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20 de agosto de 2009, a 69 años de su asesinato
Nuestro homenaje a
León Trotsky
Hace 69 años, un sicario de la burocracia
stalinista asesinaba a León Trotsky en su exilio en México.
Lo ocurrido en el mundo desde entonces, ha confirmado –en
sus grandes rasgos– mucho de la teoría, los análisis y
la política del gran revolucionario ruso.
Las burocracias mal caracterizadas cómo
“obreras” por muchos trotskistas en la 2ª posguerra
–tanto la de Moscú como la que luego se instalaría en
Pekín– confirmaron históricamente su carácter
contrarrevolucionario, carácter definido primero que nadie
por el propio Trotsky, promoviendo finalmente la restauración
del capitalismo en todos sus dominios.
Por su parte, el sistema capitalista, después
del respiro que le dio esta capitulación, está demostrando
plenamente que sólo puede llevar a la humanidad a la catástrofe,
y a una escala que ni el mismo Trotsky llegó a imaginar.
La disyuntiva de “socialismo o barbarie” se
ha ampliado hasta el punto de que está en cuestión la
supervivencia misma de la humanidad si no logra acabar a
tiempo con el capitalismo.
Pero también, aunque por la negativa, se ha
confirmado que sólo si la única clase productora –la
clase trabajadora– toma las riendas de la sociedad, se
abre la posibilidad de superar revolucionariamente la
explotación del hombre por el hombre.
Todos los ensayos “sustituistas” –tanto los
de las burocracias stalinistas como de los reformismos y
populismos– fracasaron miserablemente en estos 69 años.
Fracasaron las revoluciones anticapitalistas de
la posguerra porque la clase obrera estuvo ausente.
También fracasaron los supuestos procesos de
transición al socialismo en los que –es enseñanza histórica–
no se puede avanzar por el mero automatismo de las leyes
económicas.
Si no está al frente la clase obrera, no sólo
no hay avance hacia el socialismo: se termina perdiendo el
propio carácter obrero del Estado tal cual ocurrió –a
nuestro entender– en la ex URSS.
Por eso, la reivindicación histórica del
combate de León Trotsky, es también la reivindicación y
confirmación del “marxismo clásico”: la
liberación de los trabajadores sólo podrá ser obra de los
trabajadores mismos por intermedio de sus organizaciones,
programas y partidos.
Aquí, en memoria de León Trotsky, publicamos un
texto teórico de enorme importancia que hace referencia a
la relación que debe existir entre la transición
socialista y la tendencia a la disolución del Estado.
Se trata del capítulo III de una de sus más
grandes obras teóricas, “La Revolución Traicionada”,
que contiene enseñanzas que están por delante –a pesar
de haber sido escrita cuando el proceso de burocratización
de la ex URSS apenas tenía unos años– de lo que muchas
de las corrientes de nuestro movimiento trotskista son
capaces de escribir hoy.
Presentamos
entonces El Socialismo y el Estado.
***
El
socialismo y el Estado
El
régimen transitorio
¿Es
cierto, como lo afirman las autoridades oficiales, que el
socialismo ya se ha realizado en la URSS? Si la respuesta es
negativa, ¿puede decirse cuanto menos que los éxitos
obtenidos garantizan la realización del socialismo en las
fronteras nacionales, independientemente del curso de los
acontecimientos en el resto del mundo? La apreciación crítica
de los principales índices de la economía soviética debe
darnos un punto de partida para buscar una respuesta justa.
Pero no podemos pasar por alto una observación histórica
preliminar.
El
marxismo considera el desarrollo de la técnica como el
resorte principal del progreso, y construye el programa
comunista sobre la dinámica de las fuerzas de producción.
Suponiendo que una catástrofe cósmica destruyera en un
porvenir más o menos próximo a nuestro planeta, tendríamos
que renunciar a la perspectiva del comunismo, como a muchas
otras cosas. Fuera de este peligro, problemático por el
momento, no tenemos la menor razón científica para fijar
de antemano cualquier límite a nuestras posibilidades técnicas,
industriales y culturales. El marxismo está profundamente
penetrado del optimismo del progreso, y esto basta, digámoslo
de pasada, para oponerlo irreductiblemente a la religión.
La
base material del comunismo deberá consistir en un
desarrollo tan alto del poder económico del hombre que el
trabajo productivo, al dejar de ser una carga y una pena, no
necesite de ningún aguijón, y que el reparto de los
bienes, en constante abundancia, no exija –como
actualmente en una familia acomodada o en una pensión
“conveniente”– más control que el de la educación,
el hábito, la opinión pública. Hablando francamente, es
necesaria una gran dosis de estupidez para considerar como
utópica una perspectiva al fin de cuentas tan modesta.
