cambio, en el
Partido Republicano se afirma con más certeza la
candidatura de John McCain. Las incógnitas pueden
subsistir hasta las convenciones partidarias que finalmente
consagran los candidatos presidenciales.
En
las elecciones estadounidenses –como en los comicios
burgueses del resto del mundo– hay que distinguir
cuidadosamente entre la campaña para consumo del gran público,
con sus ribetes más o menos circenses y engañabobos, y los
programas reales de los candidatos y sus diferencias
entre sí.
Es
posible, por ejemplo, que en el 2000 los retozos de Bill
Clinton con Monica Lewinsky hayan tenido más importancia
para el triunfo electoral de Bush –un candidato que en
contraste predicaba la “moral” y los “valores de la
familia”– que el programa de guerras que se traía en
bolsillo.
Es
que las campañas electorales en todo el mundo, con EEUU a
la vanguardia, se han transformado en algo muy parecido a
las campañas publicitarias para que la gente compre un jabón
o un desodorante. Y, tal como sucedió con Bush, lo usual es
que se claven.
De
todos modos, hasta en sus aspectos más circenses y engañosos,
las distintas campañas son significativas del momento político
en que se vive. En ese sentido, en los presentes comicios de
EEUU, la palabra mágica es el “cambio”.
Esta
fue la consigna lanzada inicialmente por Barack Obama: “Change
- You can believe in” (Cambio – Podemos creer en él).
Pero luego todos, en mayor menor medida –y especialmente
su rival Hillary Clinton– prometen el “cambio”,
“cambiar las cosas”, etc..
Incluso
los precandidatos republicanos –que cargan sobre sus
espaldas la herencia maldita de Bush y desde el vamos se
sienten perdedores–, tratan de presentarse como algo
“nuevo”. Para eso evitan como la peste referirse a los
ocho años de su presidencia. En la campaña republicana,
Bush prácticamente no existió ni existe. Y quien se
perfila ganador –John McCain– es un político
relativamente al margen del aparato republicano y de
los insufribles evangelistas de extrema derecha que dieron
la nota en la presidencia de Bush.
En
las campañas presidenciales anteriores (2000 y 2004) que
ganó Bush, el acento de la publicidad para vender los
candidatos triunfantes no era precisamente el de cambiar
nada, sino el de conservar tanto la política
exterior belicista como los valores más reaccionarios de la
“cultura” estadounidense y el neoliberalismo más crudo
a nivel económico-social.
Sin embargo, el desastre político, militar y económico
en que ha desembocado la aventura neoconservadora ha
cambiado el humor de los votantes. Ahora se trata de “cambiar”,
de buscar “algo nuevo” y “gente nueva”.
Este
ha sido el secreto del increíble ascenso de la candidatura
de Barack Obama, que corre con la ventaja de presentarse
(falsamente) como un “outsider”, como un “nuevo” líder,
al margen del aparato tradicional del Partido Demócrata, en
competencia con Hillary Clinton que es del riñón de esa
maquinaria política. Para eso, también reivindica que fue
uno de los escasos políticos que no apoyó la guerra de
Iraq, como hizo Hillary.
Gane
o no la nominación como candidato presidencial demócrata,
Obama es la gran novedad de estas elecciones,
no porque proponga, como veremos, nada muy distinto, sino
porque creció arrolladoramente al aparecer como el
personaje “nuevo”, “diferente” e independiente
de los aparatos partidarios. Y eso no sólo
frente a las momias del Partido Republicano, sino también
en relación con los demócratas. Sus votos los ha ganado
principalmente entre los jóvenes, que aparecen como el
sector más harto de las viejas figuras políticas y de la
presente situación del país. Que, además sea negro y que
lleve un apellido nada anglosajón hubieran sido antes obstáculos
insalvables. Hoy lo ayudaron aparecer como un gran “cambio”.
Cambiar
algo para que todo siga igual
Este
viento de “cambios”, producto de la crisis múltiple de
EEUU, es importante como dato de lo que está pasando en
la cabeza de millones de estadounidenses., especialmente
de la joven generación. Sin embargo, hay un largo trecho
desde los discursos de los candidatos para venderse
mejor en el mercado electoral a sus programas reales.
