Socialismo o Barbarie, periódico Nº 158, 27/08/09
 

 

 

 

 

 

20 de agosto de 2009, a 69 años de su asesinato

Nuestro homenaje a León Trotsky

Hace 69 años, un sicario de la burocracia stalinista asesinaba a León Trotsky en su exilio en México. Lo ocurrido en el mundo desde entonces, ha confirmado –en sus grandes rasgos– mucho de la teoría, los análisis y la política del gran revolucionario ruso.

Las burocracias mal caracterizadas cómo “obreras” por muchos trotskistas en la 2ª posguerra –tanto la de Moscú como la que luego se instalaría en Pekín– confirmaron históricamente su carácter contrarrevolucionario, carácter definido primero que nadie por el propio Trotsky, promoviendo finalmente la restauración del capitalismo en todos sus dominios.

Por su parte, el sistema capitalista, después del respiro que le dio esta capitulación, está demostrando plenamente que sólo puede llevar a la humanidad a la catástrofe, y a una escala que ni el mismo Trotsky llegó a imaginar.

La disyuntiva de “socialismo o barbarie” se ha ampliado hasta el punto de que está en cuestión la supervivencia misma de la humanidad si no logra acabar a tiempo con el capitalismo.

Pero también, aunque por la negativa, se ha confirmado que sólo si la única clase productora –la clase trabajadora– toma las riendas de la sociedad, se abre la posibilidad de superar revolucionariamente la explotación del hombre por el hombre.

Todos los ensayos “sustituistas” –tanto los de las burocracias stalinistas como de los reformismos y populismos– fracasaron miserablemente en estos 69 años.

Fracasaron las revoluciones anticapitalistas de la posguerra porque la clase obrera estuvo ausente.

También fracasaron los supuestos procesos de transición al socialismo en los que –es enseñanza histórica– no se puede avanzar por el mero automatismo de las leyes económicas.

Si no está al frente la clase obrera, no sólo no hay avance hacia el socialismo: se termina perdiendo el propio carácter obrero del Estado tal cual ocurrió –a nuestro entender– en la ex URSS.

Por eso, la reivindicación histórica del combate de León Trotsky, es también la reivindicación y confirmación del “marxismo clásico”: la liberación de los trabajadores sólo podrá ser obra de los trabajadores mismos por intermedio de sus organizaciones, programas y partidos.

Aquí, en memoria de León Trotsky, publicamos un texto teórico de enorme importancia que hace referencia a la relación que debe existir entre la transición socialista y la tendencia a la disolución del Estado.

Se trata del capítulo III de una de sus más grandes obras teóricas, “La Revolución Traicionada”, que contiene enseñanzas que están por delante –a pesar de haber sido escrita cuando el proceso de burocratización de la ex URSS apenas tenía unos años– de lo que muchas de las corrientes de nuestro movimiento trotskista son capaces de escribir hoy.

Presentamos entonces El Socialismo y el Estado.

***

El socialismo y el Estado

El régimen transitorio

¿Es cierto, como lo afirman las autoridades oficiales, que el socialismo ya se ha realizado en la URSS? Si la respuesta es negativa, ¿puede decirse cuanto menos que los éxitos obtenidos garantizan la realización del socialismo en las fronteras nacionales, independientemente del curso de los acontecimientos en el resto del mundo? La apreciación crítica de los principales índices de la economía soviética debe darnos un punto de partida para buscar una respuesta justa. Pero no podemos pasar por alto una observación histórica preliminar.

El marxismo considera el desarrollo de la técnica como el resorte principal del progreso, y construye el programa comunista sobre la dinámica de las fuerzas de producción. Suponiendo que una catástrofe cósmica destruyera en un porvenir más o menos próximo a nuestro planeta, tendríamos que renunciar a la perspectiva del comunismo, como a muchas otras cosas. Fuera de este peligro, problemático por el momento, no tenemos la menor razón científica para fijar de antemano cualquier límite a nuestras posibilidades técnicas, industriales y culturales. El marxismo está profundamente penetrado del optimismo del progreso, y esto basta, digámoslo de pasada, para oponerlo irreductiblemente a la religión.

La base material del comunismo deberá consistir en un desarrollo tan alto del poder económico del hombre que el trabajo productivo, al dejar de ser una carga y una pena, no necesite de ningún aguijón, y que el reparto de los bienes, en constante abundancia, no exija –como actualmente en una familia acomodada o en una pensión “conveniente”– más control que el de la educación, el hábito, la opinión pública. Hablando francamente, es necesaria una gran dosis de estupidez para considerar como utópica una perspectiva al fin de cuentas tan modesta.