El
capitalismo ha preparado las condiciones y las fuerzas de la
revolución social: la técnica, la ciencia, el
proletariado. Sin embargo, la sociedad comunista no puede
suceder inmediatamente a la burguesa; la herencia cultural y
material del pasado es demasiado insuficiente. En sus
comienzos, el Estado obrero aún no puede permitir a cada
uno “trabajar según sus capacidades”, o, en otras
palabras, lo que pueda y quiera, ni recompensar a cada uno
“según sus necesidades”, independientemente del trabajo
realizado. El interés del crecimiento de las fuerzas
productivas obliga a recurrir a las normas habituales del
salario, es decir, al reparto de bienes según la cantidad y
calidad del trabajo individual.
Marx
llamaba a esta primera etapa de la nueva sociedad “la
etapa inferior del comunismo”, a diferencia de la etapa
superior en la que desaparece, al mismo tiempo que el último
espectro de la necesidad, la desigualdad material.
“Naturalmente que aún no hemos llegado al comunismo
completo –dice la actual doctrina soviética oficial–,
pero ya hemos realizado el socialismo, es decir, la etapa
inferior del comunismo”. E invoca en su apoyo la supremacía
de los trusts de Estado en la industria, de los koljoses en
la agricultura, de las empresas estatizadas y cooperativas
en el comercio. A primera vista, la concordancia es completa
con el esquema a priori –y por tanto, hipotético– de
Marx. Pero, desde el punto de vista del marxismo, el
problema no se refiere precisamente a las simples formas de
la propiedad, independientemente del rendimiento obtenido
por el trabajo. En todo caso, Marx entendía por “etapa
inferior del comunismo” la de una sociedad cuyo desarrollo
económico fuera, desde un principio, superior al del
capitalismo avanzado. En teoría, esta manera de plantear el
problema es irreprochable, pues el comunismo, considerado a
escala mundial, constituye, aun en su etapa inicial, en su
punto de partida, un grado superior en relación con la
sociedad burguesa. Marx esperaba, por otra parte, que los
franceses comenzarían la revolución socialista, que los
alemanes continuarían y que terminarían los ingleses. En
cuanto a los rusos, quedaban en la lejana retaguardia. La
realidad fue distinta. Tratar, por tanto, de aplicar mecánicamente
al caso particular de la URSS en la fase actual de su
evolución la concepción histórica universal de Marx es
caer bien pronto en inextricables contradicciones.
Rusia
no era el eslabón más resistente sino el más débil del
capitalismo. La URSS actual no sobrepasa el nivel de la
economía mundial; no hace más que alcanzar a los países
capitalistas. Si la sociedad que debía formarse sobre la
base de la socialización de las fuerzas productivas de los
países más avanzados del capitalismo representaba para
Marx la “etapa inferior del comunismo”, esta definición
no se aplica seguramente a la URSS, que sigue siendo, en ese
respecto, mucho más pobre en cuanto a técnica, a bienes y
a cultura que los países capitalistas. Es más exacto,
pues, llamar al régimen soviético actual, con todas sus
contradicciones, transitorio entre el capitalismo y el
socialismo, o preparatorio al socialismo, y no socialista.
Esta
preocupación por una justa terminología no implica ninguna
pedantería. La fuerza y la estabilidad de los regímenes se
miden, en último análisis, por el rendimiento relativo del
trabajo. Una economía socialista en vías de sobrepasar en
el sentido técnico al capitalismo tendría asegurado
realmente un desarrollo socialista en cierto modo automático,
lo que desdichadamente no puede decirse de la economía soviética.
La
mayor parte de los apologistas vulgares de la URSS, tal como
sucede en la actualidad, están inclinados a razonar más o
menos así: aun reconociendo que el régimen soviético
actual todavía no es socialista, el desarrollo ulterior de
las fuerzas productivas, sobre las bases actuales, debe,
tarde o temprano, conducir al triunfo completo del
socialismo. Sólo el factor tiempo es discutible. ¿Vale la
pena hacer tanto ruido por eso? Por victorioso que parezca
este razonamiento, en realidad es muy superficial. El tiempo
no es, de ninguna manera, un factor secundario cuando se
trata de un proceso histórico: es infinitamente más
peligroso confundir el presente con el futuro en política
que en gramática. El desarrollo no consiste, como se lo
representan los evolucionistas vulgares del género de los
Webb, en la acumulación planificada y en la “mejoría”
constante de lo que es. Implica transformaciones de cantidad
en calidad, crisis, saltos hacia adelante, retrocesos.