Aunque
se trate –tanto en el caso de demócratas como de
republicanos– de políticos igualmente representativos
del capital imperialista, podría haber (dentro de esos
límites) diferencias programáticas más o menos notorias.
En los años 30, Roosevelt tenía un programa burgués muy
distinto al de la derecha republicana. En el 2000, sin que
hubiese diferencias tan grandes, el programa del “nuevo
siglo norteamericano” de los neoconservadores que sostenía
Bush no era exactamente igual al del demócrata Al Gore,
mera continuidad de Clinton.
Pero,
en las presentes elecciones, se da la paradoja de que
mientras más se habla de “cambio”, las propuestas
concretas son una nebulosa no muy diferente en todos los
precandidatos, comenzando por el “innovador” Obama.
Hasta
en el terreno de los mayores desastres de Bush –el de las
intervenciones militares en Medio Oriente– nadie propone
“levantar campamento”. Obama, por ejemplo, que ha hecho
de su inicial oposición a la invasión de Iraq el
estandarte de su campaña, no plantea de ninguna manera
la retirada total e inmediata (como lo desea, en cambio,
la mayoría del pueblo norteamericano). Sus planes (no muy
concretos) se limitan a una retirada parcial en cámara
lenta, pero conservando fuertes bases militares y el control
colonial del país.
En
verdad, los distintos “planes de retirada” de Iraq,
tanto de demócratas como de republicanos, se parecen a los
de “vietnamización” a fines de los 60 en la guerra de
Indochina: o sea, tratar de montar un ejército títere que
permita a las tropas yanquis salir de la primera línea de
fuego para atrincherarse en fuertes bases militares. O sea, continuar
la ocupación bajo otras formas.
Con
respecto a Irán, tampoco las propuestas de Obama o de
Hillary Clinton difieren esencialmente de las de los
republicanos moderados: negociar con Irán... pero
“conservar en la mesa todas las opciones”. O sea, si Irán
no se somete, siempre estaremos a tiempo de bombardearlo.
Aunque
Hillary en relación a Irán es la más hidrofóbica (quizá
por la magnitud de la financiación del lobby israelí a su
campaña), Obama le dobla la apuesta, porque propone
bombardear además Pakistán...
Si
para Hillary el cambio significa volver a la era Clinton,
para Obama, sorprendentemente, es regresar a los buenos
tiempos de... Ronald Reagan, que en los 80, junto con
Margaret Thatcher en Gran Bretaña, encabezó la llamada
“revolución conservadora”, que arrasó con las
conquistas obreras en ambos países. Reagan, anticomunista
rabioso, entre otras hazañas impulsó a la contra nicaragüense
y a la represión en Centroamérica que costó centenares de
miles de víctimas... ¡Ése es el espejo en que se mira el
“innovador” Barack Obama!
A
nivel de la economía, punto fundamental en la actual
crisis, tampoco se aprecian hasta ahora diferencias
substanciales: dólar más, dólar menos, las vagas
medidas propuestas por los principales precandidatos tocan
la misma música: recorte de tasas de interés y de
impuestos, paquetes de estímulo al gasto, etc.
La
vaguedad de las propuestas (que contrastan con la claridad
del programa neoconservador que tomó la manija en el 2000
con Bush) posiblemente refleja las circunstancias de crisis,
llena de debates e indecisiones en la burguesía
imperialista. No aparece un recambio claro a la orientación
iniciada con Bush, sino correcciones “tácticas” más o
menos importantes, varias de las cuales el mismo Bush ya ha
ido procesando. Hasta ahora, los aspirantes a sucederlo
tampoco apuntan más allá de eso.
El
problema de fondo en la situación estadounidense es
la extrema debilidad de una alternativa independiente
de los dos partidos de la burguesía imperialista, debilidad
abonada por el retraso de las masas obreras y populares en
entrar a escena.
Sin
embargo, el sentimiento generalizado, sobre todo en las
nuevas generaciones, a favor de cambios, es un síntoma
progresivo. Pero, sin esa acción independiente, es
manipulable por la demagogia electorera de los Obama y las
Hillary Clinton.
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