El capitalismo ha preparado las condiciones y las fuerzas de la revolución social: la técnica, la ciencia, el proletariado. Sin embargo, la sociedad comunista no puede suceder inmediatamente a la burguesa; la herencia cultural y material del pasado es demasiado insuficiente. En sus comienzos, el Estado obrero aún no puede permitir a cada uno “trabajar según sus capacidades”, o, en otras palabras, lo que pueda y quiera, ni recompensar a cada uno “según sus necesidades”, independientemente del trabajo realizado. El interés del crecimiento de las fuerzas productivas obliga a recurrir a las normas habituales del salario, es decir, al reparto de bienes según la cantidad y calidad del trabajo individual.

Marx llamaba a esta primera etapa de la nueva sociedad “la etapa inferior del comunismo”, a diferencia de la etapa superior en la que desaparece, al mismo tiempo que el último espectro de la necesidad, la desigualdad material. “Naturalmente que aún no hemos llegado al comunismo completo –dice la actual doctrina soviética oficial–, pero ya hemos realizado el socialismo, es decir, la etapa inferior del comunismo”. E invoca en su apoyo la supremacía de los trusts de Estado en la industria, de los koljoses en la agricultura, de las empresas estatizadas y cooperativas en el comercio. A primera vista, la concordancia es completa con el esquema a priori –y por tanto, hipotético– de Marx. Pero, desde el punto de vista del marxismo, el problema no se refiere precisamente a las simples formas de la propiedad, independientemente del rendimiento obtenido por el trabajo. En todo caso, Marx entendía por “etapa inferior del comunismo” la de una sociedad cuyo desarrollo económico fuera, desde un principio, superior al del capitalismo avanzado. En teoría, esta manera de plantear el problema es irreprochable, pues el comunismo, considerado a escala mundial, constituye, aun en su etapa inicial, en su punto de partida, un grado superior en relación con la sociedad burguesa. Marx esperaba, por otra parte, que los franceses comenzarían la revolución socialista, que los alemanes continuarían y que terminarían los ingleses. En cuanto a los rusos, quedaban en la lejana retaguardia. La realidad fue distinta. Tratar, por tanto, de aplicar mecánicamente al caso particular de la URSS en la fase actual de su evolución la concepción histórica universal de Marx es caer bien pronto en inextricables contradicciones.

Rusia no era el eslabón más resistente sino el más débil del capitalismo. La URSS actual no sobrepasa el nivel de la economía mundial; no hace más que alcanzar a los países capitalistas. Si la sociedad que debía formarse sobre la base de la socialización de las fuerzas productivas de los países más avanzados del capitalismo representaba para Marx la “etapa inferior del comunismo”, esta definición no se aplica seguramente a la URSS, que sigue siendo, en ese respecto, mucho más pobre en cuanto a técnica, a bienes y a cultura que los países capitalistas. Es más exacto, pues, llamar al régimen soviético actual, con todas sus contradicciones, transitorio entre el capitalismo y el socialismo, o preparatorio al socialismo, y no socialista.

Esta preocupación por una justa terminología no implica ninguna pedantería. La fuerza y la estabilidad de los regímenes se miden, en último análisis, por el rendimiento relativo del trabajo. Una economía socialista en vías de sobrepasar en el sentido técnico al capitalismo tendría asegurado realmente un desarrollo socialista en cierto modo automático, lo que desdichadamente no puede decirse de la economía soviética.

La mayor parte de los apologistas vulgares de la URSS, tal como sucede en la actualidad, están inclinados a razonar más o menos así: aun reconociendo que el régimen soviético actual todavía no es socialista, el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas, sobre las bases actuales, debe, tarde o temprano, conducir al triunfo completo del socialismo. Sólo el factor tiempo es discutible. ¿Vale la pena hacer tanto ruido por eso? Por victorioso que parezca este razonamiento, en realidad es muy superficial. El tiempo no es, de ninguna manera, un factor secundario cuando se trata de un proceso histórico: es infinitamente más peligroso confundir el presente con el futuro en política que en gramática. El desarrollo no consiste, como se lo representan los evolucionistas vulgares del género de los Webb, en la acumulación planificada y en la “mejoría” constante de lo que es. Implica transformaciones de cantidad en calidad, crisis, saltos hacia adelante, retrocesos.