Justamente
porque la URSS aún no está en la primera etapa del
socialismo, sistema equilibrado de producción y de consumo,
su desarrollo no es armonioso sino contradictorio. Las
contradicciones económicas hacen nacer los antagonismos
sociales, que despliegan su propia lógica sin esperar el
desarrollo de las fuerzas productivas. Acabamos de verlo en
el problema del kulak,
que no se ha dejado “asimilar” por el socialismo y que
ha exigido una revolución complementaria que los burócratas
y sus ideólogos no se esperaban. ¿Consentirá la
burocracia, en cuyas manos se concentran el poder y la
riqueza, en dejarse asimilar por el socialismo? Nos
permitimos dudarlo. Sería imprudente, en todo caso, confiar
en su palabra. ¿En qué sentido evolucionará durante los
tres, cinco o diez años próximos el dinamismo de las
contradicciones económicas y de los antagonismos sociales
de la sociedad soviética? Aún no hay respuesta definitiva
e indiscutible a esta pregunta. La solución depende de la
lucha de las fuerzas vivas de la sociedad, no solamente a
escala nacional, sino a escala internacional. Cada nueva
etapa nos impone, desde luego, el análisis concreto de las
tendencias y de las relaciones reales, en su conexión y en
su constante interdependencia. La importancia de un análisis
de este género va a saltar a nuestra vista en el problema
del Estado soviético.
Programa y realidad
Siguiendo
a Marx y Engels, Lenin ve el primer rasgo distintivo de la
revolución en que al expropiar a los explotadores suprime
la necesidad de un aparato burocrático que domine a la
sociedad y, sobre todo, de la policía y del ejército
permanente. “El proletariado necesita del Estado, todos
los oportunistas lo repiten –escribía Lenin en 1917, dos
meses antes de la conquista del poder–, pero olvidan añadir
que el proletariado sólo necesita un Estado agonizante; es
decir, que comience inmediatamente a agonizar y que no pueda
dejar de agonizar” (El
Estado y la revolución). En su tiempo, esta crítica
fue dirigida contra los socialistas reformistas del tipo de
los mencheviques rusos, de los fabianos ingleses, etc.;
actualmente, se vuelve en contra de los burócratas soviéticos
y de su culto por el Estado burocrático, que no tiene la
menor intención de “agonizar”.
La
burocracia es socialmente necesaria cada vez que se
presentan antagonismos ásperos que hay que “atenuar”,
“acomodar”, “reglamentar” (siempre en interés de
los privilegiados y de los poseedores, y siempre en interés
de la burocracia misma). El aparato burocrático se
consolida y se perfecciona a través de todas las
revoluciones burguesas, por democráticas que sean. “Los
funcionarios y el ejército permanente, –escribe Lenin–,
son «parásitos» en el cuerpo de la sociedad burguesa, parásitos
engendrados por las contradicciones internas que desgarran a
esta sociedad, pero son precisamente estos parásitos los
que le tapan los poros”.
A
partir de 1918, es decir, en el momento en que el partido
tuvo que considerar la toma del poder como un problema práctico,
Lenin trató incesantemente de eliminar a estos “parásitos”.
Después de la subversión de las clases explotadoras
–explica y demuestra en El
Estado y la revolución–, el proletariado romperá la
vieja máquina burocrática y formará su propio aparato de
obreros y empleados, y para impedirles que se transformen en
burócratas, tomará “medidas estudiadas en detalle por
Marx y Engels: 1°, elegibilidad y también revocabilidad en
cualquier momento; 2°, retribución no superior al salario
del obrero; 3°, paso inmediato a un estado de cosas en el
cual todos desempeñarán funciones de control y vigilancia,
en el cual todos serán momentáneamente «burócratas» y,
por lo mismo, nadie podrá burocratizarse”. Sería un
error pensar que Lenin creía que esta obra iba a exigir
decenas de años; no, es el primer paso: “se puede y se
debe comenzar por ahí, haciendo la revolución
proletaria”.
Las
mismas audaces concepciones sobre el Estado de la dictadura
del proletariado encontraron, año y medio después de la
toma del poder, su expresión acabada en el programa del
Partido Bolchevique y particularmente en los párrafos
referentes al ejército. Un Estado fuerte, pero sin
mandarines; una fuerza armada, pero sin samurais. La
burocracia militar y civil no es un resultado de las
necesidades de la defensa, sino de una transferencia de la
división de la sociedad en clases en la organización de la
defensa. El ejército no es más que un producto de las
relaciones sociales. La lucha en contra de los peligros
exteriores supone, en el Estado obrero, claro está, una
organización militar y técnica especializada que no será
en ningún caso una casta privilegiada de oficiales. El
programa bolchevique exige la sustitución del ejército
permanente por la nación armada.
Desde
su formación, el régimen de la dictadura del proletariado
deja, así, de ser un “Estado” en el viejo sentido de la
palabra, es decir, una máquina hecha para mantener en la
obediencia a la mayoría del pueblo. Con las armas, la
fuerza material pasa inmediatamente a las organizaciones de
trabajadores tales como los soviets. El Estado, aparato
burocrático, comienza a agonizar desde el primer día de la
dictadura del proletariado. Esto es lo que dice el programa,
que hasta ahora no ha sido derogado. Cosa extraña, se creería
oír una voz de ultratumba, salida del mausoleo...
Cualquiera
que sea la interpretación que se dé a la naturaleza del
Estado soviético, una cosa es innegable: al terminar sus
veinte primeros años, está lejos de haber “agonizado”;
ni siquiera ha comenzado a “agonizar”; peor aún, se ha
transformado en una fuerza incontrolada que domina a las
masas; el ejército, lejos de ser reemplazado por el pueblo
armado, ha formado una casta de oficiales privilegiados en
cuya cima han aparecido los mariscales, mientras que al
pueblo que “ejerce armado la dictadura” se le ha
prohibido hasta la posesión de un arma blanca. La fantasía
más exaltada concebiría difícilmente un contraste más
vivo que el que existe entre el esquema del Estado obrero de
Marx-Engels-Lenin y el Estado a cuya cabeza se halla Stalin
actualmente. Mientras continúan reimprimiendo las obras de
Lenin (censurándolas y mutilándolas, es cierto), los jefes
actuales de la URSS y sus representantes ideológicos ni
siquiera se preguntan cuáles son las causas de una separación
tan flagrante entre el programa y la realidad. Tratemos de
hacerlo nosotros en su lugar.
El doble carácter del
Estado soviético
La
dictadura del proletariado es un puente entre las sociedades
burguesas y la socialista. Su esencia misma le confiere un
carácter temporal. El Estado que realiza la dictadura tiene
como tarea derivada, pero absolutamente primordial, la de
preparar su propia abolición. El grado de ejecución de
esta tarea “derivada” verifica en cierto sentido el éxito
con que se ha llevado a cabo la idea básica: la construcción
de una sociedad sin clases y sin contradicciones materiales.
El burocratismo y la armonía social están en proporción
inversa el uno de la otra.
Engels
escribía en su célebre polémica contra Dühring:
“cuando desaparezcan, al mismo tiempo que el dominio de
clases y la lucha por la existencia individual engendrada
por la anarquía actual de la producción, los choques y los
excesos que nacen de esta lucha, ya no habrá nada que
reprimir, y la necesidad de una fuerza especial de represión
no se hará sentir en el Estado”. El filisteo cree en la
eternidad del gendarme. En realidad, el gendarme dominará
al hombre en tanto que éste no haya dominado
suficientemente a la naturaleza. Para que el Estado
desaparezca, es necesario que desaparezcan “el dominio de
clase y la lucha por la existencia individual”. Engels reúne
estas dos condiciones en una sola: en la perspectiva de la
sucesión de los regímenes sociales, unas decenas de años
no cuentan mucho. Las generaciones que soportan la revolución
sobre sus propias espaldas se representan la cosa de otra
manera. Es exacto que la lucha de todos contra todos nace de
la anarquía capitalista. Pero la socialización de los
medios de producción no suprime automáticamente “la
lucha por la existencia individual”. Éste es el eje del
asunto.
El
Estado socialista, aun en Norteamérica, sobre las bases del
capitalismo más avanzado, no podría dar a cada uno lo
necesario, y se vería obligado, por tanto, a incitar a todo
el mundo a que produjera lo más posible. La función de
excitador le corresponde naturalmente en estas condiciones,
y no puede dejar de recurrir, modificándolos y suavizándolos,
a los métodos de retribución del trabajo elaborados por el
capitalismo. En este sentido, Marx escribía en 1875 que el
“derecho burgués... es inevitable en la primera fase de
la sociedad comunista, bajo la forma que reviste al nacer de
la sociedad capitalista después de prolongados dolores de
parto. El derecho jamás puede elevarse por encima del régimen
económico y del desarrollo cultural condicionado por este régimen”.
Lenin,
comentando estas líneas notables, añade: “El derecho
burgués en materia de reparto de artículos de consumo
supone naturalmente al Estado burgués, pues el derecho no
es nada sin un aparato de coerción que imponga sus normas.
Resulta, pues, que el derecho burgués subsiste durante
cierto tiempo en el seno del comunismo, y aun que subsiste
el Estado burgués sin burguesía”.
Esta
conclusión significativa, completamente ignorada por los
actuales teóricos oficiales, tiene una importancia decisiva
para la comprensión de la naturaleza del Estado soviético
de hoy, o, más exactamente, para una primera aproximación
en este sentido. El Estado que se impone como tarea la
transformación socialista de la sociedad, como se ve
obligado a defender la desigualdad, es decir, los
privilegios de la minoría, sigue siendo, en cierta medida,
un Estado “burgués”, aunque sin burguesía. Estas
palabras no implican alabanza ni censura; llaman simplemente
a las cosas por su nombre.