Justamente porque la URSS aún no está en la primera etapa del socialismo, sistema equilibrado de producción y de consumo, su desarrollo no es armonioso sino contradictorio. Las contradicciones económicas hacen nacer los antagonismos sociales, que despliegan su propia lógica sin esperar el desarrollo de las fuerzas productivas. Acabamos de verlo en el problema del kulak, que no se ha dejado “asimilar” por el socialismo y que ha exigido una revolución complementaria que los burócratas y sus ideólogos no se esperaban. ¿Consentirá la burocracia, en cuyas manos se concentran el poder y la riqueza, en dejarse asimilar por el socialismo? Nos permitimos dudarlo. Sería imprudente, en todo caso, confiar en su palabra. ¿En qué sentido evolucionará durante los tres, cinco o diez años próximos el dinamismo de las contradicciones económicas y de los antagonismos sociales de la sociedad soviética? Aún no hay respuesta definitiva e indiscutible a esta pregunta. La solución depende de la lucha de las fuerzas vivas de la sociedad, no solamente a escala nacional, sino a escala internacional. Cada nueva etapa nos impone, desde luego, el análisis concreto de las tendencias y de las relaciones reales, en su conexión y en su constante interdependencia. La importancia de un análisis de este género va a saltar a nuestra vista en el problema del Estado soviético.

Programa y realidad

Siguiendo a Marx y Engels, Lenin ve el primer rasgo distintivo de la revolución en que al expropiar a los explotadores suprime la necesidad de un aparato burocrático que domine a la sociedad y, sobre todo, de la policía y del ejército permanente. “El proletariado necesita del Estado, todos los oportunistas lo repiten –escribía Lenin en 1917, dos meses antes de la conquista del poder–, pero olvidan añadir que el proletariado sólo necesita un Estado agonizante; es decir, que comience inmediatamente a agonizar y que no pueda dejar de agonizar” (El Estado y la revolución). En su tiempo, esta crítica fue dirigida contra los socialistas reformistas del tipo de los mencheviques rusos, de los fabianos ingleses, etc.; actualmente, se vuelve en contra de los burócratas soviéticos y de su culto por el Estado burocrático, que no tiene la menor intención de “agonizar”.

La burocracia es socialmente necesaria cada vez que se presentan antagonismos ásperos que hay que “atenuar”, “acomodar”, “reglamentar” (siempre en interés de los privilegiados y de los poseedores, y siempre en interés de la burocracia misma). El aparato burocrático se consolida y se perfecciona a través de todas las revoluciones burguesas, por democráticas que sean. “Los funcionarios y el ejército permanente, –escribe Lenin–, son «parásitos» en el cuerpo de la sociedad burguesa, parásitos engendrados por las contradicciones internas que desgarran a esta sociedad, pero son precisamente estos parásitos los que le tapan los poros”.

A partir de 1918, es decir, en el momento en que el partido tuvo que considerar la toma del poder como un problema práctico, Lenin trató incesantemente de eliminar a estos “parásitos”. Después de la subversión de las clases explotadoras –explica y demuestra en El Estado y la revolución–, el proletariado romperá la vieja máquina burocrática y formará su propio aparato de obreros y empleados, y para impedirles que se transformen en burócratas, tomará “medidas estudiadas en detalle por Marx y Engels: 1°, elegibilidad y también revocabilidad en cualquier momento; 2°, retribución no superior al salario del obrero; 3°, paso inmediato a un estado de cosas en el cual todos desempeñarán funciones de control y vigilancia, en el cual todos serán momentáneamente «burócratas» y, por lo mismo, nadie podrá burocratizarse”. Sería un error pensar que Lenin creía que esta obra iba a exigir decenas de años; no, es el primer paso: “se puede y se debe comenzar por ahí, haciendo la revolución proletaria”.

Las mismas audaces concepciones sobre el Estado de la dictadura del proletariado encontraron, año y medio después de la toma del poder, su expresión acabada en el programa del Partido Bolchevique y particularmente en los párrafos referentes al ejército. Un Estado fuerte, pero sin mandarines; una fuerza armada, pero sin samurais. La burocracia militar y civil no es un resultado de las necesidades de la defensa, sino de una transferencia de la división de la sociedad en clases en la organización de la defensa. El ejército no es más que un producto de las relaciones sociales. La lucha en contra de los peligros exteriores supone, en el Estado obrero, claro está, una organización militar y técnica especializada que no será en ningún caso una casta privilegiada de oficiales. El programa bolchevique exige la sustitución del ejército permanente por la nación armada.

Desde su formación, el régimen de la dictadura del proletariado deja, así, de ser un “Estado” en el viejo sentido de la palabra, es decir, una máquina hecha para mantener en la obediencia a la mayoría del pueblo. Con las armas, la fuerza material pasa inmediatamente a las organizaciones de trabajadores tales como los soviets. El Estado, aparato burocrático, comienza a agonizar desde el primer día de la dictadura del proletariado. Esto es lo que dice el programa, que hasta ahora no ha sido derogado. Cosa extraña, se creería oír una voz de ultratumba, salida del mausoleo...

Cualquiera que sea la interpretación que se dé a la naturaleza del Estado soviético, una cosa es innegable: al terminar sus veinte primeros años, está lejos de haber “agonizado”; ni siquiera ha comenzado a “agonizar”; peor aún, se ha transformado en una fuerza incontrolada que domina a las masas; el ejército, lejos de ser reemplazado por el pueblo armado, ha formado una casta de oficiales privilegiados en cuya cima han aparecido los mariscales, mientras que al pueblo que “ejerce armado la dictadura” se le ha prohibido hasta la posesión de un arma blanca. La fantasía más exaltada concebiría difícilmente un contraste más vivo que el que existe entre el esquema del Estado obrero de Marx-Engels-Lenin y el Estado a cuya cabeza se halla Stalin actualmente. Mientras continúan reimprimiendo las obras de Lenin (censurándolas y mutilándolas, es cierto), los jefes actuales de la URSS y sus representantes ideológicos ni siquiera se preguntan cuáles son las causas de una separación tan flagrante entre el programa y la realidad. Tratemos de hacerlo nosotros en su lugar.

El doble carácter del Estado soviético

La dictadura del proletariado es un puente entre las sociedades burguesas y la socialista. Su esencia misma le confiere un carácter temporal. El Estado que realiza la dictadura tiene como tarea derivada, pero absolutamente primordial, la de preparar su propia abolición. El grado de ejecución de esta tarea “derivada” verifica en cierto sentido el éxito con que se ha llevado a cabo la idea básica: la construcción de una sociedad sin clases y sin contradicciones materiales. El burocratismo y la armonía social están en proporción inversa el uno de la otra.

Engels escribía en su célebre polémica contra Dühring: “cuando desaparezcan, al mismo tiempo que el dominio de clases y la lucha por la existencia individual engendrada por la anarquía actual de la producción, los choques y los excesos que nacen de esta lucha, ya no habrá nada que reprimir, y la necesidad de una fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado”. El filisteo cree en la eternidad del gendarme. En realidad, el gendarme dominará al hombre en tanto que éste no haya dominado suficientemente a la naturaleza. Para que el Estado desaparezca, es necesario que desaparezcan “el dominio de clase y la lucha por la existencia individual”. Engels reúne estas dos condiciones en una sola: en la perspectiva de la sucesión de los regímenes sociales, unas decenas de años no cuentan mucho. Las generaciones que soportan la revolución sobre sus propias espaldas se representan la cosa de otra manera. Es exacto que la lucha de todos contra todos nace de la anarquía capitalista. Pero la socialización de los medios de producción no suprime automáticamente “la lucha por la existencia individual”. Éste es el eje del asunto.

El Estado socialista, aun en Norteamérica, sobre las bases del capitalismo más avanzado, no podría dar a cada uno lo necesario, y se vería obligado, por tanto, a incitar a todo el mundo a que produjera lo más posible. La función de excitador le corresponde naturalmente en estas condiciones, y no puede dejar de recurrir, modificándolos y suavizándolos, a los métodos de retribución del trabajo elaborados por el capitalismo. En este sentido, Marx escribía en 1875 que el “derecho burgués... es inevitable en la primera fase de la sociedad comunista, bajo la forma que reviste al nacer de la sociedad capitalista después de prolongados dolores de parto. El derecho jamás puede elevarse por encima del régimen económico y del desarrollo cultural condicionado por este régimen”.

Lenin, comentando estas líneas notables, añade: “El derecho burgués en materia de reparto de artículos de consumo supone naturalmente al Estado burgués, pues el derecho no es nada sin un aparato de coerción que imponga sus normas. Resulta, pues, que el derecho burgués subsiste durante cierto tiempo en el seno del comunismo, y aun que subsiste el Estado burgués sin burguesía”.

Esta conclusión significativa, completamente ignorada por los actuales teóricos oficiales, tiene una importancia decisiva para la comprensión de la naturaleza del Estado soviético de hoy, o, más exactamente, para una primera aproximación en este sentido. El Estado que se impone como tarea la transformación socialista de la sociedad, como se ve obligado a defender la desigualdad, es decir, los privilegios de la minoría, sigue siendo, en cierta medida, un Estado “burgués”, aunque sin burguesía. Estas palabras no implican alabanza ni censura; llaman simplemente a las cosas por su nombre.