Las
normas burguesas de reparto, al precipitar el crecimiento
del poder material, deben servir a fines socialistas. Pero
el Estado adquiere inmediatamente un doble carácter:
socialista en la medida en que defiende la propiedad
colectiva de los medios de producción; burgués en la
medida en que el reparto de los bienes se lleva a cabo por
medio de medidas capitalistas de valor, con todas las
consecuencias que se derivan de este hecho. Una definición
tan contradictoria asustará, probablemente, a los escolásticos
y a los dogmáticos; no podemos hacer otra cosa que
lamentarlo.
La
fisonomía definitiva del Estado obrero debe definirse por
la relación cambiante entre sus tendencias burguesas y
socialistas. La victoria de las últimas debe significar la
supresión irrevocable del gendarme o, en otras palabras, la
reabsorción del Estado en una sociedad que se administre a
sí misma. Esto basta para hacer resaltar la inmensa
importancia del problema de la burocracia soviética, hecho
y síntoma.
Justamente
porque, debido a toda su formación intelectual, dio a la
concepción de Marx su forma más acentuada, Lenin revela la
fuente de las dificultades venideras, comprendiendo las
suyas, aunque no haya tenido tiempo para llevar su análisis
hasta el fondo. “El Estado burgués sin burguesía” se
reveló incompatible con una democracia soviética auténtica.
La dualidad de las funciones del Estado no podía dejar de
manifestarse en su estructura. La experiencia ha demostrado
que la teoría no había sabido prever con claridad
suficiente: si “el Estado de los obreros armados”
responde plenamente a sus fines cuando se trata de defender
la propiedad socializada en contra de la contrarrevolución,
no sucede lo mismo cuando se trata de reglamentar la
desigualdad en la esfera del consumo. Los que carecen de
privilegios no se sienten inclinados a crearlos ni a
defenderlos. La mayoría no puede respetar los privilegios
de la minoría. Para defender el “derecho burgués”, el
Estado obrero se ve obligado a formar un órgano del tipo
“burgués”, o, dicho brevemente, se ve obligado a volver
al gendarme, aunque dándole un nuevo uniforme.
Hemos
dado, así, el primer paso hacia la inteligencia de la
contradicción fundamental entre el programa bolchevique y
la realidad soviética. Si el Estado, en lugar de agonizar,
se hace cada vez más despótico; si los mandatarios de la
clase obrera se burocratizan; si la burocracia se erige por
encima de la sociedad renovada, no se debe a razones
secundarias como las supervivencias psicológicas del
pasado, etc.; se debe a la inflexible necesidad de formar y
de sostener a una minoría privilegiada mientras no sea
posible asegurar la igualdad real.
Las
tendencias burocráticas que sofocan al movimiento obrero
también deberán manifestarse por doquier después de la
revolución proletaria. Pero es evidente que mientras más
pobre sea la sociedad nacida de la revolución, esta
“ley” deberá manifestarse más severamente, sin rodeos,
y mientras más brutales sean las formas que debe revestir,
el burocratismo será más peligroso para el desarrollo del
socialismo. No son los “restos”, impotentes por sí
mismos, de las antiguas clases dirigentes los que impiden,
como lo declara la doctrina puramente policíaca de Stalin,
que el Estado soviético perezca, pues aunque se liberara de
la burocracia parasitaria, permanecerían factores
infinitamente más potentes, como la indigencia material, la
falta de cultura general y el dominio consiguiente del
“derecho burgués” en el terreno que interesa más
directa y vivamente a todo hombre: el de su conservación
personal.
Gendarme e indigencia
socializada
El
joven Marx escribía dos años antes del Manifiesto
Comunista: “el desarrollo de las fuerzas productivas
es prácticamente la primera condición absolutamente
necesaria (del comunismo), por esta razón: que sin él sí
se socializaría la indigencia, y ésta haría recomenzar la
lucha por lo necesario y recomenzaría, consecuentemente,
todo el viejo caos”. Esta idea Marx no la desarrolló en
ninguna parte, y no se debió a una casualidad: no preveía
la victoria de la revolución de un país atrasado. Tampoco
Lenin se detuvo en ella, y tampoco se debió esto al azar:
no preveía un aislamiento tan largo del Estado soviético.
Pero el texto que acabamos de citar, que no fue para Marx más
que una suposición abstracta, un argumento por oposición,
nos ofrece una clave teórica única para abordar las
dificultades absolutamente concretas y los males del régimen
soviético. Sobre el terreno histórico de la miseria,
agravado por las devastaciones de la guerra imperialista y
de la guerra civil, “la lucha por la existencia
individual”, lejos de desaparecer con la subversión de la
burguesía, lejos de atenuarse en los años siguientes,
revistió un encarnizamiento sin precedentes: ¿tenemos que
recordar que en dos ocasiones se produjeron actos de
canibalismo en ciertas regiones del país?
La
distancia que separa a Rusia de Occidente no se mide
verdaderamente sino hasta ahora. En las condiciones más
favorables, es decir, en ausencia de convulsiones internas y
de catástrofes exteriores, la URSS necesitaría varios
lustros para asimilar completamente el acervo económico y
educativo que ha sido, para los primogénitos del
capitalismo, el fruto de siglos. La aplicación de métodos
socialistas a tareas presocialistas es el fondo del actual
trabajo económico y cultural de la URSS.
Es
cierto que la URSS sobrepasa, actualmente, por sus fuerzas
productivas, a los países más avanzados del tiempo de Marx.
Pero, en primer lugar, en la competencia histórica de dos
regímenes, no se trata tanto de niveles absolutos como de
niveles relativos: la economía soviética se opone al
capitalismo de Hitler, de Baldwin y de Roosevelt, no al de
Bismarck, Palmerston y Abraham Lincoln. En segundo lugar, la
amplitud misma de las necesidades del hombre se modifica
radicalmente con el crecimiento de la técnica mundial: los
contemporáneos de Marx no conocían el automóvil, la radio
ni el avión. Una sociedad socialista sería inconcebible en
nuestros tiempos sin el libre uso de todos esos bienes.
“El
estadio inferior del comunismo”, para emplear el término
de Marx, comienza en el nivel más avanzado al que ha
llegado el capitalismo, y el programa real de los próximos
períodos quinquenales de las repúblicas soviéticas
consiste en “alcanzar a Europa y América”. Para la
creación de una red de gasolineras y de autopistas en la
URSS, se necesita mucho más tiempo y dinero que para
importar de América fábricas de automóviles listas, y aun
que para apropiarse su técnica. ¿Cuántos años se
necesitarán para dar a todo ciudadano la posibilidad de
usar un automóvil en todas direcciones y sin encontrar
dificultades para obtener gasolina? En la sociedad bárbara,
el peatón y el caballero formaban dos clases. El automóvil
no diferencia menos a la sociedad que el caballo de silla.
Mientras que el modesto Ford continúe siendo el privilegio
de una minoría, todas las relaciones y todos los hábitos
propios de la sociedad burguesa siguen en pie. Con ellos
subsiste el Estado, guardián de la desigualdad.
Partiendo
únicamente de la teoría marxista de la dictadura del
proletariado, Lenin no pudo, ni en su obra capital sobre el
problema (El Estado y
la revolución) ni en el programa del partido, obtener
sobre el carácter del Estado todas las deducciones
impuestas por la condición atrasada y el aislamiento del país.
Al explicar las supervivencias de burocracia por la
inexperiencia administrativa de las masas y las dificultades
nacidas de la guerra, el programa del partido prescribe
medidas puramente políticas para vencer las
“deformaciones burocráticas” (elegibilidad y
revocabilidad en cualquier momento de todos los mandatarios,
supresión de los privilegios materiales, control activo de
las masas). Se pensaba que, con estos medios, el funcionario
cesaría de ser un jefe para transformarse en un simple
agente técnico, por otra parte provisional, mientras que el
Estado poco a poco abandonaba la escena sin ruido.
Esta
subestimación manifiesta de las dificultades se explica
porque el programa se fundaba enteramente y sin reservas
sobre una perspectiva internacional. “La Revolución de
Octubre ha realizado en Rusia la dictadura del
proletariado... La era de la revolución proletaria,
comunista, universal, se ha abierto”. Estas son las
primeras líneas del programa. Los autores de este documento
no se asignaban como único fin “la edificación del
socialismo en un solo país” –semejante idea no se le
ocurría a nadie, y a Stalin menos que a nadie–, y no se
preguntaban qué carácter revestiría el Estado soviético
si tuviera que realizar solo, durante veinte años, las
tareas económicas y culturales desde hacía largo tiempo
realizadas por el capitalismo avanzado.
Sin
embargo, la crisis revolucionaria de posguerra no produjo la
victoria del socialismo en Europa: la socialdemocracia salvó
a la burguesía. El período que para Lenin y sus compañeros
de armas debía ser una corta “tregua” se convirtió en
toda una época de la historia. La contradictoria estructura
social de la URSS y el carácter ultra burocrático del
Estado soviético son las consecuencias directas de esta
singular “dificultad” histórica imprevista, que al
mismo tiempo arrastró a los países capitalistas al
fascismo o a la reacción prefascista.