Las normas burguesas de reparto, al precipitar el crecimiento del poder material, deben servir a fines socialistas. Pero el Estado adquiere inmediatamente un doble carácter: socialista en la medida en que defiende la propiedad colectiva de los medios de producción; burgués en la medida en que el reparto de los bienes se lleva a cabo por medio de medidas capitalistas de valor, con todas las consecuencias que se derivan de este hecho. Una definición tan contradictoria asustará, probablemente, a los escolásticos y a los dogmáticos; no podemos hacer otra cosa que lamentarlo.

La fisonomía definitiva del Estado obrero debe definirse por la relación cambiante entre sus tendencias burguesas y socialistas. La victoria de las últimas debe significar la supresión irrevocable del gendarme o, en otras palabras, la reabsorción del Estado en una sociedad que se administre a sí misma. Esto basta para hacer resaltar la inmensa importancia del problema de la burocracia soviética, hecho y síntoma.

Justamente porque, debido a toda su formación intelectual, dio a la concepción de Marx su forma más acentuada, Lenin revela la fuente de las dificultades venideras, comprendiendo las suyas, aunque no haya tenido tiempo para llevar su análisis hasta el fondo. “El Estado burgués sin burguesía” se reveló incompatible con una democracia soviética auténtica. La dualidad de las funciones del Estado no podía dejar de manifestarse en su estructura. La experiencia ha demostrado que la teoría no había sabido prever con claridad suficiente: si “el Estado de los obreros armados” responde plenamente a sus fines cuando se trata de defender la propiedad socializada en contra de la contrarrevolución, no sucede lo mismo cuando se trata de reglamentar la desigualdad en la esfera del consumo. Los que carecen de privilegios no se sienten inclinados a crearlos ni a defenderlos. La mayoría no puede respetar los privilegios de la minoría. Para defender el “derecho burgués”, el Estado obrero se ve obligado a formar un órgano del tipo “burgués”, o, dicho brevemente, se ve obligado a volver al gendarme, aunque dándole un nuevo uniforme.

Hemos dado, así, el primer paso hacia la inteligencia de la contradicción fundamental entre el programa bolchevique y la realidad soviética. Si el Estado, en lugar de agonizar, se hace cada vez más despótico; si los mandatarios de la clase obrera se burocratizan; si la burocracia se erige por encima de la sociedad renovada, no se debe a razones secundarias como las supervivencias psicológicas del pasado, etc.; se debe a la inflexible necesidad de formar y de sostener a una minoría privilegiada mientras no sea posible asegurar la igualdad real.

Las tendencias burocráticas que sofocan al movimiento obrero también deberán manifestarse por doquier después de la revolución proletaria. Pero es evidente que mientras más pobre sea la sociedad nacida de la revolución, esta “ley” deberá manifestarse más severamente, sin rodeos, y mientras más brutales sean las formas que debe revestir, el burocratismo será más peligroso para el desarrollo del socialismo. No son los “restos”, impotentes por sí mismos, de las antiguas clases dirigentes los que impiden, como lo declara la doctrina puramente policíaca de Stalin, que el Estado soviético perezca, pues aunque se liberara de la burocracia parasitaria, permanecerían factores infinitamente más potentes, como la indigencia material, la falta de cultura general y el dominio consiguiente del “derecho burgués” en el terreno que interesa más directa y vivamente a todo hombre: el de su conservación personal.

Gendarme e indigencia socializada

El joven Marx escribía dos años antes del Manifiesto Comunista: “el desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria (del comunismo), por esta razón: que sin él sí se socializaría la indigencia, y ésta haría recomenzar la lucha por lo necesario y recomenzaría, consecuentemente, todo el viejo caos”. Esta idea Marx no la desarrolló en ninguna parte, y no se debió a una casualidad: no preveía la victoria de la revolución de un país atrasado. Tampoco Lenin se detuvo en ella, y tampoco se debió esto al azar: no preveía un aislamiento tan largo del Estado soviético. Pero el texto que acabamos de citar, que no fue para Marx más que una suposición abstracta, un argumento por oposición, nos ofrece una clave teórica única para abordar las dificultades absolutamente concretas y los males del régimen soviético. Sobre el terreno histórico de la miseria, agravado por las devastaciones de la guerra imperialista y de la guerra civil, “la lucha por la existencia individual”, lejos de desaparecer con la subversión de la burguesía, lejos de atenuarse en los años siguientes, revistió un encarnizamiento sin precedentes: ¿tenemos que recordar que en dos ocasiones se produjeron actos de canibalismo en ciertas regiones del país?