Si
la tentativa primitiva –crear un Estado libre de
burocracia– tropezó, en primer lugar, con la
inexperiencia de las masas en materia de autoadministración,
con la falta de trabajadores cualificados adictos al
socialismo, etc., no tardaron en dejarse sentir otras
dificultades posteriores. La reducción del Estado a
funciones “de censo y de control”, mientras que las
funciones coercitivas debían debilitarse sin cesar, como lo
exigía el programa, suponía cierto bienestar. Esta condición
necesaria faltaba. El socorro de Occidente no llegaba. El
poder de los soviets democráticos resultaba molesto y aun
intolerable cuando se trataba de servir a los grupos
privilegiados más indispensables para la defensa, para la
industria, para la técnica, para la ciencia. Una poderosa
casta de especialistas del reparto se formó y se fortificó
gracias a la maniobra nada socialista de quitarles a diez
personas para darle a una.
¿Cómo
y por qué los inmensos progresos económicos de los últimos
tiempos, en lugar de suavizar la desigualdad, la han
agravado, aumentando más todavía la burocracia, que de una
“deformación” se ha transformado en un sistema de
gobierno? Antes de responder a esta pregunta, escuchemos lo
que los jefes más autorizados de la burocracia soviética
dicen de su propio régimen.
“La victoria completa
del socialismo” y “la consolidación de la dictadura”
La
victoria completa del socialismo ha sido anunciada varias
veces en la URSS, y bajo una forma particularmente categórica
después de la “liquidación de los kulaks
como clase”. El 30 de enero de 1931, Pravda,
al comentar un discurso de Stalin, escribía: “El segundo
plan quinquenal liquidará los
últimos vestigios de los elementos capitalistas en
nuestra economía” (subrayado nuestro). Desde este punto
de vista, el Estado debería desaparecer sin remedio en el
mismo lapso, pues ya nada hay que hacer en donde los “últimos
vestigios del capitalismo” han sido liquidados. “El
poder de los soviets –declara al respecto el programa del
Partido Bolchevique– reconoce francamente el ineludible
carácter de clase de todo Estado, en tanto que no haya
desaparecido enteramente la división de la sociedad en
clases, y con ella, toda autoridad gubernamental”. Pero
tan pronto como algunos imprudentes teóricos moscovitas
trataron de deducir de la liquidación de los “últimos
vestigios del capitalismo” –admitida por ellos como una
realidad– el fin del Estado, la burocracia declaró sus
teorías “contrarrevolucionarias”.
¿El
error teórico de la burocracia consiste entonces en la
proposición principal o en la deducción? En ambas partes.
La oposición objetiva a las primeras declaraciones sobre la
“victoria total” no puede limitarse a considerar las
simples formas jurídico-sociales de las relaciones aun
contradictorias y poco maduras de la agricultura, haciendo
abstracción del criterio principal: el nivel alcanzado por
el rendimiento del trabajo. Las formas jurídicas mismas
tienen un contenido social que varía profundamente según
el grado de desarrollo de la técnica: "El derecho no
puede jamás elevarse sobre el régimen económico y el
desarrollo cultural de la sociedad condicionada por este régimen”
(Marx). Las formas soviéticas de la propiedad, fundadas
sobre las adquisiciones más recientes de la técnica
americana y extendidas a todas las ramas de la economía,
producirían el primer período del socialismo. Las formas
soviéticas, ante el bajo rendimiento del trabajo, no
significan más que un régimen transitorio cuyos destinos aún
no han sido pesados definitivamente por la historia.
“¿No
es monstruoso? –escribíamos en marzo de 1932– El país
no sale de la penuria de mercancías, el avituallamiento se
interrumpe a cada instante, los niños carecen de leche, y
los oráculos oficiales proclaman que «el país ha entrado
en el período socialista». ¿Es posible comprometer más
torpemente al socialismo?” Karl Radek, entonces uno de los
publicistas en boga de los medios dirigentes soviéticos,
replicaba a esta objeción en un número especial del Berliner
Tageblatt dedicado a la URSS (mayo de 1932), en los términos
siguientes, dignos de ser conservados por la posteridad:
“La leche es el producto de la vaca, no del socialismo, y
se necesita realmente confundir el socialismo con la imagen
del país en que corren ríos de leche para no comprender
que un país puede elevarse a un grado superior de
desarrollo sin que, momentáneamente, la situación material
de las masas populares mejore sensiblemente”. Estas líneas
fueron escritas en un momento en que el país era azotado
por un hambre terrible.
El
socialismo es el régimen de la producción planificada para
la mejor satisfacción de las necesidades del hombre, sin lo
cual no merece ese nombre. Si las vacas se declaran
propiedad colectiva, pero si hay demasiado pocas o si su
producto es insuficiente, comienzan los conflictos por la
falta de leche: entre la ciudad y el campo, entre los
koljoses y los cultivadores independientes, entre las
diversas capas del proletariado, entre la burocracia y el
conjunto de trabajadores. Y justamente a causa de la
socialización de las vacas, los campesinos las sacrificaron
en masa. Los conflictos sociales engendrados por la
indigencia pueden, a su vez, hacer que se regrese a “todo
el antiguo caos”. Tal fue el sentido de nuestra respuesta.
En
su resolución del 20 de agosto de 1935, el VII Congreso de
la Internacional Comunista certifica solemnemente que “la
victoria definitiva e irrevocable del socialismo y la
consolidación, en todos los aspectos, del Estado de la
dictadura del proletariado” son en la URSS el resultado de
los éxitos de la industria nacionalizada, de la eliminación
de los elementos capitalistas y de la liquidación de los kulaks como clase. A pesar de su apariencia categórica, la afirmación
de la IC es profundamente contradictoria: si el socialismo
ha vencido “definitiva e irrevocablemente”, no como
principio, sino como organización social viva, la nueva
“consolidación de la dictadura” es un absurdo evidente.
Inversamente, si la consolidación de la dictadura responde
a las necesidades reales del régimen, es porque aún
estamos lejos de la victoria del socialismo. Todo político
capaz de pensar de un modo realista, para no hablar de los
marxistas, debe comprender que la necesidad misma de
“consolidar” la dictadura, es decir, la imposición
gubernamental, no prueba el triunfo de una armonía social
sin clases, sino el crecimiento de nuevos antagonismos
sociales. ¿Cuál es su base? La penuria de los medios de
existencia, resultado del bajo rendimiento del trabajo.
Lenin
caracterizó un día al socialismo con estas palabras: “el
poder de los soviets más la electrificación”. Esta
definición epigramática, cuya estrechez respondía a fines
de propaganda, suponía, en todo caso, como punto de partida
mínimo, el nivel capitalista –cuando menos– de
electrificación. Pero todavía en la actualidad, la URSS
dispone por habitante de tres veces menos energía eléctrica
que los países capitalistas avanzados. Tomando en cuenta
que mientras tanto los soviets han cedido el lugar a un
aparato independiente de las masas, no queda a la
Internacional Comunista más que proclamar que el socialismo
es el poder de la burocracia más una tercera parte de la
electrificación capitalista. Esta definición será de una
exactitud fotográfica, pero el socialismo tiene poco sitio
en ella.
En
su discurso a los stajanovistas, en noviembre de 1935,
Stalin, de acuerdo con el fin empírico de esta conferencia,
declaró bruscamente: “¿Por qué el socialismo puede,
debe vencer y vencerá al sistema capitalista? Porque puede
y debe dar... un rendimiento más elevado del trabajo”.
Refutando incidentalmente la resolución de la IC adoptada
tres meses antes, así como sus propias declaraciones
reiteradas sobre este asunto, Stalin habla esta vez de la
“victoria” futura: el socialismo vencerá al sistema
capitalista cuando lo sobrepase en el rendimiento del
trabajo. Vemos que no solamente los tiempos del verbo
cambian con las circunstancias; los criterios sociales
evolucionan también. Seguramente, para el ciudadano soviético
no es fácil seguir la “línea general”.
En
fin, el 1° de marzo de 1936, en su conversación con Roy
Howard, Stalin da una nueva definición del régimen soviético:
“La organización social que hemos creado, llámese soviética
o socialista, no está completamente terminada, pero en el
fondo es una organización socialista de la sociedad”.
Esta definición, intencionalmente difusa, encierra casi
tantas contradicciones como palabras. La organización
social es calificada de “soviética socialista”. Pero
los soviets representan una forma de Estado y el socialismo
es un régimen social. Estos términos, lejos de ser idénticos,
desde el punto de vista que nos ocupa, son opuestos: los
soviets deben desaparecer a medida que la organización
social se haga socialista, así como los andamios se retiran
cuando la construcción está terminada. Stalin introduce
una corrección: “el socialismo no está completamente
terminado”. ¿Qué quiere decir este “no
completamente”? ¿Falta el 5% o el 75%? No lo dice, así
como se abstiene de decirnos lo que hay que entender por el
“fondo” de la organización socialista de la sociedad:
¿las formas de la propiedad o la técnica? La oscuridad
misma de esta definición significa un retroceso en relación
con las fórmulas infinitamente más categóricas de 1931 y
1935. Un paso más en este camino y habría que reconocer
que la raíz de toda organización social está en las
fuerzas productivas, y que esta raíz soviética es
justamente demasiado débil aún para la planta socialista y
para la felicidad humana que es su coronación.
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