La distancia que separa a Rusia de Occidente no se mide verdaderamente sino hasta ahora. En las condiciones más favorables, es decir, en ausencia de convulsiones internas y de catástrofes exteriores, la URSS necesitaría varios lustros para asimilar completamente el acervo económico y educativo que ha sido, para los primogénitos del capitalismo, el fruto de siglos. La aplicación de métodos socialistas a tareas presocialistas es el fondo del actual trabajo económico y cultural de la URSS.

Es cierto que la URSS sobrepasa, actualmente, por sus fuerzas productivas, a los países más avanzados del tiempo de Marx. Pero, en primer lugar, en la competencia histórica de dos regímenes, no se trata tanto de niveles absolutos como de niveles relativos: la economía soviética se opone al capitalismo de Hitler, de Baldwin y de Roosevelt, no al de Bismarck, Palmerston y Abraham Lincoln. En segundo lugar, la amplitud misma de las necesidades del hombre se modifica radicalmente con el crecimiento de la técnica mundial: los contemporáneos de Marx no conocían el automóvil, la radio ni el avión. Una sociedad socialista sería inconcebible en nuestros tiempos sin el libre uso de todos esos bienes.

“El estadio inferior del comunismo”, para emplear el término de Marx, comienza en el nivel más avanzado al que ha llegado el capitalismo, y el programa real de los próximos períodos quinquenales de las repúblicas soviéticas consiste en “alcanzar a Europa y América”. Para la creación de una red de gasolineras y de autopistas en la URSS, se necesita mucho más tiempo y dinero que para importar de América fábricas de automóviles listas, y aun que para apropiarse su técnica. ¿Cuántos años se necesitarán para dar a todo ciudadano la posibilidad de usar un automóvil en todas direcciones y sin encontrar dificultades para obtener gasolina? En la sociedad bárbara, el peatón y el caballero formaban dos clases. El automóvil no diferencia menos a la sociedad que el caballo de silla. Mientras que el modesto Ford continúe siendo el privilegio de una minoría, todas las relaciones y todos los hábitos propios de la sociedad burguesa siguen en pie. Con ellos subsiste el Estado, guardián de la desigualdad.

Partiendo únicamente de la teoría marxista de la dictadura del proletariado, Lenin no pudo, ni en su obra capital sobre el problema (El Estado y la revolución) ni en el programa del partido, obtener sobre el carácter del Estado todas las deducciones impuestas por la condición atrasada y el aislamiento del país. Al explicar las supervivencias de burocracia por la inexperiencia administrativa de las masas y las dificultades nacidas de la guerra, el programa del partido prescribe medidas puramente políticas para vencer las “deformaciones burocráticas” (elegibilidad y revocabilidad en cualquier momento de todos los mandatarios, supresión de los privilegios materiales, control activo de las masas). Se pensaba que, con estos medios, el funcionario cesaría de ser un jefe para transformarse en un simple agente técnico, por otra parte provisional, mientras que el Estado poco a poco abandonaba la escena sin ruido.

Esta subestimación manifiesta de las dificultades se explica porque el programa se fundaba enteramente y sin reservas sobre una perspectiva internacional. “La Revolución de Octubre ha realizado en Rusia la dictadura del proletariado... La era de la revolución proletaria, comunista, universal, se ha abierto”. Estas son las primeras líneas del programa. Los autores de este documento no se asignaban como único fin “la edificación del socialismo en un solo país” –semejante idea no se le ocurría a nadie, y a Stalin menos que a nadie–, y no se preguntaban qué carácter revestiría el Estado soviético si tuviera que realizar solo, durante veinte años, las tareas económicas y culturales desde hacía largo tiempo realizadas por el capitalismo avanzado.

Sin embargo, la crisis revolucionaria de posguerra no produjo la victoria del socialismo en Europa: la socialdemocracia salvó a la burguesía. El período que para Lenin y sus compañeros de armas debía ser una corta “tregua” se convirtió en toda una época de la historia. La contradictoria estructura social de la URSS y el carácter ultra burocrático del Estado soviético son las consecuencias directas de esta singular “dificultad” histórica imprevista, que al mismo tiempo arrastró a los países capitalistas al fascismo o a la reacción prefascista.

Si la tentativa primitiva –crear un Estado libre de burocracia– tropezó, en primer lugar, con la inexperiencia de las masas en materia de autoadministración, con la falta de trabajadores cualificados adictos al socialismo, etc., no tardaron en dejarse sentir otras dificultades posteriores. La reducción del Estado a funciones “de censo y de control”, mientras que las funciones coercitivas debían debilitarse sin cesar, como lo exigía el programa, suponía cierto bienestar. Esta condición necesaria faltaba. El socorro de Occidente no llegaba. El poder de los soviets democráticos resultaba molesto y aun intolerable cuando se trataba de servir a los grupos privilegiados más indispensables para la defensa, para la industria, para la técnica, para la ciencia. Una poderosa casta de especialistas del reparto se formó y se fortificó gracias a la maniobra nada socialista de quitarles a diez personas para darle a una.

¿Cómo y por qué los inmensos progresos económicos de los últimos tiempos, en lugar de suavizar la desigualdad, la han agravado, aumentando más todavía la burocracia, que de una “deformación” se ha transformado en un sistema de gobierno? Antes de responder a esta pregunta, escuchemos lo que los jefes más autorizados de la burocracia soviética dicen de su propio régimen.

“La victoria completa del socialismo” y “la consolidación de la dictadura”

La victoria completa del socialismo ha sido anunciada varias veces en la URSS, y bajo una forma particularmente categórica después de la “liquidación de los kulaks como clase”. El 30 de enero de 1931, Pravda, al comentar un discurso de Stalin, escribía: “El segundo plan quinquenal liquidará los últimos vestigios de los elementos capitalistas en nuestra economía” (subrayado nuestro). Desde este punto de vista, el Estado debería desaparecer sin remedio en el mismo lapso, pues ya nada hay que hacer en donde los “últimos vestigios del capitalismo” han sido liquidados. “El poder de los soviets –declara al respecto el programa del Partido Bolchevique– reconoce francamente el ineludible carácter de clase de todo Estado, en tanto que no haya desaparecido enteramente la división de la sociedad en clases, y con ella, toda autoridad gubernamental”. Pero tan pronto como algunos imprudentes teóricos moscovitas trataron de deducir de la liquidación de los “últimos vestigios del capitalismo” –admitida por ellos como una realidad– el fin del Estado, la burocracia declaró sus teorías “contrarrevolucionarias”.

¿El error teórico de la burocracia consiste entonces en la proposición principal o en la deducción? En ambas partes. La oposición objetiva a las primeras declaraciones sobre la “victoria total” no puede limitarse a considerar las simples formas jurídico-sociales de las relaciones aun contradictorias y poco maduras de la agricultura, haciendo abstracción del criterio principal: el nivel alcanzado por el rendimiento del trabajo. Las formas jurídicas mismas tienen un contenido social que varía profundamente según el grado de desarrollo de la técnica: "El derecho no puede jamás elevarse sobre el régimen económico y el desarrollo cultural de la sociedad condicionada por este régimen” (Marx). Las formas soviéticas de la propiedad, fundadas sobre las adquisiciones más recientes de la técnica americana y extendidas a todas las ramas de la economía, producirían el primer período del socialismo. Las formas soviéticas, ante el bajo rendimiento del trabajo, no significan más que un régimen transitorio cuyos destinos aún no han sido pesados definitivamente por la historia.

“¿No es monstruoso? –escribíamos en marzo de 1932– El país no sale de la penuria de mercancías, el avituallamiento se interrumpe a cada instante, los niños carecen de leche, y los oráculos oficiales proclaman que «el país ha entrado en el período socialista». ¿Es posible comprometer más torpemente al socialismo?” Karl Radek, entonces uno de los publicistas en boga de los medios dirigentes soviéticos, replicaba a esta objeción en un número especial del Berliner Tageblatt dedicado a la URSS (mayo de 1932), en los términos siguientes, dignos de ser conservados por la posteridad: “La leche es el producto de la vaca, no del socialismo, y se necesita realmente confundir el socialismo con la imagen del país en que corren ríos de leche para no comprender que un país puede elevarse a un grado superior de desarrollo sin que, momentáneamente, la situación material de las masas populares mejore sensiblemente”. Estas líneas fueron escritas en un momento en que el país era azotado por un hambre terrible.

El socialismo es el régimen de la producción planificada para la mejor satisfacción de las necesidades del hombre, sin lo cual no merece ese nombre. Si las vacas se declaran propiedad colectiva, pero si hay demasiado pocas o si su producto es insuficiente, comienzan los conflictos por la falta de leche: entre la ciudad y el campo, entre los koljoses y los cultivadores independientes, entre las diversas capas del proletariado, entre la burocracia y el conjunto de trabajadores. Y justamente a causa de la socialización de las vacas, los campesinos las sacrificaron en masa. Los conflictos sociales engendrados por la indigencia pueden, a su vez, hacer que se regrese a “todo el antiguo caos”. Tal fue el sentido de nuestra respuesta.

En su resolución del 20 de agosto de 1935, el VII Congreso de la Internacional Comunista certifica solemnemente que “la victoria definitiva e irrevocable del socialismo y la consolidación, en todos los aspectos, del Estado de la dictadura del proletariado” son en la URSS el resultado de los éxitos de la industria nacionalizada, de la eliminación de los elementos capitalistas y de la liquidación de los kulaks como clase. A pesar de su apariencia categórica, la afirmación de la IC es profundamente contradictoria: si el socialismo ha vencido “definitiva e irrevocablemente”, no como principio, sino como organización social viva, la nueva “consolidación de la dictadura” es un absurdo evidente. Inversamente, si la consolidación de la dictadura responde a las necesidades reales del régimen, es porque aún estamos lejos de la victoria del socialismo. Todo político capaz de pensar de un modo realista, para no hablar de los marxistas, debe comprender que la necesidad misma de “consolidar” la dictadura, es decir, la imposición gubernamental, no prueba el triunfo de una armonía social sin clases, sino el crecimiento de nuevos antagonismos sociales. ¿Cuál es su base? La penuria de los medios de existencia, resultado del bajo rendimiento del trabajo.

Lenin caracterizó un día al socialismo con estas palabras: “el poder de los soviets más la electrificación”. Esta definición epigramática, cuya estrechez respondía a fines de propaganda, suponía, en todo caso, como punto de partida mínimo, el nivel capitalista –cuando menos– de electrificación. Pero todavía en la actualidad, la URSS dispone por habitante de tres veces menos energía eléctrica que los países capitalistas avanzados. Tomando en cuenta que mientras tanto los soviets han cedido el lugar a un aparato independiente de las masas, no queda a la Internacional Comunista más que proclamar que el socialismo es el poder de la burocracia más una tercera parte de la electrificación capitalista. Esta definición será de una exactitud fotográfica, pero el socialismo tiene poco sitio en ella.

En su discurso a los stajanovistas, en noviembre de 1935, Stalin, de acuerdo con el fin empírico de esta conferencia, declaró bruscamente: “¿Por qué el socialismo puede, debe vencer y vencerá al sistema capitalista? Porque puede y debe dar... un rendimiento más elevado del trabajo”. Refutando incidentalmente la resolución de la IC adoptada tres meses antes, así como sus propias declaraciones reiteradas sobre este asunto, Stalin habla esta vez de la “victoria” futura: el socialismo vencerá al sistema capitalista cuando lo sobrepase en el rendimiento del trabajo. Vemos que no solamente los tiempos del verbo cambian con las circunstancias; los criterios sociales evolucionan también. Seguramente, para el ciudadano soviético no es fácil seguir la “línea general”.

En fin, el 1° de marzo de 1936, en su conversación con Roy Howard, Stalin da una nueva definición del régimen soviético: “La organización social que hemos creado, llámese soviética o socialista, no está completamente terminada, pero en el fondo es una organización socialista de la sociedad”. Esta definición, intencionalmente difusa, encierra casi tantas contradicciones como palabras. La organización social es calificada de “soviética socialista”. Pero los soviets representan una forma de Estado y el socialismo es un régimen social. Estos términos, lejos de ser idénticos, desde el punto de vista que nos ocupa, son opuestos: los soviets deben desaparecer a medida que la organización social se haga socialista, así como los andamios se retiran cuando la construcción está terminada. Stalin introduce una corrección: “el socialismo no está completamente terminado”. ¿Qué quiere decir este “no completamente”? ¿Falta el 5% o el 75%? No lo dice, así como se abstiene de decirnos lo que hay que entender por el “fondo” de la organización socialista de la sociedad: ¿las formas de la propiedad o la técnica? La oscuridad misma de esta definición significa un retroceso en relación con las fórmulas infinitamente más categóricas de 1931 y 1935. Un paso más en este camino y habría que reconocer que la raíz de toda organización social está en las fuerzas productivas, y que esta raíz soviética es justamente demasiado débil aún para la planta socialista y para la felicidad humana que es su coronación.